Memorias en tierra roja

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Inanna y Amadi llegaron a Terrier Rouge cerca de las tres de la tarde

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Inanna y Amadi llegaron a Terrier Rouge cerca de las tres de la tarde. A pesar de estar cubierta con una capa negra, la larga exposición al sol, le había afectado. No había tiempo para perder, sin embargo, decidió hacer una pausa. Aunque no lo demostrara, aun sufría secuelas físicas por el envenenamiento. No en vano había recibido doble dosis de una toxina poderosa, como no había conocido en su vida. Para todos los Ishtari, el sol era un enemigo, ella no era la excepción. Y la debilidad remanente, le hacía más vulnerable de lo adecuado. Amadi, por su parte, no se quejaba, pero lucía síntomas de insolación. Ella lo notó. No era momento para hacerse los duros, los caballos también necesitaban descanso. Cuando entraron al pueblo, fue inevitable llamar la atención. Ella, una dama cubierta, de pies a cabeza, con un manto oscuro, y él, un gigantón casi desnudo. Arrastraron todas las miradas. Amén de ser extraños, no eran parte de esa comunidad, su apariencia inusual, contribuía en la idea. Eligieron alojarse en un pequeño y humilde hostal, que tenía caballerizas. Esencial para el descanso íntegro del componente animal de la expedición.
—Partiremos una vez el sol se haya ocultado. Estamos cerca de nuestro destino. Debemos dirigirnos hacia Ouanaminthe —le dijo a su compañero, amigo y acólito, señalando en dirección al este —¡ven acá! Déjame verte. Tienes la piel tostada, reseca y algunas quemaduras leves. Hidrátate y descansa un poco. Solicitaré comida, personal para que asista nuestras necesidades, que nos preparen un baño a cada uno.
El guerrero asintió, sin decir nada. Por regla general, siempre denegaba los mimos. Sin embargo, el baño era bienvenido. Eso, complació a su ama.
El propietario, un hombre blanco, con rasgos mestizos, se negó al principio delegar a alguien para la tarea de atender al corpulento acompañante. Lo confundía con un esclavo. Y dado que, al ser una empresa familiar, quienes le ayudaba eran su esposa y su joven hija. No le agradaba la idea, él mismo, era descendiente de esclavos libertos, cosa, por más extraña que parezca, le causaba aprensión. 6 Escudos de plata, fue cantidad suficiente para doblegar su reticencia. La señora, amable y servicial, se aprestó a preparar los platos que la Madame le solicitó. La joven, por su parte, no puso reparos, aceptó atender al gigantón con gusto. Lo miró con ojitos encendidos de interés. Cosa que notó su padre. Amadi, con su llamativa estatura y su atlético cuerpo, no era un espécimen que desagradara a las féminas. Todo lo contrario. Inanna notando la aquiescencia de la chica, cuando está, entró a preparar todo, les dejó a solas y fue al salón. Su pequeñín era algo tímido y arisco con las mujeres, un poco de compañía femenina no le vendría mal. Se sentó en una de las mesas. Aun cubierta con su capucha. Los presentes, la notaron, curiosos, cuchichearon entre ellos. Algunos se acercaron. Buscando congraciarse con la dama. A todos, los despachó con elegante silencio. Su mirada indiferente terminaba por agotar la confianza en los dotes de seducción o cualquiera fuese la inquietud de los solicitantes. No hubo soliloquio que se sostuviera por sí mismo. El misterio no se desveló, acrecentó su nivel. Aburrida, de tanta atención no requerida, subió a su habitación, cuando observó bajar a la chica. El rostro de la misma era serio y denotaba decepción. Inanna, con disimulo colocó unas monedas en la mano de la muchacha. Por las molestias. Se dio un baño, sin asistencia, no quería que nadie extraño le tocara. En sí, no se hallaba cansada, solo afectada por el sol. Un poco de sombra y agua para refrescarse, era suficiente. Luego de comer e hidratarse estaría como nueva. No pudo evitar sentir pesar por su querido compañero. Desde muy joven había permanecido con ella, era su amigo fiel. Que ella supiera, no había conocido mujer. Había hecho un voto de silencio y celibato por voluntad propia. No era algo que ella le impuso, todo lo contrario, hubiese querido que él, disfrutara de la compañía de una hembra. No importando lo fugaz que fuese la relación. Presentía que él, lo hacía por ella, así no lo admitiera y eso le causaba pesadumbre. Tampoco era que él demostrara un interés carnal en ella, esas no eran las razones para su castidad. El apego que le prodigaba era distinto. La respetaba a niveles muy altos. Muchas veces, huyendo, viajando, ocultándose, habían compartido lecho juntos, de manera circunstancial, y él, jamás de los jamases había hecho movimiento o insinuación alguna. Mucho menos su vista, se posó en ella con deseo o lujuria. En absoluto. Primero se arrancaba los ojos, Amadi, antes que ofender a su ama de esa forma. Su amor por ella era como el amor de ella por él. Familiar, bonito, blanco. Fueron amigos desde el principio y ese era el amor que le bastaba a ambos. El más puro, verdadero e incondicional.
Pensándolo, de esa forma, su castidad era un desperdicio. Las mujeres gustaban de él y él no les prodigaba interés. A través de los años, ella, vio damas, de todos los tonos de piel, edad y estatus social, fracasar en el intento de cautivarlo. Algunas, la culparon a ella, acusándola de no permitirle amar a otras mujeres. Y otras, impulsadas por celos u otras ideas enrevesadas, llevaron sus acciones a más. Siendo, ella, blanco de intrigas, atentados e intentos de agresión. Le ofrecieron, en más de una ocasión, sumas de dinero, propiedades, títulos mobiliarios y favores políticos inclusive, para que “prestara” o vendiera su esclavo. No hubo forma de hacerles entender que era su amigo, no un sirviente; era un compañero, un guardián. Ahora recordaba todo eso y le parecía gracioso. No era la responsable de esa decisión. Era su elección y solo él podría levantar el velo que corrió sobre sí mismo. Inanna, bajo los diferentes nombres y personalidades que adquiría, no podía hacer nada. Suponía que era más fácil echarle la culpa a un tercero, que admitir su incapacidad de seducirlo. Ella misma, había recibido miles de propuestas. Pretendientes, poderosos, inteligentes, guapos, pobres, altaneros, extravagantes. De todo tipo. Era tan arduo recordar a cuantos aceptó, como cuantos rechazó. Quizá, los primeros, eran menos que los segundos. Saberlo a ciencia cierta era imposible. El caso actual, Lucio, alias Odart Saboulin, alias Conde de Saint Germain. No se acordaba de él en absoluto, ni siquiera teniéndole al frente pudo hacerlo. El recuerdo se había extraviado en las profundidades de su mente. Él tuvo que rememorar lo ocurrido, lo cual le permitió algunas pistas. Era un hombrecito malcriado y descomedido, mira que hacer de un rechazo amoroso, una querella de dos mil años. Demanda sin sentido, motivada por fines muy egoístas. Un niño llorón, que adquirió años, pero no se hizo viejo. Un ego herido, al cual, poco le importó las vidas que sesgaba o puso en riesgo. ¿Cómo había sido posible aquello? Dos veces se había salvado de lo que debería haber sido su destino. El fin, la muerte, el descanso para su atormentada alma.
Considerar esos asuntos, le trajo la memoria de Teseo, El Hermoso. Quien, fue un hombre apasionado, inteligente, culto, el cual hacía honor a su nombre. Su sentido del humor, muy animado, siempre le brindó tranquilidad. Su sonrisa era suficiente para borrar cualquier angustia o cansancio. Era de segunda generación, había sido convertido por un antiguo acólito de ella. Sabacus, el babilonio. Era curioso, había olvidado casi por completo todos esos detalles, ahora los rememoraba, con cierta precisión. Lo atribuyó al baño, refrescado su cuerpo, la mente también mitigaba su vorágine cerebral. Aprovechó la lucidez para revivir esos momentos, cuando lo conoció. A Teseo. Residía, ella, en Adrianópolis, cerca del año 900, según cómputos romanos. Lo que llamaban ab urbe condita, la fundación de Roma. Él le buscaba, como muchos Ishtari de segunda y tercera generación, queriendo conocer el origen de la raza, la leyenda. Sabacus, su mentor, se había inmolado y le heredó esa inquietud. Algo que pasaba mucho, ya era tan típico que rayaba en lo ridículo. Ella le recibió, con las reservas del caso, pues no todos los segundos hijos traían consigo buen juicio, estabilidad mental o buenos deseos. Ya, para ese momento, había implantado un sistema de seguridad basado en el baile y una falsa diosa. Para evitar inconvenientes y mantenerse, en lo posible, al margen, hasta saber quién era el solicitante y que habitaba en su corazón.
Su séquito, en aquellos días, era muy grande. Compuesto, en su nivel interior, por mujeres, de manera exclusiva. Aunque no todas eran Ishtari. La comitiva, en su mayoría, estaba formada por doncellas, muy jóvenes, que tenían potencial para ser convertidas. Y otras, eran solo seguidoras. Las novicias, asistían al templo de manera periódica o cuando eran convocadas, mientras que las iniciadas, eran residentes, permanentes en el recinto. En un nivel exterior, de la organización, se encontraba los dos únicos hombres, Ishtari, ambos, quienes cumplían funciones de guardias y ejecutores de los mandatos. La casa-templo servía como centro de culto para la diosa Hécate, entidad, en teoría, personificada por ella. En la práctica, Meade, su amiga y protectora, fungía, ante el mundo exterior como sacerdotisa y en presentaciones especiales, como la que estaba recordando, asumía la identidad de Hécate. Ariadna, como era que se le conocía por aquel entonces, asumía su verdadero rol en la intimidad del templo. La verdad sobre quien era y que era, solo la conocían las chicas del entorno interior. No más de siete u ocho personas por vez. Para las demás personas, era un misterio. Un velo cubría el rostro de la falsa diosa, mientras, ella se mezclaba entre las iniciadas. En el caso de los varones, el culto a Hécate, se manejaba a través de edículos y templetes, de una forma muy discreta y eficaz. Todo el entramado, de hacerse pasar por una diosa y recibir culto, pudiera tomarse como una vanidad, sin embargo, no lo era. Eso le permitía vivir mucho tiempo en un solo sitio, establecer medidas de seguridad y recaudar dinero. El misterio, en sí mismo, le proporcionaba protección, además de facilitar el cambio de identidades. La atención se diluía entre la sacerdotisa y la supuesta diosa, que al final, era una misma persona, y si no, las ceremonias y fiestas se encargaban del resto.
Ariadna, junto a las 30 chicas del séquito, representó la danza ceremonial de recibimiento, en el salón principal. Un recinto rectangular, techo y piso fabricados de madera. En lo alto de una pequeña colina. Era lo bastante amplio para dar cabida a muchas personas. Cómodo, práctico, sencillo de mantener, conservando a la vez esa imagen austera de la cohorte, tan necesaria para disuadir a ladrones, saqueadores, los intereses políticos, inclusive a posibles invasores extranjeros. Si no hay nada de valor, para que molestarse en profanar un templo.
El mismo, estaba rodeado por un jardín, bien cuidado, ubicado en un subnivel de unos 60 centímetros iniciales, los cuales se reducían de manera progresiva en la suave pendiente. Allí permanecían los visitantes, antes de ser aceptados. Arrodillados, sentados, de cuclillas, mantenerse parado, era considerado una afrenta.   
Vestida con un quitón dórico, color vino tinto, que dejaba al descubierto sus potentes muslos y una parte del costado, Inanna, bajo el nombre de Ariadna, asistió a su puesto, según lo ya establecido en diferentes presentaciones y prácticas. Como prenda interior, usaba una túnica blanca, la cual le cubría las piernas un poco más arriba de las rodillas. El atuendo era muy llamativo, no en vano, el culto de Hécate tenía mucho que ver con la fertilidad. Eso le hacía sentir muy bien, poderosa en su sensualidad, pero cubierta, lo suficiente, para no ser indigna. Las demás vestían de forma semejante, estolas y peplos rojos, con túnicas blancas. Al ritmo de la pandereta, los címbalos, flautas y las sonajas, iniciaron la representación. Separadas en dos filas, una al lado de la otra, crearon una especie de pasillo, que conducía directamente al baldaquín, donde se encontraba el señuelo. El hecho de no haber una bailarina principal, le permitía mezclarse entre las novicias y actuar con libertad. La danza era sencilla, pero llena de simbolismos. Cada una sostenía una vela, en un pequeño recipiente de vidrio, más semejante a un bol que a una lámpara. Con movimientos delicados elevaron la luz, realizando contornos circulares, ofreciendo su tenue brillo, como ofrenda a sublimes deidades invisibles. El trazado era solemne y marcado, dirigido al ventrículo materno. Paseo que circundaba el cuerpo femenino como si fuera un orbe sagrado. La seriedad de aquellos rostros, de manera muy real, representaban la magnificencia de los dioses del olimpo. Ambos grupos entrelazaban luces, intercambiando roles, como si la maternidad pudiese ser transportada por medios alegóricos, energía simbiótica. La biología al servicio de los deseos divinos o viceversa. La divinidad acrecentando y propiciando la vida. Ellos, dueños de la muerte y la inmortalidad. Simbolismo y hermosura para representar unos dioses que no existían más que en la mente y corazones, del pueblo llano, de filósofos y héroes. Dejaron de lado las velas, formando una punta triangular, los brazos, en actitud protectora, abrazaban la vida, tomándola del suelo, como quien cosecha la tierra. Los vientres de nuevo fungieron de receptáculo para sus manos, allí, estaba el origen de la humanidad y su perpetuación. Plasmando un círculo se pusieron en movimiento, cada una mirando a la otra y, en un determinado momento, formaron una sola fila, uniendo sus manos, la primera entrelazaba los dedos con la tercera, la segunda con la cuarta y así, en forma sucesiva. Un tejido de brazos, cintas y colores. Con pequeños y elegantes saltos recorrieron un lado a otro del plató. Como un gran gusano bicolor. Se reunieron en el centro, formando una cúpula, 15 de ellas hacían de piel y otras tantas en su interior, de pulpa, entre las cuales estaba ella. Emergieron poco a poco, rompiendo la crisálida, ataviadas con mantos de colores vivos. La metamorfosis, había brindado su fruto, dado que el cambio es parte de la vida misma. Simbolizando la conversión.
Rompieron formación, de manera abrupta, en un caos planificado, tomando arco y flecha algunas, otras sirviendo de carnada. Simularon un acto de caza, mostrando habilidad, puntería y coordinación. Inanna, como la mejor de ellas, con sutileza se acercó al caballero y sus dos acompañantes. Recordando esas escenas, cayó en cuenta que uno de ellos, era Lucio, alias Odart. ¿Por qué no le prestó atención? La respuesta: porque todo su interés se fijó en Teseo. Él estaba cautivado, sus ojos estaban centrados en ella. Un universo de estrellas brillaba en esas pupilas negras. Y el universo era ella, nadie más. Para él habían desaparecido las otras personas. En ese cosmos solo existía aquella joven novicia, engalanada de blanco, vino tinto y cintas de colores. Su cabello, sus formas y mirada. Qué no decir su destreza para la danza, la expresividad y elegancia de las maniobras. Era un juego, donde él había perdido el horizonte. Olvidó la razón que le había conducido hasta allí. Ella sintió el corazón de Teseo, podía verlo a través de la tela, de la piel, de sus huesos. Sangre de un Ishtari, hirviendo de deseo, de pensamientos tan hermosos como pecaminosos. Sondeó su mente, la prudencia se lo exigía. Penetró en él, percibiendo un amor desmesurado, arrebatado y explosivo.
Se suponía que el baile era algo lento, ceremonial, donde se enfocaba el acto de la abundancia, la agricultura, la caza; con alguno que otro crescendo. Ella le extendió la mano, haciendo que subiera. Rompiendo la dinámica del acto. Sus miradas quedaron convertidas en un lazo indisoluble. Era ella para él y él para ella. ¿Qué hicieron las demás chicas? No lo recordaba, no prestó atención, tampoco era que importara. En el espacio cósmico, dónde ambos se encontraban, solo podían entrar ellos. Quizás ellos mismos no lo entendían, quizá el entendimiento estaba de más. Un todo, un ente, un remolino, no había un tú, sin un yo. Ella percibía su propio perfume a través de él, era tan hermosa la forma en que Teseo la apreciaba. Imposible no brillar de emoción, saltar en el vórtice del amor. No fue amor a primera vista, eran las sensaciones, sentidos, más allá de lo visual, quienes brindaban la apertura. Fue tan contagiosa la energía que emanaban el uno al otro, las ejecutantes cambiaron ritmo y la melodía de la canción. Ya no era música ceremonial, acompasada, cuidada y comedida. Se desató un vendaval de notas, dónde las escalas, sometidas al cadencioso tempo que marcaban aquellos cuerpos, tejieron lo arabesco y oriental. Ariadna, dejó de ser Ariadna, renegó de la personificación de Hécate o de una novicia, retomando los lienzos de Inanna. Los velos corrieron despavoridos ante su impulso. No hubo fuerza de la naturaleza que no estuviese presente en ese escenario.
Le gustó mucho que él, sin saber quién era y a pesar de estar mezclada con las bailarinas, había quedado prendado de ella. No por ser Inanna, Hécate, Ishtar, la personificación de una diosa o la primera de la raza oculta. Solo por ser ella misma, la chica sin nombre, descalza, vestida igual que las otras, sin más distintivos que la sonrisa y sus pasos. Pudiera haber sido efecto de la consanguineidad y la naturaleza alegre del temperamento de Teseo. ¿Quién puede saberlo? Lo cierto fue que, sintió apego inmediato por aquel magnífico muchacho. Pues, aunque tuviera algunos siglos de edad, a su lado, él era solo un chico. Ella se veía más joven que él. Teseo aparentaba unos treinta años y ella, veinticinco a lo mucho.
Quebró el esquema, el acto se vio interrumpido. Un hombre estaba en el escenario. Meade, en su papel de Hécate, detuvo el acto, ambos fueron convocados a su presencia. Hubo un remedo de censura y fueron conducidos a la parte interna del templo. A un cuarto vacío. Para recibir el supuesto castigo. Una vez a solas, a puertas cerradas, ella le tomó de los cabellos, haciendo que bajara la cabeza. Él no opuso resistencia, todo lo contrario, se dejó llevar por la suave corriente de aquel manantial que fluía apacible antes sus ojos.
—Dime tu nombre. Caballero rampante.
—Teseo de Mileto.
—Alias “El Hermoso”.
—Así me dicen algunos.
—Así te digo yo.
Él sonrió. Inanna, recordó lo turbadora que era esa sonrisa. Apenas si pudo rechazar el beso que, él, impulsivo, quiso estampar en su boca. “No puedes besar a una doncella sin saber su nombre” le dijo. Antes que él pudiera alzar una protesta, le contestó, colocando su frente contra la de él. Entre pensamientos comunicó quién era. “Soy Ariadna, dueña de mil nombres, Inanna para los acadios, Ishtar para los asirios, Hécate de Tracia y otros confines. Soy aquella quien viniste a buscar. La primera, la última. Quien camina de noche y danza en el día. Mis secretos, son tan profundos que me son desconocidos. Siénteme y dime si percibes una mentira cuando te digo que en tu volcán yo soy la lava y en el campo tu flor más hermosa”. Acto seguido, sin tocar sus labios ni emprender una lucha de lenguas, le besó con el alma. Amoldando su espíritu con él, poseyéndolo de la forma más absoluta, como nunca antes lo había hecho y nunca más lo hizo. No se trató de su único amor, pero si el único con el cual pudo ser ella misma, sin contenerse ni fingir ser otra persona.
Era Teseo un toro, un minotauro de rostro afable. Fuerte, de barba recia, negra y brillante, como una piedra obsidiana. Era, apenas, más alto que ella, sin embargo, no por eso dejaba de ser un hombre imponente. Llevado por la pasión quiso levantarla, en un acto puro de galanteo. Ella no lo permitió. Se divirtió jugando con su confianza en la fuerza. Le encantó ver la estupefacción en su cara, como aquel hombre fornido, luchaba para dominarla. Reía, nervioso, sin comprender lo que pasaba. Duplicó el esfuerzo, sin conseguir moverla. A ella, le bastó una maniobra para lanzarlo al suelo, era necesario, pues de continuar pudiera salir lastimado. Él aun en el suelo, con aquella criatura excelsa encima, continuó batallando. Ella le abrió los brazos, extendiendo por completo las extremidades antes nombradas. Los músculos, tensados al máximo, sudaban, formando pequeñas y brillantes perlas. Inanna le cubrió el rostro con su cabello. Acariciándolo con aquellas extensiones capilares. Sabía aprovechar todos los medios sensitivos del cuerpo. Con un movimiento, bien cuidado, echó la cabeza hacia atrás. La abundante y larga cabellera, describió una parábola y residió en su espalda. Compartiendo sonrisas, miradas y expresiones, de frente.
La incredulidad de Teseo, ante su indefensión era mayúscula. Al fin se rindió. Relajó sus miembros. Cesó la lucha. Ella le recompensó con un beso largo y continuado. La unión no terminó allí. Cuerpo, alma y espíritu. Le mordió el cuello con fuerza, succionó su vital liquido, hasta dejarlo al borde del fallecimiento. Él estaba asustado, pero también estimulado. Esperó. Ella le ofreció su muñeca, para que recuperara la vida perdida. Sellando así una boda íntima, inusual, donde la sangre era alianza, sacerdote y ley. Todo lo contrario, a lo que pudiera pensarse, hicieron el amor, de una forma pausada, lenta. Magnifica forma de disfrutar la eternidad en un instante fugaz. 
Animada, a partir de ese momento, vivió una vida más pública. Dejó de camuflarse entre las novicias. Asumió la personificación de Hécate y Meade, su rol de sacerdotisa. Teseo, se instaló, en la ciudad. Junto a sus discípulos. Organizaron más presentaciones, realizando pequeños viajes en los alrededores. ¿Cuánto tiempo duró aquella felicidad? Unos pocos años. En realidad, no recordaba el total. Le resultaba absurdo que hubiese olvidado esos detalles. La vastedad de su mente y los recuerdos le jugaban una mala pasada. Lo último que supo de él: había partido a uno de esos torneos de lucha, en la ciudad costera de Mesambria, que tanto disfrutaba. Era bueno en ello. Fue con sus discípulos. Ellos cuidarían de él. Eso pensó ella. Sin embargo, no regresó. En su lugar, llegó la noticia de su muerte. Eso, le consternó mucho. Reclamó venganza y esta le fue arrebatada. Envió a los dos guardias, a buscar al transgresor. Ellos, le anunciaron que el discípulo traidor había sido muerto. En un intento de fuga, había caído por un acantilado. Por precaución, al otro discípulo, quizá era inocente, quizá cómplice, lo puñalearon, antes de lanzarlo, en el mismo precipicio. Ella lo vio en sus pensamientos, eso le convenció de su muerte. Sin embargo, ofuscada por el dolor y, ante lo que tomó como desobediencia, decapitó a los dos guardias.
Sintiendo que había perdido el control, abandonó el templo, dejando a Meade encargada del mismo. Se fue sola, sin la compañía de ningún Ishtari, a reencontrarse con Nannar, quien estaba lejos, en una de sus habituales exploraciones y viajes. Para esa época, aun se encontraba fuerte de salud, era muy capaz de defenderse solo, gustaba de dar “largos paseos”. Así llamaba a sus excursiones que duraban años y hasta décadas.
Ahora que lo pensaba, fue la primera vez que eligió desaparecer, renunciando a una vida pública. El culto a Hécate, ante su ausencia, fue mermando hasta quedar en el olvido. La ciudad cambió de dueño, cambió de nombre. Entre romanos, bizantinos y turcos, Adrianópolis fue pagana, ortodoxa, cristiana y musulmana. La huida fue tomada de muy mala manera, Meade, según supo mucho tiempo después, resultó muerta. Le declararon impostora, fue traicionada, entregada y quemada como bruja. Lo lamentaba, pero no se sentía culpable por ello.
Suspiró. Pensar en Teseo, era recordar el amor y recordar el amor era pensar en Alexandre. Última persona que había ganado su corazón. No fue cosa de un día, ni amor a primera vista. Sí había un don, que le beneficiaba tanto como le desprotegía, era su poder mental. Leer la mente le daba ventajas, pero cuando se trataba de asuntos del amor, era todo lo contrario. Si algún hombre se acercaba a ella con intereses amorosos era inevitable que ella sondeara sus pensamientos. Trataba de no hacerlo. Y lo lograba, por ciertos momentos. Hasta que, en algún descuido, lo hacía y entonces el pretendiente dejaba de ser interesante y ella terminaba por aburrirse o pasar de él, por alguna perversidad alojada en su corazón. De esa manera, desfilaron debajo del puente de la vergüenza, rechazados, muchos hombres. A veces los aceptaba así, con todas sus mentiras y defectos; pronto se cansaba de ellos. Así como el conocimiento da poder y ata, a Inanna, el poder le daba conocimiento y con él: desapego.
De esa manera, en un inicio, recién llegada a Saint Domingue, poca atención le prestó al joven hacendado que le prodigaba interés y declaraba sus intenciones con libertad. Ella evitó, todo lo que pudo, sondear sus pensamientos. Él era posible socio comercial, alguien que podría asegurarle un suministro regular de la planta que necesitaba Nannar para mantener su salud estable. Estaba destinado a ser eso y nada más. Sin querer o queriendo mucho, se convirtió en un buen compañero, alguien indispensable en su vida. Él, siempre procuraba estar presente, aun cuando no debía. En las buenas, en las malas, en los momentos donde la monotonía lo dominaba todo. Con su presencia, el gris de los días ya no era tan gris, traía color, alegría consigo. Era como un arcoíris, no importaba cuan fuerte fuese la tormenta o si solo era una llovizna pertinaz. Aparecía y el prisma de su personalidad brindaba un abanico de placidez, bienestar y alegría.
El apego es difícil de manejar para un Ishtari, y ella era la primera de la raza oculta. Los aspectos sociales a veces se tornaban confusos. Por un lado, rechazaba la humanidad, como conjunto, mientras por otro mostraba inclinación hacia la individualidad. Sin embargo, el individuo, en su mágica y a veces prodigiosa esencia, representaba una fuente dual y contradictoria de felicidad y dolor. Ella, lo decía mucho: “siempre te abandonan” “siempre se van” “siempre mueren”. Las personas se iban y la tristeza quedaba, junto a una inmensa sensación de soledad. La forma de irse era relativa y circunstancial. El contexto deja de ser particular cuando el resultado es el mismo. O al menos así debería ser. Tenía, en su alma, una enorme colección de cicatrices emocionales que, a pesar de curarse en apariencia y no recordar, muchas veces, cómo se había producido, siempre dolían, en el frío de la noche eterna.
Se había desviado, su mente funcionaba así, no podía detenerse mucho en una sola idea.
¿En qué pensaba?... Alexandre, sí, en Alexandre. Su oso de las montañas, cultivador de café, añil y azúcar.
De forma inevitable, algunos meses después de conocerlo, sondeó sus pensamientos y con ello supo de sus sentimientos. Eran reales. Aunque, siendo sincera consigo misma, no se enteró de su amor con esa acción, ella lo sabía. Lo que en realidad ocurrió, fue, el descubrimiento de sus propios sentimientos por él. Que también eran reales. Se resistió, por unos minutos. Engañarse a sí misma era una cosa que no hacía, por regla general. Ya admitido el sentimiento. Consultó con las personas más allegadas. Lidia, se opuso, recomendando no ceder al amor, pero a todos los demás, incluyendo a Amadi, les encantó la idea. Eso era, en extremo, inusual, su pequeño gigante no le agradaba ningún hombre que se acercara a ella, con intenciones amorosas. Muchos se espantaban con su presencia y declinaban sin haber recibido ningún tipo de presión o amenaza. Eso sí. Por respeto, él no intervenía, no opinaba, aceptaba la decisión, fuese de su agrado o no, que ella tomara con respecto a los pretendientes. Sin embargo, Alexandre le agradó desde el inicio y colocó su pulgar arriba, aprobando la relación. Aparte, el joven De Laborde, también le cayó simpático el guerrero kawari. Siendo él, un hombre alto, 1:85 de estatura, se maravillaba de conocer a alguien mucho más grande. Aquello era surreal. Y no es que ella necesitase de la aprobación de nadie para tomar tal o cual decisión. No era el caso. Estaba en búsqueda de una excusa externa, dado que ella misma, era incapaz de proporcionársela. Siguió meditando el asunto.
Razonó que, tener pareja, conllevaría más problemas que soluciones. Sobretodo siendo ella quien era. Debía pensar en Nannar. Las consecuencias del apego, lo obvio: él era mortal y ella casi inmortal. El tiempo que podría mantener la identidad de Adrienne Legrand. ¿Cómo haría para manejar sus necesidades de sangre? Se le ocurrieron un sinfín de excusas. Ninguna era válida, ella misma las rebatía, sin piedad. Entonces, como no pudo convencerse a sí misma, lo intentó con Alexandre. Puso muchos peros. Imponiéndole, cuando no, caprichos e imposibles. Él no llegó a superar todos los obstáculos que le colocó Inanna, su adorada Adrienne, sin embargo, no se rindió. Aceptó construir el santuario para ella, en la montaña. Acogió al heterogéneo séquito, sin hacer preguntas ni cuestionar su presencia o utilidad. Es más, le tenía franco aprecio a Amadi. Convino hacer de Nassoumi Leroy, la doncella personal de Inanna, la cocinera de la casa que estaba construyendo para ella. La Mansión Legrand, como regalo de bodas. Insistió, insistió y la perseverancia se vio recompensada. Recibió la oportunidad que había solicitado. A casi un año de conocerse, ella, accedió a un año de noviazgo. El resultado: 16 maravillosos años de matrimonio. Hasta que sobrevino el fatal desenlace.
Alexandre, fue un buen hombre, buen marido. No era el toro que fue Teseo, pero si poseía una elevada estatura, complexión atlética, al menos cuando joven. Luego adquirió peso, rollitos y papada. Recordó, con mucho amor, los momentos en que abrazaba aquella voluminosa y esponjosa panza. Era su osito adorable, peludo y calientito. Cuando hacía frío no había mejor frazada que sus brazos. No había almohada más cómoda que su barriga. En los últimos años estaba perdiendo cabello y eso le preocupaba, usaba sombrero todo el tiempo. Se apenaba, tratando de ocultar los espacios ausentes de pelo. Ella le aupó, animándolo, el amor pudo más que la vergüenza y él terminó por aceptar la acción del tiempo y la naturaleza. En esta ocasión, Inanna, no fue abandonada. Ella, terminó la feliz etapa, en un hecho imprevisto y lamentable. No podía estar molesta con él, por haberse ido. Hubo promesas que quedaron pendientes. Algunas, por si sola, resolvió cumplir. Otras, quedaron para la posteridad.
Abandonó los recuerdos y regresó a su actual realidad. El cuarto de baño, de la pequeña posada. Hundió la cabeza en la tina. El agua, estaba fresca y le producía una fuerte sensación de bienestar. Enfrió su cuerpo. Una delicia. Pensó que era una lástima no poder instalar una pileta en el lugar de su retiro. El frío lo hacía prohibitivo. Estaría siempre congelada o tendría que ingeniar alguna forma de mantenerla caliente. Era algo difícil. Lo pensaría mejor después. Le encantaba nadar. Procuraría, en el viaje, realizar visitas a playas y ríos, antes de recluirse en las montañas del Himalaya.
Resolvió renunciar a las culpas. Ser Adrienne Legrand, había sido hermoso, ahora necesitaba ser de nuevo Inanna. La primera y la última. Causa y fuente primordial de los Ishtari

Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora