37.

544 10 0
                                    

Encontré un lugar justo donde estacionar. En la esquina anterior, de la misma mano, a unos

veinte metros de la oficina de Ernesto. Un poco antes de la salida de garaje. Me calcé unos

anteojos negros que había comprado por la calle, mientras iba del cajero cuatro al cinco.

Berretas, baratos, pero negros. Esperé. Pensé en Lali. No iba a ser capaz. Prendí la radio.

Busqué un locutor que hablara mucho, con voz fuerte. Uno que no me dejara pensar en otra

cosa, ni siquiera en lo que él estaba diciendo. Encontré uno que cumplía con los requisitos.

Puse el volumen lo más alto que me permitía mi dolor de cabeza. Esperé. Sentí las piernas

dormidas y empecé a mover los pies en círculos. Quince veces a la derecha. Quince veces a la

izquierda. Me acordé de la peluca morocha, la de pelo suave, largo, lacio. Otra vez quince a la

derecha. Cuatro a la izquierda y se abrieron las puertas del garaje. Salió un auto. Me bajé

apenas un poco los anteojos negros para confirmar. No era Ernesto. Apagué la radio. La

prendí. Busqué música. Lo dejé en un tema viejo, lento. Me hizo acordar de algo pero no

sabía de qué. Me jodió. Casi lloré. Pero apenas aparecieron las primeras lágrimas volví al

locutor y al volumen al máximo. Por la entrada principal salieron caminando la recepionista,

el jefe de personal, dos cadetes. La recepcionista caminaba hacia mi lado. Me calcé otra vez

los anteojos. Pasó junto a mí, pero ni siquiera me miró. Otra vez se abrió la puerta del garaje.

Era una camioneta. Azul, como el auto de Ernesto. No sabía qué marca, yo de marcas de auto

no entiendo nada. Pero camioneta, no auto. De eso estaba segura. Me acomodé la peluca y

traté de inclinarla un poco más hacia la derecha. ¡Cómo me gustaba la peluca morocha! A lo

mejor, algún día... Otra vez se abrió la puerta del garaje. Esa vez sí era él. AVE 624. Ernesto

Pereyra. Mi marido. Todavía mi marido. Encendí el auto alquilado y lo seguí. Despacio.

Ernesto iba muy despacio. Con el codo asomando por la ventanilla. Como si el mundo

siguiera siendo el mismo. En el primer semáforo puso la luz de giro. Yo también. No era el

camino a casa. No me sorprendió, ¿por qué iba a ir a casa? ¿Por qué iba a serme fiel toda la

vida? ¿Por qué iba a elegirme a mí en lugar de a Charo? Dos cuadras más. Ernesto se

estacionó en la siguiente esquina. No tenía dónde estacionar mi auto. No quería pasarlo,

preferí mantener una prudente distancia y observar en doble fila y a lo lejos. Prendí las

balizas. Las apagué, no quería llamar demasiado la atención, no hubiera sido bueno. Pasó el

tiempo. Un par de minutos. Cinco. Diez. Vi cómo el brazo de Ernesto se levantaba fuera de la

ventanilla saludando. Miré en esa dirección. Charo cruzaba la calle hacia él. El semáforo se

puso amarillo y ella aceleró el paso. Casi corrió. Las tetas se le balanceaban en la corrida

debajo de la remera blanca. Me acordé de la copa de champán. Me imaginé sus tetas

Tuya-Alicia PiñeiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora