8. Muerte

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     Todos tenían la orden de mirar al frente. Anthony inhaló tanto como pudo, recordándose a sí mismo que debía respirar. Se fijó en sus compañeros; estaban clavados en sus posiciones como estacas. Inamovibles, inexpresivos, cualquiera hubiera pensado que se trataba de una barca de simples pedazos de carne destazados y no una flotilla de soldados, esperando, tal vez, a que al fin terminara su desgracia.
     Cansados, mal alimentados y sin dormir, la nación estaba sobre sus hombros, perforándoles hasta el último pedazo de dignidad que tuvieran dentro. Nada les pertenecía ya.

     Anthony tragó saliva. La sintió fría y caliente. Era el claro indicio del vómito.
     No soportó más y sacó la cabeza por la barca, vomitando los insípidos frijoles junto con el pedazo de pan que había merendado. El agua del mar se lo llevó todo. Los otros soldados ni se inmutaron. Eso no era importante.

     Anthony volvió a acomodarse. Miró al cielo.
     Gris, extenso, tan lejano de la tierra. Si Dios existía, la cortina de nubes oscuras encima de él eran el claro indicio de que ni siquiera el ser supremo quería presenciar lo que se avecinaba.

     Cayó uno de sus compañeros, empujando a los otros. Una gotita de sangre aterrizó en su cara. Lo vio yaciente, muerto sobre las piernas de otros. Se pusieron en guardia. Habían disparado desde un punto ciego. Le perforaron la cabeza.
     Anthony tomó su rifle se agachó. Otro disparo logró traspasar la barca, hiriendo a uno de los soldados. El hombre gritó de dolor. Estaban acercándose a tierra firme.

     No había vuelta atrás. Anthony se aferró al arma, cerró los ojos, y en cuanto sintió la pequeña barca encallando, la abandonó de un salto. Un explosivo reventó a su lado, lanzándolo por el aire. Otro soldado caído, partido a la mitad. No tenía palabras. Tomó la cadena que llevaba en el cuello y se la guardó rápidamente en uno de los bolsillos, maldiciendo. El corazón se le embotaba en los oídos.

     Se arrastró por la arena. Cargó el rifle y lo apuntó hacia la frente de uno de los enemigos. Relajó la respiración. Debía ser preciso.
     Disparó. El hombre se desplomó al suelo. Volvió a levantarse y corrió hacia donde estaban los demás.

     La voz del comandante era amortiguada entre todas las detonaciones en el aire. Otra bomba explotó, haciéndole perder la escucha. Se tambaleó.

     Tuvo que tumbarse una segunda vez a la arena, arrastrándose por entre los cuerpos cercenados de sus compañeros y enemigos. Tenía que llegar a las trincheras lo antes posible. Los otros soldados se habían adelantado al ataque. Sentía el corazón en la garganta. Los músculos se le contraían, pensando en todo lo que faltaba para que el martirio terminase. Una bala le pasó por la oreja, cortándosela. Gimió de dolor. Apuntó el arma detrás de un cuerpo y disparó. No supo quién le había dañado, pero cumplió con vengarse.
     La única cosa que daba vueltas en su cabeza era lograr sobrevivir. Pensó en su familia. Debía salir del infierno de una u otra forma.

     Se levantó de nuevo y corrió. Esquivó un montón de disparos. Los soldados caían como muñecos. Anthony sentía a la muerte respirarle detrás de la herida, y le huía, aferrando las botas al suelo. Cada paso más profundo sobre el suelo, haciendo raíces con la realidad. No había tiempo para lamentarse por los muertos, pues los hombres, en guerra, significaban números solamente. Eran una cifra común.
     No quería terminar en una fosa. La mayoría comían y pensaban en que debían mantenerse lo más completos posibles; así los reconocerían más rápido.

     Anthony logró llegar a las trincheras enemigas. Su equipo logró invadir a los otros obligándolos a retirarse tan rápido como podían. Las rodillas se le doblaron. Se le metió la tierra en la nariz, los ojos y la boca. Sabía a metal. Estaba mezclada con la sangre de alguien.
     —¡Rápido! ¡Rápido! ¡Las malditas municiones se acaban!

     Reconoció la voz del sargento frente a él. Estaba aturdido. Todo se escuchaba como si hubiese estado dentro de una botella. Un compañero le tomó de los hombros y lo sacudió.
     —¡Respira! —le gritó, mirándolo a los ojos.—. ¡No seas un marica y respira!

     Anthony infló el pecho. Todo pasaba demasiado rápido. Hubo otra explosión, casi al frente de ellos. Los soldados tenían los rostros llenos de sangre y sudor, corriendo alrededor del pasillo de la trinchera. Según la estrategia del sargento, se lanzaban en batalla.
     Se frotó la cara.
     —Hu...

     —¡Te necesitan allá arriba! ¡Anda!

     Anthony dejó la espalda contra la base de tierra de la trinchera. Se tumbó de panza y apuntó. Cargó el rifle y disparó matando a otros tres soldados. Los ojos le vibraban.
     Más compañeros se le acercaron. Parecían sardinas.
     Lanzaron una granada a su trinchera. No se dio cuenta hasta que estaba suspendido en el aire. Se tomó de la cabeza. La tierra le caía encima por kilos. El sargento volvía a gritar. Era un maldito caos.

     —¡Avancen! ¡No podemos quedarnos aquí más tiempo!

     Anthony trató de zafarse. Enterró las uñas en la tierra y con un grave gruñido sacó su rifle. Un soldado se detuvo delante de él, mirándolo de forma despectiva. Lo reconoció. Fue la primera cara que pudo hacer eco en su consciencia: el cabo Al.
     Pasó de él sin brindarle apoyo. Anthony se arrastró, gritando. El sargento fue a él y lo tomó de la chaqueta.

     —¡Arriba, arriba! ¡Quiero que se muevan! ¡Adelante!

     —¡Muevan las piernas, mariquitas!

     Los soldados enemigos se retiraban poco a poco. Tres caballos corrieron hacia los pastizales.
     —¡Son mensajeros! —gritó otro soldado.

     El cabo Al avanzó a paso seguro por entre el campo de guerra. Disparó un par de balas más y logró herir a uno de los caballos.
     —No llegará muy lejos con una pata coja.

     Los enemigos huyeron también. Al alzó su rifle, en señal de victoria. Los soldados pudieron al fin respirar. Anthony corrió para lograr unírseles en la celebración, más dio un paso en falso y cayó en un agujero. Era una trampa de arena. Apenas logró gritar. El cabo Al llegó hasta donde él, cavando con el mástil del rifle. Algunos otros le ayudaron.
     Anthony volvió a ver la luz. Apenas sacó la cabeza del agujero, comenzó a toser.
     Al le empujó con el pie.
     —Tienes suerte de estar vivo. Aunque, me parece que perteneces al suelo. Ahí... Quieto.

     Anthony, furioso, le tomó de la bota y se la jaló.
     —¡Idiota! ¡Debiste ayudarme!

     —No te defendiste. ¿Vas a orinarte encima?

     —¡Lo preferiría mil veces a tener que verte la cara de nuevo! ¡No es la primera vez que lo haces!

     Alastor sonrió, mirándole la herida en la oreja.
     —Estás sangrando.

     Anthony se cubrió la oreja con una mano.
     —Ahhh... —se quejó—. Maldita sea.

     —Levántate.

     Anthony le apuntó con su rifle.
     —Repite eso.

     Alastor parecía divertido. Le imitó, mirando hacia el comandante.
     —Dije que te levantes... ¿No me escuchas?

     El comandante negó con la cabeza.
     —Al, deja de molestar al novato. ¡Y todos ustedes, con cuidado! ¡Esto puede estar lleno de trampas y explosivos! No quiero ver a nadie pasando el tiempo de su vida. ¡Estas no son vacaciones!

     Anthony se puso de pie. Se sacudió el uniforme, mirando de reojo a Al.
     Lo odiaba tanto. Quiso romperle el cuello de un golpe con el mástil, pero se limitó a mirarle la nuca. Se acercó poco a poco hacia su espalda, y de una, le hizo una llave. No lo dejaba respirar. Por suerte, era más alto.
     —¡No te burles de mí, maldito!

     Alastor gruñó, sacando una navaja. Se la enterró en el brazo. El comandante corrió hacia ambos y los separó, apuntándoles con un arma. La locura era contagiosa. 

...

No tenía ánimos de escribir hoy, pero al menos, cumplí.

Angstober: RadioDust  [Hazbin Hotel]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora