Madame Legrand

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Adelaide despertó al día siguiente

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Adelaide despertó al día siguiente. El sol entraba a raudales por la ventana. Se encontraba sola en la cama. Su amiga no estaba. Se levantó con pesadez, sentía una leve molestia en la espalda, más allá del asunto de descansar en una cama que no era la suya, se encontraba el factor de haber dormido abrazada con Áneka, en una posición que, quizá, no fue tan favorecedora para la columna vertebral. Aparte, tenía meses durmiendo mal.

La chica cabello rojo le había dejado preparadas las cosas necesarias para su aseo personal. Había hecho una preselección de vestidos, colocándolos en una poltrona, junto con una nota: "Bonjour mon amour". Le causó gracia y a la vez ternura. A pesar de no vestirse, de manera adecuada como chica, algo debía conocer de vestidos, pues había escogido muy bien. Y quizá, en el contexto, más adecuado hubiera sido escribir en la nota: "bonjour ma cherie". Pero, quien era ella para corregirla. Cómo detalle estaba bonito, si hasta perfume le había colocado, marcó con sus labios un beso. ¡Ja! ¿Quién se imaginaría tal color en su boca? Bajó, cuando estuvo lista, encontrando a las dos chicas de servicio, cerca de las escaleras, quienes trabajaban de manera incesante en la limpieza de la casa. Les saludó, ellas respondieron en silencio con una reverencia. Mamá Leroy, quien dirigía las acciones, al escucharla bajar, se acercó, preguntando si quería desayunar. Ella aceptó. Yendo ambas al comedor.

—¿No ha visto a Áneka?

—Sí, está afuera, con los hombres. Trabajando en el cañaveral. La lluvia de anoche fue muy fuerte y es necesario tomar medidas para que la cosecha no se pierda.

—¿Y a Antoine? No lo veo desde que llegamos. ¿Está bien? ¿Le ha visto?

—También se encuentra trabajando. Hoy va a estar muy ocupado en el sembrado. Como le dije: la tormenta azotó a las cañas y demás cultivos. El campo está anegado, eso no es bueno. Poca agua es mala para las plantas, mucho también. Todo en exceso es malo, hasta las cosas buenas.

Adelaide asintió, tratando de ver por una de las ventanas. Muy poco lograba distinguir en la distancia, salvo unos bultitos negros y blancos que se movían de un lado a otro.

—Quisiera saludar a Antoine. ¿Usted cree que se pueda?

—¡Sí, claro! Mientras usted come su desayuno, yo iré un momento a la caballeriza. Pediré que le preparen un caballo y pueda acercarse hasta el cañaveral.

—¿Un caballo? No considero que sea tan lejos. Puedo ir a pie.

—De poder, puede. Pero todo está embarrialado. Será más cómodo para usted. Confíe en Mamá Leroy.

La señora tuvo razón, había lodo, charcos de agua, ramas, escombros, era un caos. Las cañas que bordeaban el sembradío se encontraban caídas, aunque el núcleo seguía en pie. Adelaide avanzó con cuidado entre los incesantes trabajadores, luego de un rato encontró a las personas que buscaba. No le vieron llegar, estaban concentrados en sus cosas. Áneka conversaba con Antoine, en medio de un claro del cañaveral. Ella tenía sus brazos colocados en los hombros de él. Le daba palmaditas, hacía gestos de cariño, su mirada estaba fija en los ojos de Antoine y los de él se hallaban enfocados en los de ella. Hablaban muy cerca, casi nariz con nariz. Ambos usaban unos sombreros de paja, que al estar tan cerca se doblaban hacia dentro, chocando uno con el otro. A pesar de la situación de faena intensa se veían bonitos juntos. Hacían buena pareja. Adelaide fantaseó ser cupido a lomos de caballo, disparando flechas a diestra y siniestra. Una en el muslo de Antoine y otra en la nalguita de Áneka. Sonrió, sería algo muy agradable si esos dos comprometieran su destino. Suspiró, el amor... Algo que ella aún no había experimentado. Todo lo que sabía del amor, lo había leído en cuentos, o lo había escuchado en historias contadas por amigas. Su amigo, Antoine, que ella supiera, nunca había tenido novia o alguna enamorada. No era como su hermano Louis, un picaflor en toda regla, que coleccionaba amores y damas como quien colecciona conchas marinas. La suerte se le acabó cuando un padre celoso le capturó in fraganti en labores amorosas con su pequeña. No pudo eludir el compromiso y el señor García, su papá, fue inflexible, le obligó a cumplir. Todo acto tiene consecuencias. A sus 21 años estaba casado y con tres hijos. ¡Qué destino tan dispar el de los hermanos! Tan distinto como el comportamiento de ambos. Louis, el hermano mayor, era bebedor, pendenciero, audaz; mientras su hermano menor era todo lo contrario, austero, abstemio, tranquilo.

Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora