XVI.- Tres años

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Madrid, 3 de marzo de 2020

Me encontraba en casa después de regresar de la pretemporada en Cataluña. Habíamos tenido unos días intensos en el circuito, probando el nuevo auto y ajustando detalles para la temporada. Sin embargo, algo no se sentía bien. Al principio, pensé que solo era el cansancio acumulado de los entrenamientos, pero al llegar a casa, los síntomas se hicieron más evidentes. Me sentía agotada, con la garganta irritada, y una leve tos comenzó a aparecer.

Mi madre conocía mi historial de salud. Hace ocho años, en 2012, sufrí una embolia pulmonar que me dejó al borde de la vida y la muerte. Aquella experiencia había dejado cicatrices tanto físicas como emocionales, y siempre estábamos alerta ante cualquier señal de que algo no andaba bien. No podía ignorar esos síntomas.

—Mamá, no me siento bien —le dije, mi voz temblorosa debido a la fiebre que comenzaba a subir—. Creo que necesito descansar.

Mi madre, siempre pendiente de mi bienestar, me miró con preocupación y me tomó la temperatura. Los números del termómetro confirmaron mis temores: tenía fiebre. Además, la tos persistía y mi garganta seguía irritada.

—Tienes fiebre, Ericka. ¿Has estado en contacto con alguien enfermo? —preguntó, alarmada.

Pensé por un momento. Durante la pretemporada había estado en contacto cercano con mi equipo y otros competidores. Aunque no sabía si alguno de ellos estaba enfermo, era posible.

—No lo sé, mamá. En el circuito estamos rodeados de gente y no todos siguen las medidas de seguridad. Pero yo usaba mascarilla y me lavaba las manos constantemente —le aseguré.

—Será mejor que te quedes en tu habitación —dijo ella—. Para prevenir.

Asentí y me levanté del sofá para dirigirme a mi cuarto.

—Le diré a María que te prepare algo —comentó mientras salía de la sala.

Me recosté en la cama, con la mente llena de inquietud. Recordé aquel episodio de la embolia pulmonar y supe que debía mantener la calma y tomar las precauciones necesarias.

Poco después, María entró con una bandeja que contenía una taza de té caliente y un termómetro. Me miró preocupada y me entregó la bandeja.

—La señora me pidió que te trajera esto —dijo María amablemente—. Bebe el té y descansa. Si necesitas algo más, avísame.

—Gracias —respondí sonriendo—. Asegúrate de darte un baño cuando salgas, para prevenir.

—No te preocupes, tu madre está haciendo que desinfectemos toda la casa.

—Ah, ya se volvió un tema, ¿eh?

—Es por la seguridad de todos —dijo antes de marcharse.

El aroma del té llenó la habitación mientras María se retiraba. Agradecí su cuidado y el de mi madre. Aunque debía mantenerme tranquila y seguir las pautas de seguridad, la inquietud seguía rondando mis pensamientos. Tomé el termómetro y medí nuevamente mi temperatura. Los números no habían cambiado, la fiebre seguía siendo evidente. Bebí el té lentamente, sintiendo el calor reconfortante en mi garganta. No era una cura, pero al menos me proporcionaba algo de alivio.

 No era una cura, pero al menos me proporcionaba algo de alivio

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