La Hija de Erick

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Cabo Francés, Muelle de Saint Louis

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Cabo Francés, Muelle de Saint Louis. 30 de septiembre de 1789.

Luego del sonido, ocasionado por el látigo, al golpear contra una superficie corpórea, hubo un pequeño espacio de silencio. Unos segundos apenas. Debido a las circunstancias, aquellas unidades de tiempo se expandieron hasta llegar a una cifra cercana al infinito. Antoine al fin pudo reunir la fuerza de voluntad necesaria para abrir los ojos. Nada le preparó para la escena que observaría a continuación. Un chico desgarbado, con un corte de cabello algo extraño, largo hasta los hombros, se había interpuesto entre el agresor y las mujeres. Había frenado el ataque con su antebrazo, donde el utensilio de flagelación se hallaba enrollado. No era la forma de utilizar el cabello que, de manera normal, un hombre lo haría. Además, su color era extraño. No sabía decir si era castaño, marrón o violeta. Sonreía. ¿Por qué diablos sonreía? Era una situación horrible. No era de risa. Aquello lo perturbó un poco: su sonrisa le pareció hermosa, atractiva. El labio superior sobresalía ligeramente, sus líneas eran suaves y delicadas. Era hermosa aquella boca sonriente. Rezumaba confianza, desdén, dominio de sí mismo. Tanto así que, Antoine dudó de su propia sexualidad. Su mente se rebeló contra aquello. Se molestó consigo mismo. ¿Por qué perdía tiempo en esos detalles? La seguridad de la señorita Adelaide era lo más importante. No las características andróginas de ese chico.

Las voces del agresor y la figura heroica desconocida, interrumpieron el cuestionamiento que hacía a su propia identidad de género. Con lo cual, pudo a empezar a comprender parte de lo que ocurría, salir de la parálisis y comportarse como se debía.

—¡Maldita sea, Áneka! ¡Quítate de en medio! ¡No es tu problema! —le gritó el hombretón, mientras trataba de recuperar el control de su látigo.

—¡Yo hago lo que quiero! ¡Perro! —le respondió ella.

Era la voz de una mujer. Antoine empezó a comprender su error y el porqué de su turbación. Era una chica. Algo flacucha, vestida como hombre, con pantalones y camisa ancha. Prenda holgada que, de manera parcial, encubría los signos inequívocos de su maternidad postergada. Se había erguido y ahora sí. Pudo observarla, con detalle, como lo que era: Una mujer, cabello corto, blanca a más no poder, pecho plano y de mirada desafiante. Era irónico: cuando pensaba que era un chico, el cabello le pareció largo, ahora que sabía que era una chica, el cabello le parecía corto. Hubiera sonreído, pero no era el momento.

Ella y el hombre, forcejearon por la posesión del látigo durante un rato. Antoine, una vez aclaradas sus dudas, decidió aprovechar la situación y acudir a auxiliar las damiselas en peligro. El agresor, al notarlo, sacó una pistola de su cinto y le apuntó.

—¡Quién demonios eres! —le gritó, agresivo.

Antoine se detuvo en seco. Dudó. ¿Qué debía hacer? Mientras él titubeaba, la delgada heroína actuó. Dueña y señora de la situación, sacando ventaja del descuido, le propinó una fuerte patada en la ingle. El tirano soltó flagelo y pistola. Cayó al piso, llevando sus manos a la zona afectada. La chica tomó la pistola. La colocó en su cinto.

Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora