35.

584 9 0
                                    

Tomé un colectivo hasta el microcentro. No me gusta manejar, menos cuando estoy nerviosa.

Y para qué negarlo, estaba nerviosa. Parecía que algo dentro de mi cuerpo se iba a salir por

mis orejas. Algo caliente, algo en ebullición. ¿Las tripas? Me senté en el primer asiento. Miré

por la ventanilla. Traté de serenarme. Intenté con respiración profunda. ¿Por qué fue que dejé

de ir a yoga yo? El semáforo de Cabildo y Juramento no funcionaba. Árboles, autos, edificios.

Jugué con el manojo de llaves de Alicia. Porque la profesora de yoga hablaba demasiado, me

terminaba poniendo nerviosa. Con voz calma, pausada, de la luz interior, de la madre Tierra,

pero demasiado. Pasó un grupo de adolescentes vestidas de colegio. Cuatro o cinco. Pensé en

Lali. Lo que vendría no iba a ser fácil para ella. Siempre vivió en una cajita de cristal. 

Siempre ajena a todos los problemas de la casa. Protegida de todos los peligros posibles por

su padre, qué ironía. Y de golpe, el mundo se le estaba por venir abajo. Ya se había venido

abajo, para ser más precisa. Pero lo peor era que le podía caer en medio de la cabeza. Y

bueno, es la ley de la vida. A mí también me dieron un mazazo en la cabeza. Iba a tener que

madurar, no le iba a quedar otra. A los golpes, como nos pasó a tantos. Árboles, edificios,

autos. Como me pisó a mí el día en que mi papá se fue y no volvió más. Uno se cree que lo

tiene todo, que su familia es un modelo, y de un día para otro todo cambia. No sé si Lali será

capaz. No creo que sea. Pero yo no podía pensar en ella en este momento. Por una vez en la

vida tenía que pensar en mí. Hubiera sido lo único que me faltaba. Una publicidad de lápiz

labial, autos, edificios. Rojo, amarillo, verde. Las llaves de Alicia en mi bolsillo. El revólver

en la cartera. Repetía para mí misma los pasos a seguir. A pesar de Lali. Saqué de mi cartera

el cuadrito sinóptico sin tocar el revólver. Punto uno, cajero. Y me concentré en eso. Árboles,

edificios, autos. Punto uno, cajero. Después pensaría en el punto dos. Y en el tres, y en el

cuatro. Poquito a poco. Autos, edificios. Gente que iba y venía. No quería pensar en él. En

Ernesto no. Esquinas de Buenos Aires, bocinas. Punto uno, cajero. Llegué a destino. Bajé del

colectivo por la puerta trasera. Como corresponde. El timbre no andaba. Grité. El chofer

también. No lo puteé porque no es mi estilo, pero lo habría puteado. Caminé, me choqué con

alguien, me empujaron. Gente, mucha gente. Sobre la vereda contraria apareció el primer

cajero. Crucé. Esperé mi turno. Los que estaban delante de mí se tomaron su tiempo, se

tomaron todo el tiempo del mundo. Claro, total, ellos qué sabían. Me impacienté. Llegó mi

turno. Revisé el saldo. Había casi diez mil dólares. Intenté sacarlo pero sólo me permitían

sacar setecientos pesos. Saqué toda la plata que se me permitía. Punto dos, repetir punto uno

las veces que sea necesario. Hice lo mismo en cuanto apareció otro cajero, El cajero me

Tuya-Alicia PiñeiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora