Adelaide despertó, un poco desorientada. Tardó un rato, en recuperar la noción de la realidad del cautiverio. Observó el entorno. Se encontraba en la habitación de una de las chozas de esclavos, que pudo entrever durante la ceremonia. No estaba atada ni amordazada. Vestía la misma ropa del día anterior, lo cual le pareció bien. Descubrir otras prendas en uso, hubiera denotado la manipulación de su cuerpo, sin la aprobación requerida. Su papá, se hallaba dormido, en un camastro, en la misma habitación. Tenía los pies por fuera, la cama era más pequeña que él. Además de voluminoso, estaba gordito. Era más alto que ella misma, de él, había heredado la estatura. Era bueno verlo, pero no la forma ni la ocasión. Tanta felicidad le brindó tenerlo en la boda, la entrega en el altar, su mera presencia fue la mejor de las sorpresas. Ahora, se hallaban inmersos en una realidad tan extraña como peligrosa, tan inesperada como desesperada. No sabía la ubicación del sitio donde se encontraban ni cuál sería su destino. Ya le habían interrogado, las respuestas no fueron del agrado de sus captores o no revelaron lo que ellos querían saber. Además, estaba el pobre Antoine, lo habían convertido en un zombi. Eso era algo muy triste, sobre todo ahora, que se había enterado de su interés en ella, más allá de la amistad. Entendía, de alguna forma, el porqué de su silencio, porque nunca le confesó su amor. La diferencia de clases pesó una enormidad, eso, sin contar el compromiso pautado por su padre. Todo ello le alejó de esa idea, el deseo permaneció palpitando en su pecho, pero sin que ella escuchara los latidos. Recordó, sin querer, el sueño que había tenido. Donde sepultaba a Jerome y Antoine. ¡Dios Santo! Parecía hacerse realidad. En esa pesadilla también habían hecho presencia Áneka, Odart y el negrito. Todos se fueron, dejándola sola, en un cementerio. ¡Áneka! ¿Qué habría sido de ella? La esperanza de que se encontrase bien era solo un susurro. Con lo ocurrido a Jerome y Antoine, los pensamientos se tornaban muy oscuros. La última vez que le había visto fue en el salón, en la fiesta, cuando acudió a socorrer a su tía Adrienne contra Odart, mientras ella y su padre corrieron por el pasillo, según su idea, a ponerse a salvo. Entonces, el brujo, salió de la nada, le sopló un polvo en la cara y se desvaneció. No recordaba nada más.
Tenía hambre. Observó a su alrededor. En una mesa se hallaban dos bandejas de comida, cubiertas con un pañito, agua en una jarra y una cesta llena de frutas. Desconfiando del contenido de los platos y del agua, optó por comer una banana. Para mitigar la sed, tomó algunas naranjas. Estaban jugosas y dulces. Zarandeó a su padre, este no despertó. Al cabo de un rato desistió. Lo examinó, no vio heridas, salvo los cardenales en las manos, que seguían atadas. Intentó zafar el nudo. Estaba anudado muy fuerte y ella se encontraba algo débil. Siguió revisando. Los pies de su papá también se hallaban atados. Obtuvo los mismos resultados de los amarres en las muñecas. ¿Quién demonios había hecho esos nudos tan intrincados? Sus delicadas manitas no daban para tanto. Buscó en la mesa. Había comida, pero los cubiertos eran de madera y ninguno era un cuchillo o tenía sierra. Aun así, lo intentó con una cuchara, no sirvió. Igual pasó con el tenedor. Desanimada, abandonó la tarea. Todos los instrumentos eran punta roma. Contuvo las ganas de llorar, debía ser fuerte por su padre, por ella misma. Se acercó hasta unas rendijas que hacían las veces de ventanas. Estaban altas. Se subió a la cama. Advirtió que podía alcanzarlas, colocándose de puntillas. Trató de ver hacia fuera. La visión era reducida. Vio el grupo de chozas, el patio, los postes, una hoguera y hombres yendo de aquí para allá, con parsimonia y evidente miedo. Un bosque, arbustos, tierra arcillosa, arena. Antoine no se hallaba cerca o en la línea de visión. Estudió la abertura, era estrecha, no era viable. O sea, si existía la posibilidad que su cuerpo cupiera, pero para eso debía prescindir del vestido. Lo cual, en una situación de vida o muerte, como la que enfrentaban, quizá hacía necesaria la acción. Dejaría esa opción para consideración ultima. Eso, de correr medio desnuda en medio de la selva, no era de su agrado. Pensó. No había examinado la puerta, fue hacia allá. Una cortina de cuero deslustrado, de un color oscuro que apenas podía describirse como marrón, le cubría. Avanzó con sigilo, descorrió con lentitud el telón. En vez de una sólida puerta de hierro o madera, se encontró con el brillante sol de la tarde. La luz le golpeó los ojos. Deslumbrada, demoró unos segundos en acostumbrarse. Le pareció algo insólito: no había puerta. Solo ese cuero sucio. Dio de lleno con una cerca, hecha de piedras, argamasa y troncos. No era alta, apenas un poco más arriba de su cintura. Escalarla no era difícil, lo que intimidaba se encontraba tras ella. Una maraña de árboles, arbustos y matorrales. Una selva tupida e infranqueable. Con razón no tenía guardias, si escapaba: ¿adónde podría ir? No tenía la menor idea de donde se encontraba, no había caminos ni señalizaciones a la vista.
Sostenida, por efecto de la resignación, emprendió la acción de explorar el sitio. No puso especial énfasis en ocultarse. Todos esos esclavos sabían que ella estaba allí, quien era y que estaba desamarrada.
Nadie le prestó mucha atención. Le miraban de reojo, pasaban a su lado, sin tropezarla. Era una libertad de movimientos relativa, ya que el espacio era amplio, pero limitado. Un claro en el bosque, de forma circular. Las chozas formaban la periferia, con la barda y el bosque detrás. En el centro, la hoguera y una serie de postes, que ya había visto desde las rendijas. Las actividades que realizaban aquel grupo de hombres, pues solo había hombres, cualesquiera que fuesen, la ejecutaban con penuria y lentitud. Cabizbajos, tristes, casi arrastrando los pies. Nadie cantaba ni daba alegría al trabajo, como así sucedía en la finca. Los observó con detenimiento, ninguno era un zombi. ¿Por qué actuaban así? Con poco disimulo, aprovechando su apatía, escudriñó el entorno, por utensilios, herramientas con filo. Algo que pudiera ayudar a liberar a su padre. Algunos de los hombres tenían machetes, los cuales, no soltaban ni perdían de vista un segundo. Hasta allí llegaba la indiferencia. Lo comprendió, si ella intentaba huir, ellos lo impedirían de alguna forma. Aquellos hombres estaban aterrados, sabían que el castigo era peor que la muerte. Un hombre impulsado por el miedo es más peligroso que uno valiente.
A fuerza de dar vueltas y vueltas, acabó por encontrar una salida de aquel sitio. Un pequeño sendero, detrás de uno de los tantos ranchos del lugar. No era muy amplio, ni recto, describía pequeños meandros, con lo cual no podía percibir su final. Tenía rocas, incrustadas en la tierra, aquí y allá. No era un empedrado propiamente dicho, supuso que servía, para saltar de piedra en piedra cuando llovía, evitando los charcos. Luchando contra todos sus temores, puso un pie sobre las piedras. Recorrería el trayecto, lo suficiente para llegar hasta el final del mismo y ver que había más allá.
No llegó a dar el otro paso. Una mano fría le tomó por el brazo derecho. Impidiendo su acción. Una voz conocida le dijo: “No”.
Y allí estaba, el brujo, el negrito de cabello gris y de piel escamosa. Con su maraña de dientes, sonriendo. Viéndola con su único ojo bueno, mientras, el otro, cubierto de una catarata, le daba un aspecto fantasmagórico. Ella sintió bajar un líquido caliente por sus piernas. Temblando y avergonzada, lamentó el descontrol de su vejiga. Con la secreción, se hizo un pequeño charquito, de color amarillento, espumoso, entre las piedras del camino. El bokor no dijo nada, pero su mirada de desaprobación lo decía todo. “ayer me vomitas y hoy me orinas. Eres una cochina” Le había mojado con su excreción y estaba parado justo encima de la zona humedecida. Ella atemorizada, esperó el bofetón, aquel que había quedado pendiente la noche anterior, interrumpido por la orden de Odart, sin embargo, no ocurrió. Él le condujo, con cierta delicadeza, de regreso, hacia las chozas. Ella no opuso resistencia alguna. Como una niña que va a recibir su merecido castigo, se dejó conducir. Deseaba ser fuerte, portarse a la altura, mostrarse digna, soberbia; no pudo. La mezcla de vergüenza, miedo, desesperanza e incertidumbre, era mucha. Se echó a llorar, desconsolada. ¿Por qué le ocurría eso a ella? Siempre fue buena. Cumplió con los designios de Dios, de la iglesia, de la familia, de su papá. ¡El romance con Áneka! Pensó. Ese era su pecado, su acto impuro. Era antinatural. Prohibido. ¿Sería este su castigo? ¿Lo merecía?
—Entre, Missis —le ordenó el brujo, abriendo la cortina de cuero de una de las chozas.
Ella entró. ¿Qué otra cosa podría hacer? Notó que no era la misma donde estaba su padre. Estaba sola con ese tipo, en un cuarto. Por completo a su merced. Se desmayó.
En la zona oeste del puerto de Cabo Francés, Áneka no se hallaba muy cómoda con el plan propuesto por Lidia. No se consideraba así misma atractiva. Hacía poco se vestía como un chico. Pantalones y camisas de hombre, por ser más convenientes para las tareas que antes realizaba y que ahora, de manera temporal, había retomado. Hubo un cambio, era correcto. Estaba usando vestidos y colores vivos. De allí a sentirse una mujer irresistible, había mucho trecho.
—¿Por qué tengo que ir yo? —le preguntó a Lidia.
—Debes ser tú. Yo, con estas fachas, no seduciría a nadie. Parezco una pordiosera. ¡Ja! ¡Ja! Además, me hace falta un baño. Desde ayer, estoy combatiendo, cabalgando, realizando actividades físicas. Estoy sudada y sucia —le dijo su maestra, amiga y compañera de aventuras.
—Yo también ando en faenas desde temprano.
—Pero estás usando ese vestido, muy bonito, por cierto. Lo has mantenido limpio y hueles rico —dijo oliéndola con picardía —¡lavanda! ¡Vamos! ¡Anímate! Necesario es distraer a los guardias para acceder al final del malecón. No contaba con el intento de escape de la chica, no me contuve y la carreta está manchada de sangre. Puede que no noten nada si están viéndote los pechos.
—¿Cuáles pechos? ¡Soy más plana que una tabla! Tú lo sabes. Además, estamos en este aprieto por tu imprudencia. La chica intentó escapar porque dijiste a viva voz que la ibas a matar. ¿Qué querías que hiciera? ¿Qué permaneciera tranquila, esperando su muerte?
—Yo solo respondí a tu pregunta —confesó, encogiéndose de hombros —y en cuanto a tus pechos, eso pasa porque no sabes resaltarlos. ¡Ven! —agregó, acercándose a ella.
Le hizo unos arreglos en el vestido. Movió de aquí para allá y de allá para acá.
—¡Voila! —exclamó, orgullosa de su labor —ahora se ven abundantes y provocativos.
—Me da vergüenza —expresó Áneka, con el rostro colorado y compungido.
—No seas tonta, te ves linda. Cuando estés con ellos, les hablas en ruso
—¿Y eso para qué?
—Para que se confundan más.
—Mi dominio del ruso es limitado.
—Eso no importa, dices cualquier cosa. Igual no te van a entender. Confía en mí. Apresúrate en ir. Ya se está haciendo tarde. Debo continuar el camino. Es lejos, es un lugar entre Terrier Rouge y Ouanaminthe. Una hacienda llamada “Le Petite Riviere du Massacre”. Lo vi en sus pensamientos.
Áneka escuchó con atención la dirección del sitio. Lidia percibiendo sus dudas, le empujó con delicadeza. Impulsándola a caminar. Presionada, sin más remedio ni más argumentos que las redondeadas porciones de piel a la intemperie, avanzó hacia el puesto de guardia. Sintiéndose vulgar y verdulera.
A pesar de todas sus reticencias y peros, el plan resultó perfecto. Los guardias ni repararon en la carreta que pasó a su lado, goteando sangre. Su atención se centró en ella. En su figura, la novedad, la piel. Sonrió, de la forma más natural que pudo, ocultando su vergüenza. Los soldados, estimulados por el acento extranjero o por la acentuación de sus atributos, le miraban con brillo lascivo en sus ojos. Sentía que le desnudaban con la mirada. Los muy cretinos, creyendo que ella no entendía francés, hicieron comentarios obscenos. Con toda libertad. Subidos de tono algunos, otros muy ofensivos. Tuvo que contenerse. Deseaba propinarle una patada entre las piernas a cada uno, ese bultito en el pantalón, del cual presumían con tanto orgullo. En vez de eso, una risita nerviosa era la respuesta a cada soez que expresaban. La estupidez de esos hombres solo era equiparable a su sordidez. Se comportaban como si nunca hubieran visto una mujer en la vida. Se les vertía la baba. Era algo repugnante e incómodo. La situación le perturbó mucho.
Al fin, tras esa larga y embarazosa espera, la figura de Lidia, se fue haciendo más grande, a medida que se acercaba con la carreta. La rubia, con toda tranquilidad, se colocó a un lado. Saludó a los guardias y en tono casual, le pidió subir. Áneka se apresuró a montar en el vehículo, para congoja de los desvergonzados conscriptos. Quienes la despidieron con ademanes alegres y besos. Y ella, les respondió con cariño fingido. Ya, lejos del puesto de vigilancia le increpó:
—¿Por qué tardaste tanto? Un poco más y les caía a patadas a esos patanes.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Sí serás ocurrente! No todo se arregla con violencia.
—¡Mira quién lo dice! La experta en violencia.
—Por eso mismo te lo digo —le respondió, guiñando un ojo.
—¿Por qué tardaste tanto? Pensé que estabas apurada.
—Lo estoy. Me tardé un poco porque aproveché que había un pozo cerca y lavé la carreta. Lo suficiente para eliminar el goteo de sangre. Me pareció necesario. Debe parecer lo que es: una carreta familiar, no una carreta de cadáveres.
—¿Y la chica?
—Lancé su cuerpo al mar. Como convenimos. ¡Oye! ¡Oye! ¡Otra vez estas llorando!
—¡Lo siento! Todo esto me ha impresionado.
—Debes endurecerte, cariño. En la vida de un Ishtari, la muerte es el pan nuestro de cada día. No puedes permitirte ser blanda.
—Lo sé. El que estuviese involucrada la figura de Adelaide en la situación me ha afectado.
—No era ella, solo una chica disfrazada.
—Era una niña.
—Una niña malvada y con el corazón muy negro. No tiene nada que ver con el tono de su piel, sino la malevolencia y perversidad en su interior. Créeme, lo vi en sus ojos.
—Ni siquiera supimos su nombre.
—¿Para qué querrías saberlo? Los enemigos no tienen otro nombre que la muerte, muerte para ti o muerte para él, o ella, en este caso.
—Entiendo eso. Es solo que deseo salvar a mis seres queridos. Y cuando le vi, creí que era ella. Aún no salgo de mi asombro.
—Salvaste a Inanna. Tu madre de crianza, tu ama, tu dueña. Eso debería ser suficiente.
—Pero no lo es. Salvé a un amor y descuidé al otro. Me siento culpable.
—No podemos responsabilizarnos por todas las cosas malas que ocurren. Por ejemplo: durante el ataque que hicieron a la finca, Amadi, quedó encerrado en un círculo de fuego, en el cañaveral. ¿Pude haber hecho algo para ayudarlo? Sí. Si pude. Sin embargo, eso me hubiese desviado de mi misión: cuidar el santuario.
—¿Logró salvarse?
—Por supuesto. Escapó por los pelos. Corrió mucho y se zambulló al río. Si hubiese muerto no me sentiría culpable por ello.
—Es diferente, tú no lo amas.
—Es mi camarada, mi compañero. No lo amo. Es cierto. Otra cosa es que no le valore.
—Me confundes a veces. No sé qué tan fría eres o no eres.
—Solo lo suficiente para sobrevivir, pequeña calabaza. Vayamos con Mamá Leroy. Te dejo allá. Necesito continuar, a encontrarme con Inanna. Darme un baño sería encantador, pero no tengo tiempo que perder. Me tocará ir así, como estoy. Cuando estemos las tres juntas les haré un rápido resumen de lo acontecido, ayer en la noche, en la finca.
—Quisiera ir contigo —le comentó Áneka, afligida.
—Sabes que no puedes. Alguien debe cuidar a Nannar. Aparte de eso, tus sentimientos por esa chica te hacen vulnerable y peligrosa, para ti misma. Si Inanna no lo hizo, lo hago yo: te prohíbo que vayas.
Inanna, en la pequeña posada, terminó su baño. Se vistió y quiso echarle un ojo a Amadi. Para ello se dirigió al cuarto contiguo, el cual había alquilado para él. Tocó la puerta, no hubo respuesta, entró. Aparentaba estar vacío. Él, demasiado grande para cualquier cama, no estaba allí. En cambio, se había tirado en el piso, cuan largo era. Un colchón mullido, con sus respectivas almohadas, rellenas de plumas, era menos cómodo, para él, que un suelo desnudo y frío. Rio entre dientes. Su valiente guerrero kawari, el que nunca se queja y nunca se cansa, dormía a pierna suelta. Roncaba fuertísimo. Le dejó descansar. Salió del cuarto y de la posada.
Cubierta por el oscuro manto hizo un pequeño recorrido en los alrededores de Terrier Rouge. Era este un pueblo pequeño, poco o más que un caserío. No había muchas casas de dos pisos, con los típicos balcones, como en Cabo Francés. Eso, por no decir algo, en realidad si vio una fue mucho. Recordó, al entrar por el sur, haber visto una quincallería, cerca, cruzando una esquina, a media cuadra de la posada. Quería comprar un poncho, algo que protegiera del sol a su pequeño gigante, quizás allí podría encontrar uno. No le agradaba ver quemaduras en su bruñida piel. Él era un poco descuidado consigo mismo. Amparado en su rápida regeneración, se dejaba dañar, casi a propósito, así ganaba cicatrices. Prueba de su valor y valentía.
Cómo lo esperaba, en el reducido, pero concurrido negocio, halló lo que buscaba, de forma rápida. Una preciosa pieza, hecha a mano, gruesa, colorida. Le encantó de inmediato. Se aprestaba a continuar su camino, cuando reparó en la mesa de una ropería, contentiva de diversos tipos de telas. Fascinada, entró al local. Compró varios metros de tela blanca, otros tantos de lino rojo, aguja, hilo y alfileres.
Inspirada por los recuerdos recién evocados, deseó confeccionar un atuendo de la época romana. Aquel tiempo donde fue feliz y se sintió segura. Una vez en la habitación, puso manos a la obra. Con habilidad y presteza, logró su cometido, de forma satisfactoria.
La túnica fue fácil, unió la tela, realizó dos aberturas para los brazos, cortó, para que tuviese una forma cómoda y se ajustase al cuerpo. Cerró los bordes, dándole un acabado sencillo. El Quitón, fue algo más sencillo todavía de confeccionar. Midió la tela de lino, estiró los brazos, calculó dónde realizaría las uniones. Cosió, elaborando las falsas mangas, asió el cinturón, para ajustar la tela. Listo. Se miró en el espejo. El brazo izquierdo quedaba oculto con la tira que se formaba, mientras el brazo derecho quedaba al descubierto, al igual que todo el costado de su cuerpo. De suerte que dicha prenda se colocaba por encima de la túnica. Ocultando la piel de la curiosidad masculina. En el pecho, la tela se doblaba en pliegues semicirculares, abombando la parte delantera y destacando las curvas femeninas, a la vez que protegía y vestía.
Decidiendo que ya había sido suficiente descanso, despertó a su amigo. Aun no caía la noche, pero era menester retomar el camino. Amadi se levantó, presuroso, un poco avergonzado de haberse dormido. Recibió el regalo de su ama. Al inicio, no estuvo muy dispuesto a ponérselo. Se negó, hizo una parodia de protesta. Ella lo riñó un poco. Tuvo que ceder. No podía negarse ante las órdenes de su ama. Usó el poncho y el sombrero de paja, recién adquirido, bajando el rostro, para ocultar su vergüenza. Ella lo ajustó a su cabeza, él hizo lo mismo con la capucha de la oscura capa que ella usaba. Bajaron a las caballerizas, se despidieron de los amables dueños del lugar. Quienes lamentaron su partida, de estancia corta y tan larga generosidad. A petición de la dama, empacaron, comida y agua para el camino.
Como era usual, Amadi la cargó, subiéndola al caballo correspondiente. A ella, le encantaba eso, que la cargara y le hiciera sentir como una chiquilla, cuidada, protegida. Además, era una manera muy confortable de subir, a él no le molestaba, ni tampoco suponía un esfuerzo. Con su altura y fuerza, era un juego de niños.
Retomaron entonces la ruta hacia su destino. Enfrentar la amenaza de Odart, salvar a Adelaide, Jerome y Silvain. Era natural, para ella, pensar que el hijo del vizconde estaba vivo, aun no sabía de su deceso.
Un fuerte olor, en su nariz le hizo despertar. Aunque casi se desmaya otra vez. Adelaide, al abrir los ojos, lo primero que vio fue la desagradable cara del brujo. Emitió un grito y se sacudió, apartando el frasco, que el tipo sostenía cerca de su nariz.
—¡Aleje eso de mí! —le gritó, con todas sus fuerzas.
—¡Es alcohol! ¡Cuidado lo bota! Es la última botella que me queda.
Ella se arrinconó en la cama donde se encontraba. Mientras él colocaba a resguardo su preciado líquido. Se revisó, nada más pensar, que ese malévolo ser, la había tocado le daba náuseas. Su vestido y la ropa interior se hallaba bien ajustada. En apariencia no había pasado nada grave.
—François hace magia negra, mata gente por encargo, los convierte en zombis, roba almas, pero negrito no es violador —le dijo, al ver que la chica se examinaba.
Adelaide pasado el arrebato de furia se echó a llorar de nuevo. Recordó estar sucia, prisionera, con hambre, sed y cansada. Había perdido a su esposo, a un buen amigo y su padre corría peligro. Amén de estar aislada y no saber de su tía, de Áneka, de Mamá Leroy, de todos. Era demasiado.
—Mire, François mandó a preparar un baño para usted. Aquí hay ropa de mujer, para que se cambie.
Ella sin dejar de llorar, miró de reojo, la ropa, colocada en un banquito de madera, cerca de la cama. En el centro de la habitación, notó una cuba de metal, oblonga, más ancha en el borde y estrecha en la base. Estaba llena de agua, también había jabón y algunos utensilios de baño. No supo que pensar sobre ello.
—Puede bañarse con toda tranquilidad, nadie entrará a esta choza. Se pone ropa limpia, descansa, come.
Adelaide quiso responder, decir algo, en vez de eso, siguió llorando.
—Aquí le dejo todo lo necesario, comida, agua, jabón, ropa. No le digo más nada. Se quiere quedar cochina y sin comer. Es su problema. Negrito tiene otras cosas que hacer. Y no se preocupe, nadie entrará. Aquí la desobediencia se paga caro. Usted lo sabe.
—¡Espere! ¡Espere! —le llamó —¿de quién son esos vestidos? ¿No son de gente muerta? ¿Verdad?
—Eran de Ana, mi aprendiz. Esta era su casa. Ya no más.
—¿Dónde está? ¿Está muerta?
El brujo asintió.
—Murió hoy. Sus amigas la mataron.
—¿Mis amigas?
—Sí. La rubia y la de cabello rojo.
“Lidia y Áneka” pensó Adelaide.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo vi. Usted tiene visiones, negrito también. La mataron en la ciudad y la lanzaron al mar, como un perro muerto.
—¡Dios mío! —exclamó sorprendida.
François se encogió de hombros, restándole importancia al asunto.
—Entonces, están vivas.
—Sí. Creo que vienen hacia acá.
El rostro de Adelaide se iluminó de esperanza.
—¿Por qué hace esto? Déjenos escapar, a mí y a mi papá. Y si es posible, nos dice cómo salvar a Antoine. Les dije todo lo que sabía. Ya no nos necesitan. Déjenos ir.
—No se haga ideas. Su amigo no tiene remedio, usted no podrá escapar ni soltar a su papá. Y si lo hace: ¿adónde irían? Estamos en medio de la selva. Yo no puedo soltarlos. El amo es quien decide.
—¿Por qué lo obedece? ¿No ve que es un ser maligno y egoísta? Lo está usando y usted se deja.
—Gente blanca siempre fue mala con el negrito. François, se rebeló, intentó escapar. Lo atraparon y quisieron quemarlo vivo. El amo Odart salvó al negrito, evitó que se quemara por completo y lo curó. François, le debe la vida y tiene un contrato de muerte con él.
“Contrato de muerte”. ¿Qué diablos significaba eso? Mejor ni preguntaba. Sin embargo, preguntó.
—¿Qué gana con todo esto? ¿Por qué ha hecho cosas tan malas?
—Negrito no siempre fue feo. No estaba quemado, ni tenía esta piel de pescado seco. François era hermoso y quiere volver a serlo. Vivir para siempre.
Adelaide no había advertido ese detalle. Ese era el porqué de su piel tan rara. Y ahora entendía, en parte, los objetivos de esa insana cruzada.
—El señor Odart, le prometió convertirlo en eso. En los tipos de seres que son mi tía, él mismo.
—Así es.
—¿Y por qué no lo hace? Digo: ¿por qué atacarnos, si él puede transformarlo por sí mismo? Creo.
—Inanna es la única, según mi amo, que puede determinar sí la sangre del negrito es apta o no. De otra forma, François puede morir en la conversión.
—¿No se les ocurrió, pedirlo amablemente?
El brujo no respondió. Escondió la mirada. Se quedó pensativo un rato. Ella no entendía las razones de hacer las cosas por las malas. Hubiese sido más sencillo, concertar una cita, preguntarle a su tía. Quizá se negaba, quizá les decía lo que querían.
—Usted no puede entenderlo. Así lo ordenó mi amo. Y así se hizo. Báñese, coma y descanse, mañana nos iremos. No haga más preguntas.
—¿Adónde nos llevan? ¿Qué van a hacer con nosotros?
—No haga más preguntas —le repitió, saliendo de la choza —báñese, huele mal.
Ella, una vez ido el brujo, se acercó a la tina de metal. El agua se veía limpia, hizo un pequeño inventario de lo que le dejó el brujo. No encontró nada que fuese útil para liberar a su padre. Se probó la ropa al aire, era una ropa muy pequeña para su talla. Se vería muy graciosa con ese vestido corto. Pensó. Ese pensamiento le arrancó una amarga sonrisa. Se olió. Odiaba darle la razón al tipo ese. Era verdad, el vestido de novia había dejado de ser blanco hace mucho. Tenía manchas del vómito de la noche anterior. Las sandalias estaban destrozadas. Miró sus manos, el anillo de matrimonio, no estaba, se lo habían quitado. No importaba. Era el símbolo de un matrimonio no deseado, no consumado. La viudez llegó primero que la asunción de los deberes conyugales. Un fragmento de espejo, apoyado entre la pared y un viejo gavetero, le mostró la imagen de una joven demacrada, sucia, con restos de maquillaje en la cara. Despeinada, ojerosa. Apestaba. Quisiera o no, con todos los riesgos que ello suponía, no tenía otra opción: tomar el baño, comer y descansar. Sí quería escapar de allí, necesitaba estar fresca y fuerte. Desestimó el hecho de no haber puerta. Si algo hubieran querido hacerle, ya lo hubieran hecho desde el principio. Hastiada de todo, molesta con ella misma, por ser tan llorona, se desnudó y entró a la bañera.
Áneka, junto a Lidia, arribó al pequeño hotel, ubicado cerca de los muelles. Allí les esperaba Mamá Leroy, con malas noticias.
—¡Señorita Lidia! ¡Qué gusto verla! ¡Sana y salva! Y consiguió a mi pequeña cabeza de remolacha —hizo una pausa, suspiró —les tengo pésimas noticias: encontraron al joven Jerome muerto en el camino. Le desangraron por completo.
—Es obra del hombre de blanco —comentó Áneka.
—Sí, seguramente fue él —agregó Mamá Leroy.
—Es un Ishtari, no espero nada menos de él. Seguro habrá un alboroto —opinó Lidia.
—Las autoridades están investigando. Áneka, quieren hablar contigo.
—¿Conmigo? ¿Qué querrán?
—Le perseguiste, combatiste con él. Eres un testigo valioso. Les indiqué que estabas por los muelles. Salieron en tu búsqueda.
—De suerte que la encontré yo primero —manifestó Lidia —casi cae en una trampa.
—¿Una trampa? —preguntó la matrona.
A continuación, la rubia narró los hechos: la aparición de la muchacha disfrazada de Adelaide y lo sucedido en la finca, la noche anterior. Todo ello mientras descargaba la cesta y aprestaba las cosas para partir de inmediato.
—¡Elegba nos proteja! —exclamó Nassoumi —¿adónde va señorita Lidia?
—A encontrarme con Inanna. Ella fue al rescate de Adelaide. Amadi la acompaña.
—¿Se va tan pronto? ¿Por qué no descansa, come, se refresca un poco? Se ve fatigada, la piel la tiene roja, debería tomar un baño al menos.
—No hay tiempo que perder. Mamá Leroy. Te acepto comida y agua para el camino, nada más.
—Date un baño rápido, yo te asisto, mientras Mamá Leroy te prepara la comida —intervino Áneka —igual debes esperar un poco.
La rusa analizó la situación. Tenía algo de cansancio, quizá no lo suficiente como para echarse a dormir. El hambre podría ser calmada durante el trayecto, comiendo algo suave. Lo que si debía admitir era la insolación. Se hallaba muy irritada, más de lo aconsejable. Un baño podría refrescar la piel y permitir que curara un poco. Para su incomodidad, Áneka tenía razón. Igual tenía que esperar a que mamá Leroy preparara la comida. Viendo que era la mejor opción, terminó por aceptar la sugerencia.
—¡Está bien! ¡Está bien! Áneka, que sea rápido, Mamá Leroy, prepara algo ligero, lo comeré en el camino.
—No se preocupe, señorita, voy a la cocina y en un tris, todo estará listo, preparado y sabroso. ¡Julia ve con Áneka! ¡Sara! Ven conmigo.
—Mamá Leroy, hazme un té, como el que hiciste ayer, para mí, en la noche. Esa pócima del sueño. Para calmar mis nervios, con las experiencias vividas me hallo muy alterada. ¡Bien fuerte, mamá! ¡Si no es mucha molestia!
—No hay problema Áneka, ya te lo preparo cariño.
Las cuatro mujeres, divididas en pares, se apresuraron a realizar sus respectivas tareas, mientras, Lidia entró al baño. Mamá Leroy, con su habitual eficiencia, hizo el té, lo envío con Sara, preparó seis viandas y varios envases, con abundante agua. Había que ser positivos, si salvaban a los secuestrados, sumando a los rescatistas eran seis, a saber: Inanna, Adelaide, Lidia, Amadi, Antoine y el señor De Laborde. Les enviaría comida a todos, pudieran tener mucha hambre. Trató de abarcar todos los puntos que pudo. Preparó un pote con el antídoto, por si acaso. Entregó todo a Sara, esta a su vez a Julia.
Se permitió un momento para agradecer a los dueños de la posada, por, una vez más, permitirle usar la cocina. Luego fue a las habitaciones, ya la señorita Lidia debería haber culminado su baño. Quería despedirla, sin embargo, no fue suficiente rápida para ello. Cuando llegó, Sara y Julia le informaron de su intempestiva partida.
—¿Ya se fue?
—Sí, Mamá Leroy —contestaron casi al unísono.
—Lástima, quería desearle buena suerte. ¿Dónde está Áneka? Tengo rato que no la veo.
—Creo que se está bañando —opinó Julia.
—Si tomó el té antes de meterse a la bañera, corre el riesgo de dormirse allí metida. Julita, asómate a ver si se durmió.
La chica asintió. Tocó la puerta, pidió permiso. Apenas entró se oyó un grito de sorpresa. Mamá Leroy, corrió hacia el baño. En la bañera, hundida hasta la cabeza, estaba una mujer, pero no era Áneka. Era Lidia. Le extrajeron y reanimaron.
—¿Qué pasó, Mamá Leroy? —preguntó la rubia, confundida.
—Se quedó dormida. ¿Dónde está Áneka?
—No lo sé. Estaba aquí conmigo. Ni me fijé cuando me dormí.
—¿Le dio a tomar un té?
—Sí, para refrescarme. Estaba bien rico. Luego de eso no recuerdo.
—¡Ay! Esa chica traviesa, imprudente. Era un té para dormir, un preparado muy fuerte, de mi receta personal.
—¿Me drogó?
—No, es algo natural. Le relajó y el cansancio hizo el resto. Muy astuta. ¡Julia! ¿Tú la viste salir?
—Sí, pero estaba vestida como la señorita Lidia. Se movía como ella. Tenía cubierta la mitad de su cara con un pañuelo y capucha.
—¡Y no te diste cuenta que no era ella! ¡Los ojos, la nariz, el cabello!
—¡No! Tenía el cabello recogido, dentro de la capucha, y la cara cubierta con el pañuelo. No habló. Yo nunca veo a la señorita Lidia a los ojos. Por respeto.
Mamá Leroy iba a continuar. La rusa le tocó el hombro, detuvo el regaño.
—Mamá Leroy. Yo actúo así, intimido, doy miedo. No es su culpa, sino de Áneka. Desobedeció una orden directa mía.
—Y de su mamá. Madame Legrand le prohibió acudir al rescate de Adelaide. ¡Elegba la proteja! —exclamó la matrona.
—Ha huido como ladrón por la noche. Se ha fugado la muy taimada —opinó Lidia.
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Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y Poder
Vampiros20 de enero de 1778, Cabo Francés, Saint Domingue. Un visitante, recién llegado al puerto, se suma al acontecimiento social más comentado de la colonia: la inminente ejecución de un esclavo sedicioso. Curioso y guiado por la intuición, inquiere sobr...