20. Baile de máscaras

229 10 0
                                    

Un día cualquiera de mayo, por tarde.

No tengo ganas de fiestas —contesto desganada—. Simplemente quiero estar encerrada en mi habitación sin hacer absolutamente nada.

—Vamos, Cat. Te irá bien para animarte un poco —me aconseja Mía desde el otro lado de la línea—. No soporto verte así desde que lo dejaste con él. Esta mañana, en clase, estabas muy mal.

—¿Por qué no ha ido al instituto? ¿Es por mi culpa?

—No es tu culpa. Has hecho lo correcto. Deja de torturarte. Y si no vienes por ti misma iré a tu casa y te arrastraré hasta llevarte al baile.

—No tengo acompañante.

—Eso no es un problema. Hay cientos de chicos que se morirían por acompañarte al baile.

—No quiero a ninguno que no sea él.

—Venga, Cat, por favor. Hazlo por mí. Necesito a mi amiga —me suplica.

—Está bien... —exclamo nada convencida.

—¡Bien! No te arrepentirás, te lo prometo. ¡Te quiero, te quiero!

—Y yo. Voy a prepararme, después hablamos.

—Perfecto.

Puedo sonar exagerada, incluso parecer una loca. Pero desde que se acabó nuestra relación no tengo ganas de hacer nada. Absolutamente nada. Solo quiero desaparecer. No sentir esas punzadas en el corazón. Ese sentimiento. Ese dolor.

—¡Cat, tengo buenas noticias! —me informa Rosa eufórica. No me había dado cuenta de que estaba en mi habitación.

—¿El qué? —pregunto impaciente.

—La persona que te estuvo llamando y dejando mensajes no era más que un crío. No corres ningún peligro, cariño.

—¿Cómo?

—Llamaron otra vez a tu número para confesar quien era y que es lo que había hecho. Era un niño de diez años llamado Matthieu que sin la supervisión de sus padres hizo eso. Su familia te pide disculpas y nos pide empatía para retirar la denuncia. Es tu decisión.

—Mamá, eso es imposible. Me dijo cosas muy siniestras como para ser un niño. Además, una vez me persiguió mientras iba al hospital y no creo que un niño haga eso.

—Cat, a lo mejor el estrés te ha hecho ver o imaginar haber visto cosas que no han pasado.

—¿Me estás llamando loca? —cuestiono muy ofendida.

—No. Loca no. Agobiada, estresada, eso sí.

—¿Así? Respóndeme esto, ¿cómo un niño pequeño podría usar un modulador de voz?

—Hay aplicaciones o programas muy sencillos, cariño —me contesta.

—Claro pero ¿por qué lo usaría? Si es una simple trastada o broma no creo que le importara usar su voz real. Es demasiado rebuscado para ser obra de un niño, y lo sabes.

—Déjalo, ¿vale? No le des más vueltas. Ha sido una broma y ya está —concluye mi madre.

—¿Quién te ha dicho que ha sido aquel niño?

—Mmm, pues Jorge me ha llamado y me lo ha contado. ¿Por qué?

—¿Jorge?

—Sí. Le he pedido que vaya a la comisaría por mí y que preguntase si habían novedades.

—Está bien.

Enséñame a quererteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora