El Hotel Paraíso, no era el infierno, pero tampoco hacía honor a su nombre. Obvio, no fue culpa de los dueños, ni siquiera de sus clientes. Un factor externo había causado el caos. El edificio, se veía apagado, algo triste. Tomando en cuenta el jolgorio que, apenas unas horas antes, se había vivido entre sus paredes. Un somnoliento portero, bostezaba en la recepción, sacudiendo un abanico para alejar el calor y los zancudos.
Madame Legrand ingresaba al establecimiento. Con ella: su hija, viva y completa, lo cual era una alegría. Una suma, dentro de la negatividad de los sucesos. Fuera, un pequeño destacamento de soldados y agentes, cuidaban el perímetro. Les miró de reojo, no importaban mucho. La amenaza ya había perdido la ventaja de la sorpresa. Cómo una espada desenvainada, su filo, aunque siempre peligroso, ya no estaba oculto a la vista.
Les ignoró, subió directo a las habitaciones. Sabía que no había mejor forma de traer orden sino mediante órdenes. Obligó a Áneka permanecer dentro de la habitación. Necesitaba hablar con Mamá Leroy, a solas.
—Nassoumi, de nuevo me apoyo en ti.
—Siempre puedes contar conmigo.
—Te encargo a Áneka. Yo partiré esta misma noche a encontrarme con Lidia y Amadi. Cada segundo transcurrido cuenta. Hay que aprovechar el tiempo al máximo. Intentaré rescatar a Adelaide, Silvain y al hijo del Vizconde. Él salvó a mi hija, es justo que yo salve a su hijo.
—Por cierto. ¿Cómo esta él? ¿Saben algo?
—Está herido, pero ya le están atendiendo. Luchó con nuestro enemigo, eso permitió que mi pequeña cabeza de remolacha salvara una situación comprometida. Cayó en una emboscada y a punto estuvo de ser secuestrada.
—¡Elegba nos proteja! —exclamó, haciendo la señal de la cruz, en una muestra de sincretismo puro —¿Qué hago con Áneka?
—Ella tiene sus instrucciones y sabe qué hacer. No puedo obligarla a dormir, pero tú puedes darle algo que le ayude a conciliar el sueño.
—Le prepararé una infusión. Eso le relajará.
—Cuida que no se meta en problemas. Mi prioridad es ella. Es terca, impetuosa e impulsiva.
—Me la describes como si no la conociera.
Inanna sonrió.
—Lo sé. Estoy siendo reiterativa. Temo por ella. Está muy alterada con el secuestro de Adelaide. Ha pasado por mucho esta noche. Ella, siempre quiere hacerse la dura, pero en el fondo es solo una chiquilla. Le he prometido traer sana y salva a mi sobrina. No sé si tal cosa es posible. No acostumbro hacer promesas que no puedo cumplir. Esta se me hizo necesaria. Si de verdad, tú y yo, somos las madres que creemos ser, no debemos escatimar esfuerzos y recursos para protegerla. No he mentido. Solo no tengo la fe que he manifestado en el rescate. No creo que este conflicto tenga una resolución feliz. Ganaremos, de eso no tengo dudas, sin embargo, algo perderemos.
—Ya perdimos a Charles.
—Sí. Pero hay más en juego. Suena insensible. Hay cosas, personas y secretos más importantes que pueden resultar vulnerados.
Mamá Leroy guardó la opinión. En realidad, opinaba de manera semejante a su ama.
—¿Has intentado contactar mentalmente a la señorita… corrijo, a la señora Adelaide?
—No. Ya recuperé mucho de mis habilidades y el control de mis energías. Sin embargo, no lo he intentado.
—¿Sientes que es inútil el intento?
—Sí. Al menos por ahora. El bokor, debe mantenerla bien dormida y bloqueada. Sino algo peor.
Nassoumi sintió escalofríos ante la referencia.
—Dejo el coche y a Juanito, para que lo utilicen en las labores de logística. Sean prestas y ligeras en todo. No quiero retrasar mi partida. Me llevo los dos caballos extra, pero antes, debo darme un baño y cambiarme esta ropa, es demasiado suntuosa e incómoda para la tarea que me espera.
—Ya despierto a Sarita y Julia para que te asistan.
—Excelente. Prepara todo. Debo personificar a Diana, la cazadora. Un atuendo semejante me caería bien.
—El armario… —señaló mamá Leroy.
—Sí, el armario… —le contestó Inanna —me gusta que comprendas su importancia.
La matrona asintió. Yendo a las labores encomendadas.
—¡Otra cosa, Nassoumi!
—¡Dígame, mi señora!
—Prepara una vianda, con algo ligero para merendar. Toma en cuenta que puede ser todo lo que comeré en el día de mañana. Ignoro a donde me llevarán los pasos o si podré adquirir otro alimento en el camino.
—Entendido. Le prepararé algo —respondió, encaminando sus pasos.
—¡Otra cosita! ¡Otra cosita!
Mama Leroy se detuvo.
—¡Mejor qué sean tres viandas! Para Amadi y Lidia. Seguro quedó mucha comida sin preparar de la fiesta. Podrás hacer algo rápido. Confío en ti.
—Sí. Allí quedaron muchas cosas por cocinar. Hay material disponible.
Su ama, se introdujo a la habitación. Nassoumi esperó. Siempre faltaba algo por decir.
—¡Y hazme café! ¡Del qué tu sabes! Necesito energía extra para cabalgar lo que queda de noche—se oyó desde dentro, con la puerta cerrada.
Esa era su ama, madre y diosa. Mamá Leroy, con una sonrisa en los labios, fue a todos sus cometidos.
Caminando por el descampado, de regreso, en plena oscuridad, un contrariado Pierre, se lamentaba de su reciente fracaso. Luego de la euforia inicial llegó la decepción. Los objetivos que le trazó su amo, no fueron cumplidos en su íntegra intención. Pensaba haber eliminado a Amadi y a los hombres de la finca. Ignoraba que los mismos habían escapado del incendio. Quemó toda la hacienda, excepto los sembradíos de café. Capturó el cañón, los mosquetes y sus pertrechos. Sin embargo, el asalto al santuario había sido fallido. De 287 esclavos especiales solo conservaba 8 y de los 15 esclavos normales, 8 les había enviado de regreso con el cañón, 2 se fueron con la mulata, cuyo paradero era desconocido, 3 habían caído en la explosión en la montaña. Así, regresaba con solo 10 negritos. Su amo, no sentía particular aprecio por los esclavos especiales, tampoco por los normales, aun así, le parecía impresionante la masacre. Las pérdidas habían sido cuantiosas y el objetivo principal no se había logrado. No ocurría que él tampoco sintiera particular cariño por ellos, pero ejercer mando le hacía sentir poderoso. Ahora estaba minimizado, herido. No era la gran cosa, un tobillo lesionado. Le era incómodo caminar. Otra cosa que le causaba molestia era el ignoto paradero de la mulata y dos de, los que suponía, sus hombres.
Lidia, luego de una espera, que le pareció demasiado larga, observó llegar a su camarada, Amadi, el guerrero Kawari. No amanecía aún y, a pesar de sus quejas, había llegado mucho antes de lo que podía inferir. No venía solo. Arrastraba a un hombre, de la forma más desconsiderada posible. Lo lanzó a los pies de su compañera, como un perro de caza que suelta la presa. Ella lo examinó con detenimiento. Le causaba curiosidad el caótico comportamiento que desplegaron en el ataque al santuario y su ausencia de miedo. Así que quiso saber más de ellos. Ella les bañó con una lluvia de flechas y en ningún momento percibió temor en sus pasos. No pareció que fuese una cuestión de temeridad, valentía o disciplina. Aquello, de verdad, le parecía interesante.
El hombre estaba vivo, con los ojos abiertos. Tenía quemaduras y heridas graves. No sé quejaba, no mostraba signos de dolor. Su respiración era irregular. Lo cual, tomando en cuenta su situación, era, en relativo, normal. La temperatura del cuerpo estaba elevada. Escuchó los acelerados latidos del corazón. Tomó el pulso, 120 por minuto. Hizo algunas preguntas, no encontró respuesta, ni verbal, ni gestual. Lo punzó en una pierna, nada. Le pinchó en un dedo, le extrajo una uña. La carencia de respuesta era increíble. Ni siquiera pestañeaba. Le abrió los ojos con los dedos, le examinó con detalle. Trató de extraer información de esa manera. Por más profundo que intentó sumergirse, no percibió nada, estaba vacío. Se planteaba la posibilidad de extraerle el ojo cuando, Amadi, llamó su atención tocándole el hombro. A lo lejos, en el camino. Un pequeño bulto, blanco, opaco, en la distancia, se movía a una regular velocidad hacia la finca.
—Creo que es Inanna —comentó ella —trae a tu prisionero. Bajaremos hasta ella.
Amadi tomó el cuerpo, se lo echó al hombro. Mientras ella, hacia lo mismo con la cesta.
Tardaron poco más de una hora en bajar la montaña. Mientras eso ocurría, el sol decidió iniciar su acostumbrado paseo, de este a oeste, marcando el inicio de una jornada de luz. Su ama les esperaba, cerca de la entrada de la finca. Sostenía una tabla entre sus manos. Era lo que restaba del cartel de entrada, en el cual solo se podía leer: "Le Grand". Del gran río del norte, solo sobrevivía su grandeza.
Una vez se despojó de la capa negra que le cubría, puso al descubierto su vestimenta. La elegancia estaba siendo sacrificada en pos de la practicidad. Vestía una túnica, cruzada, blanca. El símbolo de Inanna, la estrella de ocho puntas, enaltecía el hermoso broche dorado, con el cual mantenían unidos sus distintivos pliegues. Eran unos signos cuneiformes que Lidia, no sabía interpretar. Era algo del periodo imperial de Acadia. Admitía haber sido algo descuidada, no sabía mucho de ese tipo de escritura. Continuó admirando la estampa de su ama.
Cubría los hombros con una blusa de seda, de otro modo hubiesen deslumbrado los campos de Saint Domingue con la suavidad de sus líneas. Su hermoso y abundante cabello, se hallaba recogido, al mejor estilo de la Grecia clásica. Otro día y otra noche se desplegaría la salvaje e indómita cabellera, ese día no. Quizá el mundo se había protegido de la fascinación de sus hombros, ahora se hallaba indefenso ante la gallardía del cuello. Porque, una cosa a la vez, dejar cuello y hombro descubierto, hubiera sido una invitación al desespero, para el indefenso testigo. No habría hombre o mujer, espíritu o bestia, indiferente a su poder. Ella lo sabía, administraba la exposición de su piel de manera correcta y exacta. Un poco era mucho, en la misma proporción, en la cual, mucho sería poco. Una vez el insensato ojo percibiera tan poderosa unión, de tronco y talle, querría más de la orquídea. Un poco más y cada vez más, otro poco más de Inanna. Y eso, estaba probado, podía ser fatal.
Sí hablamos de piel y contornos, inauguraba un cuadro inédito, la sureña extremidad, de una epidermis, tejida en el milenario recorrido, una aventura sin declarantes, más que los permitido por su gracia. Desafiando al inclemente clima tropical, muslo, rodilla y empeine, marcaban presencia. La firmeza de sus piernas, era solo superada por la solidez de su voluntad. Inanna, erguida, inmóvil, demostraba que la vorágine surge de la sencillez, de una nube: la tormenta; de un soplo de brisa: el vendaval. La elegancia, era ella y ella, era elegante, no importando sus vestidos. Pues ella era producto de sí misma, no dependía su imagen de nadie más.
Completaba la visión, el dorado de unas sandalias trenzadas hasta la rodilla. Protegiendo el empeine y rótula con cuero y bronce. Mientras que el antebrazo quedaba resguardado y ataviado con sendos brazaletes dorados. El símbolo de Inanna, de nuevo, brillaba con los primeros rayos del sol.
—Mi ama y señora —saludó haciendo una reverencia —no le esperábamos por estos lugares.
—Lidia, amiga y guardiana —respondió ella.
Amadi, silencioso, como siempre, realizó un simple saludo. Sonrió. Le complacía verla.
—Tiene buen gusto su sastre. Me encanta como le queda.
—¡Oh! ¡Este trapo! A excepción del broche, los brazaletes y las sandalias, todo lo demás es tuyo. Lo tomé prestado para la tarea a realizar.
—¡Qué buen gusto mi dama! La personificación de Diana del Bosque. Alegre espíritu cazador.
—Alegre es Amadi ¡Ja! ¡Ja! —afirmó Inanna —¿Qué tienes allí, mi pequeño gigante?
El guerrero kawari le mostró al prisionero. Que más que un prisionero parecía un fardo inútil.
—¿Es un cuerpo sin alma? —preguntó.
—Sí, no hay mejor definición, hice un examen ocular y no hallé nada. Está vacío. Está el cuerpo, pero no la mente. No sé si su espíritu.
—No me extraña que no hallaras nada. Yo misma recibí una dosis doble de la sustancia que usan para lograr ese cometido. Es poderosa, desenlaza la mente del cuerpo. Por unos cuantos minutos no pude reaccionar y a punto estuve de ser secuestrada.
—No creí que tal cosa fuese posible. Menos que lo pudieran hacer con usted.
—Yo tampoco. Pero así fue. Es muy difícil de describir y mucho más de contrarrestar. Mi cuerpo estaba allí, obedeciendo, sumiso, las órdenes de mi secuestrador, mientras, yo flotaba dentro de mí misma y a la vez no. ¿Dónde se encontraba mi mente en ese momento? Es una incógnita. Aun desligada de mi cuerpo, conservé algo de calma, pero no por ello control sobre el mismo. Gracias a la intervención del hermano del Vizconde y Áneka se salvó la situación. Sin ellos, estaría en manos del tal Odart Saboulin.
—Ignoro lo sucedido y el papel del hermano del vizconde. De Áneka, es lo que esperaba de ella: que hiciera lo correcto, no se congelara o quedara inactiva. A pesar de ciertas dudas mías por su inmadurez.
—Charles, su nombre era Charles. Él, cruzó espadas con Saboulin. Su declarado intento de batir a su oponente, era solo una finta. Lo sabía, no lo hizo con intención de ganar algo más que tiempo. Su sacrificio tuvo recompensa en las pistolas de Áneka. Sin embargo, no le alcanzó para preservar la vida.
—Pensar que invertí tanto tiempo en entrenarla con arco, flechas, espadas y dagas para que se decantara por las armas de fuego —expresó, con cierta desilusión —¿Qué fue de nuestro enemigo? ¿Cayó? —preguntó Lidia, obviando la mención al sacrificio de Charles.
—Recibió dos balazos de Áneka y una multiplicidad de heridas de parte del Vizconde, en una acción ocurrida durante la persecución que, de forma lógica, se produjo luego.
—¿El Vizconde? ¿El Vizconde luchó contra él? ¿Ese bulto de plumas y lentejuelas?
—Sí. Ese bulto de lentejuelas, como le llamas, le atravesó de lado a lado con una espada. Es un gran hombre, de gustos delicados, eso es todo.
—¡Vaya! ¿Quién lo diría? Debe ser muy buen esgrimista como para derrotar a uno de nosotros —exclamó sorprendida —entonces confirmamos que nuestro enemigo es un Ishtari. Digo, si sobrevivió a una herida semejante.
—Sí. Durante el baile, me confrontó, es un atrevido. Dice llamarse Lucio. Está obsesionado conmigo. Él lo llama amor, pero me parece que es un trastorno de la consanguineidad, alimentada por una mente enfermiza. Su percepción de la realidad esta alterada. Figúrate, se atrevió a invitarme a ser su mujer. ¡Ese hombre está mal de la cabeza! Admitió haber matado a su mentor, quien era, en esos momentos, mi propio consorte, por unos estúpidos celos.
—Bueno. Ahora sabemos lo que ocurre cuando no sé inmolan y el desespero persiste hasta llegar a ser aberrante.
—Es triste que la consanguineidad tenga tales efectos secundarios, pero es imperdonable, desde todo punto de vista. Además, es un peligro latente. Debemos zanjarlo, pronto.
—Me gusta esa idea —opinó Lidia, sonriendo —“zanjarlo” suena como a matarlo.
Inanna no le respondió. Se acercó hasta el zombi. Le tocó en la cabeza.
—Es inútil. Está vacío. Lo intenté. Ya lo sabe —le dijo la rubia.
—Lo sé. Puede que esté vacío, pero está conectado a su amo. Su mente no está aquí —dijo, sosteniendo el cráneo —está allá —señaló un sitio hacia el este.
—Por eso, es usted quien es —comentó, satisfecha Lidia, al ser testigo del poder de su ama —habrá que mantenerlo vivo, para conservar la conexión. Cosa difícil. Morirá dentro de poco. En realidad, no sé ni cómo puede respirar con lo lastimado que está.
—No hace falta, ya tengo toda la información que necesito. Al menos de la ubicación de nuestros enemigos. Cuéntame, qué sucedió aquí.
La rubia, en pocas palabras, le relató lo sucedido, la quema de la casa, el robo del cañón, el secuestro de Antoine. Omitió el desliz de Amadi, en que casi fue atrapado en el fuego.
—Entendido. Ve a Cabo Francés. Pon a salvo a Nannar y luego me alcanzas.
—¿Tenemos una ubicación exacta? ¿Cómo le encuentro?
—No. En estos precisos momentos se encuentran en movimiento. Se dirigen al este. Creo que va a Terrier Rouge. Pero eso puede cambiar. Yo te guiaré. Te marcaré la posición, para que sepas a donde ir. No te preocupes por mi seguridad. Amadi irá conmigo. ¿Verdad, mi pequeñín?
El gigantón, asintió, muy contento de acompañarla. La rusa hizo una reverencia y dio dos pasos hacia el camino.
—Otra cosa, Lidia —le detuvo —llévate un caballo, así irás más rápido.
—¿Se quedará con un solo caballo? ¿Amadi, cómo le mantendrá el paso?
—Iremos a Dondon, allí compraré uno. De esa manera, aprovecho darle un vistazo a las mujeres y niños que están allí. Puede que tengan noticias de sus hombres.
—Está bien. Así será —dijo la rubia, subiendo a la montura.
El guerrero africano le ayudó a subir la cesta. Ella, se la echó a la espalda, dispuesta a partir. Oyó la voz de Inanna.
—Otra cosa. Espera.
Lidia, aguardó.
—Ten cuidado en el camino, percibo la presencia de alguien. Esta oculto por el brujo.
—¿En serio? —dijo Lidia, mirando a todos lados.
—Es alguien conectado al brujo y los zombis. De esa forma han realizado el ataque. El brujo, le otorgó alguna clase de poder para controlar las acciones de estas criaturas —le respondió Inanna, mirando con desprecio al moribundo a sus pies —al estar conectado a este cuerpo, pude detectarle. De otra manera hubiera permanecido oculta.
—Tiene sentido. Alguien debe comandar esos cuerpos vacíos y sin voluntad.
—Eran dos. Se han separado. Uno se ha ido hacia el este, probablemente al encuentro con el brujo y la otra se encuentra cerca. Es una mujer. Nos espía. Su atención está centrada en ti, en la cesta.
—Entiendo, ese era el objetivo cuando atacaron el santuario.
—Ten cuidado. No te confíes. Mantén distancia, el veneno, hasta donde sabemos, lo pueden usar de dos formas: por ingesta o aspiración.
Lidia asintió. Espoleó al caballo.
—¡Espera! ¡Espera! —le gritó Inanna —una última cosa. Toma, para el camino —le dijo, dándole la vianda de comida, preparada por Mamá Leroy.
Sin más interrupciones, la rubia inició el camino, a paso lento, hacia Cabo Francés. Destapó la vianda, olía muy rico aquello. El apetito se activó con los aromas.
—¡Gracias Mamá Leroy! —exclamó, mientras comía, montada en el caballo —para la próxima incluye un carcaj lleno de flechas —recalcó, con la boca llena.
La chica mulata, aún disfrazada de Adelaide, observó la reunión desde la distancia. Se había hecho con el catalejo de Pierre. De verdad, eran impresionantes, los tres personajes que espiaba, en especial la señora alta. El señor Odart, le había recomendado no acercarse a ellos. Por eso, había urdido la emboscada de encerrar al africano en un círculo de fuego. Aunque pareció haber dado resultado, su presencia entre las mujeres inmortales, refutaba el éxito que creía haber obtenido. El asalto, al mal llamado santuario, también había fracasado, subestimaron a la mujer rubia. No se tomaron medidas especiales contra ella, solo un asalto frontal, esperando que la gran cantidad de esclavos resultara en una saturación. El secreto que escondían en esa montaña estaba allí, con ella. La descomunal cesta tejida que cargaba en su espalda, utilizando dos grandes cintas. Obvio, eso era lo que el señor Odart deseaba. Allí estaba el secreto, frente a sus narices. Arrebatárselo quedaba fuera de su alcance. La chica rubia, por si sola, había acabado con toda la horda. Ni hablar de enfrentarse a ella, mucho menos sin apoyo. Le espiaría a lo lejos, ahora que se había separado de sus acompañantes, con suerte podría informarle al señor Odart sobre ello. Luego de haber raptado al capataz de la finca, vio a un caballo solitario, confundido, huyendo del incendio. Con mucho esfuerzo logró capturarlo, en el proceso se apartó del grupo. Llegó a lamentarse por haberse quedado atrás, sin embargo, todo pasaba como tenía que suceder. Ese detalle le colocaba de modo directo con el secreto. Le seguiría con sigilo. Quizá, resultaría práctico quitarse el vestido, pero era muy hermoso y le hacía sentir como una dama. Sí, lo continuaría usando. Tomó unas bananas que había rescatado de las abandonadas provisiones. "Cada quien con su comida". Pensó, mirando a la chica rubia.
Áneka despertaba en el hotel, a media mañana, un poco desorientada. No sabía que era más fuerte, el veneno de Odart Saboulin o el adulterado té de manzanilla de Mamá Leroy. En la noche, apenas lo tomó, tres segundos después cayó rendida. Todavía estaba embotada. ¿qué hierbas habría utilizado Mamá Leroy? Se encontraba inquieta y a la vez tranquila. Es decir, se sentía muy angustiada pero la bendita infusión le daba una extraña sensación de relax. Aquello era extraño en extremo. En definitiva, era potente el té, le arrebataba de las preocupaciones. Adelaide se hallaba en peligro y ella estaba incapacitada de ayudarla. Por más que quisiera y pudiera hacerlo, Inanna, se lo había prohibido. Un incordio total. Aun así, percibía tranquilidad en su corazón.
Tenía tarea por realizar, se avocaría a ella, para mitigar los pensamientos. Se retiró, junto a Mamá Leroy, el pequeño Juan, Sarita y Julia, a un hotel más sencillo cerca del almacén. En la Rue du Picolet. Más que un hotel, era una posada, pequeña y acogedora. Desde allí las labores pertinentes al viaje era más fáciles de acometer. Además, había ocurrido un cisma entre la familia D´Estreux y ellos. Ella lo prefería así, por el momento. La vizcondesa madre era una persona difícil de tratar. Lo único que lamentaba, de toda aquella situación, era no saber nada sobre el Vizconde. Le había salvado, debía ser agradecida. Al igual, lo ocurrido con Charles, el pobre había muerto defendiendo su desmedido amor. Eso, también había que agradecer.
De manera inevitable, el camino a Dondon discurría por la propiedad, Inanna y Amadi entraron a la finca. Observaron la devastación y el alcance de la masacre. Allí se encontraba un grupo de soldados de la milicia local. Liderados por un teniente y un prefecto. Inanna recordaba con claridad sus sarcásticas facciones, no así sus nombres. Ambos, le habían atendido o desatendido, dependiendo como se enfoque, cuando denunció la posibilidad de una agresión. Ellos, no solo desestimaron su requerimiento, se burlaron de ella. No hicieron nada y ahora se presentaban en el campo. Marcando presencia cuando esta, ya no era requerida ni útil.
—¡Madame Legrand! —le saludó el teniente.
Ella lo ignoró. Continuó su camino, observó, con tristeza, las cenizas de lo que alguna vez llamó hogar. No importaba su cualidad temporal. Era un regalo de su difunto esposo, el legado de su hija. Patrimonio de una familia que le era íntima.
—¡Madame Legrand! —le llamó de nuevo —lamento su pérdida. Debimos haberle hecho caso.
Ella cerró los puños. ¡Qué descaro! No le respondió, ya no interesaba. La opinión o arrepentimiento del militar, era vacío ante el resultado. Además, su tono delataba insinceridad. Sintió enormes deseos de borrarle la fingida expresión de congoja, arrancar su piel, hasta dejar al descubierto sus dientes desnudos. Así su velado sarcasmo tendría algún valor.
—Le complacerá oír que iniciaremos una investigación sobre lo que pasó aquí. Han sido reportados otros ataques a haciendas, realizadas, por esclavos fugitivos, en diferentes locaciones. Mis soldados ya marchan a Dondon. Tengo la intención de apresar a ciertos esclavos que fueron vistos huir de la hacienda hacia una casa en el pueblo. Son los sospechosos de haber realizado esta barbarie.
El pelotón, compuesto por unos 12 soldados de la milicia colonial, ya marchaba por el camino. Inanna, observándolos marchar desde la distancia, por fin se dignó en responder a las acciones y palabras del militar.
—Esa casa, en Dondon, es de mi propiedad y las personas que usted menciona, no son esclavos. Yo los emancipé, le aseguro no son los culpables de esta destrucción —le dijo, con dureza.
El teniente se detuvo. El funcionario también. La miró de arriba abajo, con desdén, cuestionando su apariencia y su presencia.
—Entiendo, antiguos esclavos de su hacienda. Son unos piojosos malagradecidos, usted los trata con misericordia y ellos, le responden con esta traición. No se preocupe, los capturaremos.
—No me entendió. ¡Ellos no fueron!
—Lo siento, Madame Legrand. Debo retenerlos mientras esclarecemos los hechos. Llegaremos al fondo del asunto. Debemos evitar, a toda costa, una escalada de estos eventos. A fuerza de latigazos le sacaremos la verdad a esos revoltosos.
—No se lo estoy pidiendo, se lo estoy ordenando. La etapa de rogar, culminó el día que ignoraron mi denuncia. Usted y ese estúpido magistrado —señaló al hombre, montado en otro caballo —si tocan un pelo de las personas bajo mi protección, se las verán conmigo.
—No sigo órdenes de una mujer. Esta usted muy confundida si cree, por poseer cierta belleza, puede dominar a todos los hombres con una sonrisa. Estoy casado con el deber. Lamento que su propiedad fue destruida, pero no puedo permitir que las lágrimas de una viuda solitaria impidan llevar mi cometido a buen término. Si quiere ayuda, déjeme realizar mi trabajo en paz. ¡Durand! ¡Vamos! ¡No perdamos más tiempo! —dijo, el teniente, indicando al magistrado dirigirse hacia Dondon.
Inanna, perdió la paciencia. Ella, para dar órdenes, no necesitaba gritar. Se había contenido todo lo que pudo. Trató de razonar con el obtuso militar. Este se mostró reacio e irrespetuoso. Era el momento de actuar.
—No hay lágrimas en mis ojos, solo furia y voluntad. ¡Amadi! —exclamó, señalando al magistrado.
El guerrero africano, quien ya no poseía lanzas que arrojar, tomó una roca de considerable tamaño, sustituyendo un proyectil por otro. El mencionado funcionario, no alcanzó a emitir queja alguna. La bala de piedra le dio de lleno en el pecho, cayó del caballo, inerme, como un pesado bulto de arena.
—¡Sacre bleu! —gritó el teniente, sorprendido, al ver su aliado caer.
Inanna no le dio tiempo a reaccionar. Lo sujetó con fuerza, derribándolo de su montura. En la caída soltó la pistola, la cual había intentado usar. Y, antes de que pudiera lanzar otra imprecación, ella, mordió el cuello del militar, sorbiendo su vida con rapidez. El pobre diablo, no supo ni que le pasó, ni con quien se enfrentaba. Amadi, examinó al cuerpo del magistrado, tenía el pecho hundido y la cabeza rajada, estaba muerto. Se le pasó la mano.
—Esconde el cadáver del teniente. Dejaremos uno de los caballos con el magistrado. Así pensarán que cayó del mismo —indicó Inanna —los soldados no hace falta detenerlos. Su orden, es solo regresar a Dondon.
Mientras Amadi, concretaba las órdenes, ella, se acercó al río. Lavó su rostro y las manos. Inspeccionó su ropa, no estaba manchada de sangre. Excelente. Esperó a su amigo.
—Ahora tenemos el caballo extra, que necesitábamos y sabemos que los hombres están en la casa del pueblo, no hace falta ir a Dondon. Me duele ver todo destruido, quiero alejarme de este lugar. Además, no hemos comido. No, no arrugues la cara. Hay que comer. Vámonos, consigamos un bonito árbol, para aprovechar su dulce sombra. Luego ya podremos ir a luchar con el destino.
Amadi subió a su ama a la montura. Le levantó, de forma delicada, tomándola por la cintura con sus manazas. Luego, hizo lo propio, pero no sin antes retirar la silla del lomo de su caballo. No era muy afecto a los equinos, a pesar de los años que habían pasado, desde la última vez que estuvieron en África, prefería a los camellos. Le parecían más cómodos. Inanna, al ver sus acciones, sonrió, el chiquillo no cambiaba. No importaba lo grande e imponente que pareciera, ni la milenaria extensión de su vida, él era su pequeño y amigable compañero. Ella, extendió la mano con la vianda. El guerrero kawari, negó con la cabeza. Indicando que no tenía hambre.
—Si tú te niegas a comer, yo tampoco lo haré —le dijo ella guardando las viandas de comida en una alforja.
El gigantón, ante la perspectiva que su ama no comiera, cedió a regañadientes. Ella rio, complacida. Dio una última mirada a la ruina. Quizá fue inevitable, igual ella se iba, sin esperar volver. Avanzaron por el descampado, no había camino directo desde donde se encontraban a Terrier Rouge. Si optaban dar un largo rodeo por la costa, tomaría mucho tiempo. No quedaba otra que abrir el camino, como lo hacen los aventureros.
Por su parte, los soldados de la milicia colonial, marcharon hasta Dondon. Aguardaron a su jefe en la plaza. La espera fue fallida, pues este nunca llegó, tampoco el magistrado. Regresaron a la guarnición. Pasaría otro día completo sin que hiciera acto de presencia el comandante. Al fin, el sargento, a cargo de la tropa, decidió organizar una partida para saber de ellos. Solo hallaron el cuerpo del magistrado Durand, junto a su caballo. Todo indicaba que había caído de forma aparatosa. El teniente no apareció por ningún lado, ni vivo ni muerto. Su desaparición fue un misterio y motivo de historias y conjeturas.
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Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y Poder
Vampir20 de enero de 1778, Cabo Francés, Saint Domingue. Un visitante, recién llegado al puerto, se suma al acontecimiento social más comentado de la colonia: la inminente ejecución de un esclavo sedicioso. Curioso y guiado por la intuición, inquiere sobr...