Angstober: RadioDust [Hazbin Hotel]

16. Sufrimiento

Parte 1/2

Nota: Este capítulo contiene temas un poco delicados, como el trabajo infantil, sadismo, castigo físico, obsesión y otros.

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     El color de la piel humana es muy difícil de conseguir. Al momento de dibujar el bosquejo, no pienso mucho en la técnica ni en lo que consiste una figura geométrica. Baso mi retrato en la experiencia, la sutileza del lápiz, la sensibilidad de la luz y la dureza de las sombras. No me gusta borrar. Difumino, pero es una preferencia personal. Detesto dibujar con luz amarilla, prefiero la luz clara del sol. Suaviza las sombras, y permite que los colores tomen una tonalidad mucho más viva. Eso solo lo pienso una vez que estoy pintando. Los matices son importantes. Hay que tener mucho cuidado con la cantidad de blanco a utilizar.
     Detesto el color blanco. Es otra preferencia personal.

     Dibujé desde chico. Con carboncillo y un trozo de papel de la carnicería en la que mamá trabajaba. El carbón lo robaba de la fábrica; era de pésima calidad pero servía para algo más que prenderle fuego. Vivíamos cerca del bayou. Solo éramos yo y mi madre. De mi padre jamás supe mucho, y poco me importó. Lo único que había en casa de él eran un retrato y un viejo sombrero que me ponía para jugar con los otros niños.

     Era difícil hacer amigos viviendo tan lejos de la civilización. Mamá hizo lo que pudo para criarme ella sola. Pasaba por mí a la escuela todas las tardes y me preguntaba qué había aprendido. Le mostraba mis dibujos, y llena de emoción, me entregaba más piezas del papel amarillo para envolver carne para dibujar. La sala estaba repleta de dibujos míos. Algunos enmarcados, otros pegados por las paredes... Era la galería de mamá.

     Fui muy apegado a ella. Me cantaba muchas canciones, y cocinaba delicioso. Se empeñó muchísimo en enseñarme cómo cocinar perfectamente los camarones. Si me concentro lo suficiente, puedo saborear todavía la textura lechosa de la mantequilla, la ternura de las salchichas especiales, y cómo se derretía el puré de papas en la boca. Aprendí a cocinarme tan pronto como aprendí a escribir. Filetear, freír, sofreír, sazonar y mantener la textura de los ingredientes fiel a las recetas. Fue la comida la que me permitió descubrir muchísimos más colores.
     Mamá me obsequió un juego de acuarelas cuando cumplí doce años con la condición de que, algún día, nos retratara a ambos.

     Lo hice. Cumplí con la promesa.
     Me llevó más de tres semanas hacerlo. Practicaba la tonalidad de los colores con tal de no equivocarme. Apenas si comía... Apenas si pude ver a mi madre durante todo ese tiempo. Estaba más concentrado en capturar su esencia que en ponerle atención.

     Bueno, es que mamá murió dos días antes de que terminara el retrato. Lo tomé como un mal presagio. Justo cuando su rostro era lo único que faltaba por detallar, mamá desapareció de mi vida. No volví a tocar el retrato, y por muchísimo tiempo dejé de dibujar. Tuve la suerte de que un par de amigos y colegas de mi madre me ayudaran a sepultarla. Los gastos funerarios fueron cubiertos por el dueño de la carnicería. Me ofreció trabajo por un tiempo, hasta que las autoridades se hicieron cargo de mí. En el año de 1915 fui trasladado al orfanatorio de St. Mary's Scholar Finch. Lejos del bayou, mi pequeña casa del pantano se convirtió en una enorme edificación pintada por fuera y por dentro del más puro color blanco. No había nada qué escudriñar, ni un detalle de tapiz. No había grietas, ni cambios en la luz. Era terrible. Fue una pesadilla. No podía distraerme con nada. Solo estábamos el color blanco y yo. Mis pensamientos más retorcidos y yo. El recuerdo de mi madre, mi triste madre, muriendo sola, lejos de mí, a manos de un hombre y yo. Un simple niño y yo. Tenía un horario para dormir, tomar un baño, comer, beber, jugar y conversar con otros. Las monjas eran muy duras con nosotros. Las malditas clases de religión me dejaron las manos llenas de cicatrices. No podía escribir debido a la tensión de mis extremidades. Por ende, tampoco podría dibujar.