Culminación del asedio

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A Antoine, como comandante improvisado de los hombres, encargados de la defensa, le tocó resolver la parte correspondiente a los suministros

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A Antoine, como comandante improvisado de los hombres, encargados de la defensa, le tocó resolver la parte correspondiente a los suministros. Ya la noche se hacía vieja. Mamá Leroy había dejado preparadas unas galletas, conservas de coco y pan, pero no el café. Colocó agua en el fuego. No sabía cuántas cucharadas eran por cantidad de agua. Echó cuatro, rezando que fuese suficiente. Salió un momento, mientras hervía el líquido. Dio las instrucciones pertinentes de cara a la defensa. El mesón lo hizo instalar paralelo al porche. Tenía doble propósito, uno, para que los hombres comieran, compartieran de forma más cómoda la guardia y segundo, la mesa era de madera de roble, gruesa, en caso extremo, serviría como barricada. Thomas y Travis, una vez la mesa estuvo en su lugar, iniciaron la preparación de pescados, los cuales estaban salando.
—¡Espero que sepan lo que están haciendo! —comentó uno de los hombres.
—Claro que sí. Mi mamá me enseñó como salar un pescado —respondió Thomas.
—Mamá Leroy ha sido madre de todos aquí —dijo otro.
—¡A mí me enseñó a hablar!
—¡A mí me enseñó a caminar!
—¡A mí me enseñó a limpiar el trasero! —exclamó un último de tantos que la matrona fungió como madre.
Hubo un estallido de risa. La burla no se hizo esperar.
—No mientas, aun no te sabes limpiar el trasero —le respondió Thomas.
Más risas.
—¡Ja! ¡Ja! Hasta de mí ha sido madre. En el poco tiempo que tengo aquí —comentó, riendo, Antoine.  
Cualquiera diría que estaban preparando una fiesta. Había alegría y tranquilidad. La calma, antes de la tormenta.
Antoine entró a la cocina de nuevo, coló el café. Lo probó, estaba fuerte, pero le faltaba algo. No consiguió el mabí. ¿Dónde le había dicho Mamá Leroy, que estaba? Ante la circunstancia, tuvo la idea de sustituirlo con ron, un toquecito de licor ayudaría a los hombres estar más alerta. Eso pensó.
Llevó una jarra a la tropa. Amadi, quien estaba allí, sin reír, comentar o realizar mueca alguna, rechazó el ofrecimiento. Empujó, con alguna delicadeza, el cuenco de regreso a la mano del joven. Además, no tomó nada, ni el pan, el pescado ni las galletas. El resto de los hombres aceptaron, gustosos. Acostumbrados al café que les preparaba Mamá Leroy, estaban muy contentos de recibirlo. Más si el servicio estaba proporcionado por un blanquito. Era inusual y placentero, ser servidos en vez de servir.
La alegría duró poco, el café tenía un sabor horrible. Sin embargo, nadie se quejó. Hicieron muecas, algunos lo bebieron de un solo sorbo, otros, con mal disimulo, volcaron los cuencos, derramando el contenido. Antoine ofendido por el rechazo, se sirvió una taza, colmada y bebió. ¡Cómo osaban a criticar su excelente labor en la cocina!
Perdió la dignidad al primer sorbo. El negro y humeante líquido que quemaba su garganta, poco o nada tenía en común con el café de Mamá Leroy. Con lágrimas en los ojos, escupió aquella pócima infernal. Hubo de admitir la certeza, de la opinión popular, acerca de sus habilidades en la cocina.
—Me quedó horrible. Con esto se podría revivir a un muerto —exclamó —¿cómo es que los llaman ustedes? Cuerpo sin alma, alma sin cuerpo.
—Zombi, massa, lo llamamos zombi —le contestó Thomas.
—¡Levanta zombi! ¡Levanta zombi! ¡Levanta zombi! —gritaron todos los presentes, a modo de burla, excepto Amadi, claro está.
El gigantón había salvado el sentido del gusto. Antoine riendo a carcajadas, le colocó una mano en el hombro. Éste, se levantó de improviso. Lo empujó con tanta fuerza que fue a caer a unos dos metros de donde se encontraban. Nadie se movió o hizo mueca alguna. Mudos, inermes y a la expectativa, pues temían y respetaban a Amadi, a un mismo nivel. Era un personaje al cual no había que hacer enojar. El joven capataz, aturdido, observó que la furia no era contra él. El guerrero africano, blandió una lanza, arrojándola con todas sus fuerzas hacia el cañaveral. La misma penetró, sin tocar caña alguna, en el sembradío. Se escuchó un golpe seco, una leve queja, algo había caído. Apreciaron pasos. Por cada brecha del cañaveral surgieron las oscuras figuras, de unas cosas que parecían hombres. Portaban en sus manos, porras, machetes, palos, tridentes y algunas antorchas. A pesar de tener los ojos abiertos se notaba que no miraban. Su mirada era vacía y triste.
Como activados por una orden silenciosa, avanzaron con lentitud hacia los estupefactos hombres de la tertulia. Paralizados, horrorizados, no daban crédito a lo que veían. Apenas unos momentos atrás, bromeaban sobre ello. Ahora el chiste era una macabra realidad, ante sus ojos. Amadi, arrojaba lanza tras lanza, derribando a uno, a dos, a tres, a todos los que pudo. Agotado su arsenal, desenvainó dos dagas hechas de hueso y se lanzó el mismo, como una tromba, a combatir aquel ejército de marcha taciturna. Una vez más, Antoine, escuchó la voz del gigantón. Más que una voz fue: un grito de guerra. Retumbó en las sierras de Dondon, en el cafetal, en los sembradíos de añil y cacao. Como arenga fue efectiva. Ninguno de ellos era un guerrero, eran labriegos, antiguos esclavos. Les tocaba serlo, de manera forzada. No se trataba de defender la propiedad del amo, sino del hogar y una forma de vida.
Antoine, apenas un chico, recién convertido de campesino a capataz, su piel era blanca, se sentía como uno más de ellos, gritó también. No pesaba sobre él, más esclavitud que la clase social, el amor y el deber. Y aun así era más pesada su carga. Ordenó dar vuelta al cañón, el enemigo estaba del otro lado. Buscaron las armas, machetes, mosquetes y cuchillos. Amadi, que era el único con experiencia en combate, peleaba con una habilidad inusitada. Aun así, eran tantos que lo sobrepasaron. Inspirados por su presencia, los hombres prestaron el apoyo que pudieron. Los cuerpos sin alma, no hacían sino marchar, lentamente, sin habilidad de lucha reales. Sus ataques eran descoordinados, pero eran cientos y cientos. La cantidad y su nulo temor a la muerte eran los factores a su favor. Antoine y los hermanos Leroy, dispararon los mosquetes. No fueron efectivos, después de la primera andanada, dos disparaban, dos cargaban. Dispararon una y otra vez, acertando uno que otro disparo y sin consecuencias importantes para la riada de enemigos. Desistieron, era hora de usar la culebrina. Cuidando de no hacer blanco en su campeón, Amadi, pues era quien en realidad estaba haciendo la lucha, casi por sí solo. Estaba envuelto en un frenesí de guerra y si lo llegasen a derribar por error sería contraproducente.
Los cañonazos hicieron mella en la riada. Cada disparo derribaba entre tres y cuatro de ellos. Amadi, lleno de emoción por el combate, se internó en el cañaveral, masacrando al núcleo del ataque. Mientras, parte de la horda llegó hasta el patio. Se cubrieron de sangre los machetes, los hombres recibieron y otorgaron golpes, cortes y punzadas. Si bien es cierto que ninguno de los defensores cayó, presentaban cada vez más, heridas y cansancio. Se revelaba, como verdadero enemigo: el agotamiento. Mientras más tiempo continuaba la batalla, los golpes eran menos certeros ni contundentes. Y la riada no cesaba. Las piernas flaquearon, el cañón dejó de ser efectivo. Los zombis habían cortado distancia, estaban demasiado cerca. No lo concientizaron en el momento, haber sido imposibilitados de seguir disparando, salvó la vida de los artilleros. En el calor de la refriega, habían olvidado enfriar el cañón entre disparo y disparo. Era la forma segura de hacerlo, sin forzar el metal. De manera tardía, Antoine, le había echado un balde de agua. El ánima crujió, resquebrajándose. Lo dicho, no pudieron usarlo más y fue mejor así. Existía una gran posibilidad que hubiesen estallado junto con el cañón.
Descorazonado, viendo a sus hombres desfallecer, Antoine ordenó voltear la mesa. Tras ella se parapetaron, esperando aguantar lo suficiente, dando tiempo para que Amadi regresara. Pues éste aún se hallaba en el sembradío de cañas. Para colmar el desespero, vieron cómo se iniciaba un fuego controlado en el cañaveral. Alguien había encendido los tallos, de forma tal, que se hizo un muro de fuego. Estaban solos. Aquellas llamas impedirían al gigantón volver con ellos y, era posible que muriera, atrapado en el incendio. Eso, no estaba en los planes.
Antoine observó a Travis, tomar la jarra de café, que había quedado olvidada en el suelo, como medio desesperado, arrojándola contra uno de los zombis. Algo impensable sucedió. El zombi, empapado del amargo líquido, lamió la comisura de sus labios. Quedándose inmóvil por un rato.
Aquello, no aportaba nada significativo al resultado de la lucha, porque unos segundos después se activó de nuevo el cuerpo sin alma, reanudando el ataque, pero al menos levantó la moral. Siguiendo el ejemplo de su hermano, Thomas, lanzó el cuenco con sal a uno de los cuerpos sin alma. El zombi, alcanzado por tan inverosímil proyectil, soltó el cuchillo entre sus manos. Se llevó las manos a la boca, llena de sal. Forzado a ingerirla, pues le cubría todo el rostro y no le dejaba orificio descubierto, luego de un rato de inmovilidad, lanzó un alarido atroz. Entornó los ojos, se miró las heridas, las quemaduras. Llorando con desconsuelo, recogió el arma blanca del piso y con voz cavernosa, apenas entendible, balbuceó algo parecido a esto:

Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora