Adelaide Ilegítima

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Odart despertó cerca del mediodía, en la mansión Le Petite Riviere du Massacre

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Odart despertó cerca del mediodía, en la mansión Le Petite Riviere du Massacre. Lo primero que notó, fue su ropa, no era la misma de la noche anterior. Suspiró, resignado. Le habían bañado, cambiado y vendado. Lo cual era bueno, dentro de lo malo. Había estropeado una de sus mudas favoritas. Estaba llena de agujeros, cortes, sangre y otros fluidos, menester era sustituirla. Chequeó sus heridas. Ya habían sanado bastante, lo suficiente para poder moverse. La más preocupante y molesta era la de la garganta. Retiró la venda. Sentía dolor al hablar, deglutir, al mover la cabeza. Levantó la camisa. No le gustó lo que vio. Su bello y lozano cuerpo, era ahora una colección de cicatrices y moretones. En el cuello, en la espalda, en el abdomen. Los planes no transcurrieron de acuerdo a sus deseos. Debió admitir que, a pesar de su queja permanente, con respecto a François, el bokor había obtenido éxito en su cometido. Mientras él, salió mal parado y mal herido. Sabía de los riesgos, los asumió. Fue ambicioso. Quizá se excedió en su confianza. Tomó medidas con los Ishtari, sin embargo, desestimó a los humanos. Eso fue un error. La chica, hijastra de Inanna, los dos hermanos D´Estreux, la criada negra. Todos ellos habían intervenido y frustrado el plan. Tocaba reflexionar. ¿Continuar o no continuar? Allí estaba el dilema.
Pierre, quien ya había arribado de su cometido en la finca, trajo un cañón, con sus pertrechos y cuatro mosquetes. Nada más. Los presentó, muy contento, como si esos adminículos fuesen importantes o la gran cosa. ¿Para qué demonios, él necesitaba un cañón? Si hubiese querido un cañón lo compraba y ya. Para eso tenía dinero. El asalto, al mal llamado santuario, había sido un rotundo fracaso. Dónde su secuaz, perdió a casi todos los esclavos especiales que le delegó. ¿Cuántos hombres quedaban a su disposición? Una docena de esclavos y los dos zombis. Porque, Ana, la mulata, la discípula de François, quién había participado en la refriega, se encontraba perdida. Según supo, la última vez que le habían visto, estaba persiguiendo a un caballo para capturarlo. De nuevo: ¿para qué quería un caballo?
Estaba contemplando, de manera muy seria, huir lo más pronto posible. El sentido común le rogaba no enfrentar la ira de Inanna, mucho menos con las heridas que había recibido. Aun no se recuperaba, necesitaba al menos dos o tres días de descanso y una cuantiosa reposición de sangre. Él no podía recuperarse al mismo ritmo de Inanna.  Ella, es otro nivel, es la primera, la original, la más fuerte. Y tenía que tomar en cuenta el hecho que, tres de las heridas, hubieran sido mortales para cualquier ser humano. La herida en el cuello, la bala en el corazón, que, si bien no le dio de lleno en el mencionado órgano, había hecho daño y para rematar el cuadro: la punzada en el abdomen. Estuvieron comprometidos estómago, intestino, el bazo quedó rasgado. Hubo contaminación y un montón de detalles. Sí, en definitivo, necesitaba una semana, al menos, de reposo. Por otro lado, el enfermizo apego que sentía por ella, le impedía retirarse con las manos vacías, con el rabo entre las piernas. Él, sabía que la necesidad de poseerla tenía un origen malsano y quimérico. Pero saber no era aceptar. No combatía esa urgencia, quizá por falta de fuerza de voluntad o falta de ganas. Ya no estaba seguro de nada. Resolvió, no decidir nada aún. Necesitaba tiempo para pensar y sanar.
El único saldo a favor, en todo lo ocurrido, lo significaban tres prisioneros: La chica viuda, el padre y el joven capataz de la hacienda. ¿Qué podía hacer con ellos? Debía decidir si era mejor mantenerlos como rehenes, como zombis o muertos. Dejarlos en libertad estaba fuera de toda consideración.
Con mucha dificultad, fue hacia la terraza. No pudo salir, el sol le afectaba. Estaba tan débil que los rayos solares le hacían daño. Hizo indicaciones a un esclavo que se encontraba cerca. Este, con premura, entró a la casa y salió, al poco rato, con un enorme paraguas negro.  Caminó, amparado con aquella sombra artificial, hacia las chozas del bosque. El bokor, les esperaba con los tres prisioneros. Cada uno bien atado a un poste, amordazados y con vendas en los ojos.
—¡Vaya! ¿No te parece un poco exagerado atarlos así? —le preguntó a su perverso aliado.
—Mejor amarrados que sueltos —le respondió con malicia el brujo —¿Cómo está de sus heridas?
—Recuperándome poco a poco.
—¿Qué hacemos con los blanquitos?
—Por lo pronto interrogarlos. Uno por uno, no quiero escándalos. Me duele la cabeza. Estoy de mal humor.
—Las damas primero —sugirió el bokor, acercándose a Adelaide.
—¡No! —ordenó Odart —empieza con el chico. Era el capataz de la hacienda, el primero.
El brujo asintió. Un esclavo, retiró la mordaza al mencionado joven. Apenas se la quitó, comenzó a gritar, revolverse entre las cuerdas, clamando el nombre de Adelaide, exigiendo que lo liberasen y otras tonterías.
—¡Silencio! —ordenó Odart —como continúe gritando le haremos daño a la chica. ¡Quítenle la venda! Que vea en qué situación se halla.
Antoine miró a todos lados, vio a su amada y a un hombre, amarrados en postes de madera, igual que él. Abrió la boca para decir algo. Una seña del hombre de blanco le hizo permanecer callado. Entonces, reconoció a su antiguo patrón: el Marqués de Meréville. ¿Qué hacía allí? Pensaba que estaba en Francia.
—Así está mejor. Como puede ver. Tenemos a la chica de Laborde, viuda D´Estreux y a su padre. Si colabora con nosotros todo irá mejor para ellos y para usted.
—¿Viuda?
—Sí, no tengo que explicarle lo que significa.
—¿Quién lo mató?
—Yo lo maté. Pero, no me interrumpa. Aquí, quien hace las preguntas, soy yo. Cálmese.
—¿Qué requiere de mí?
—Sigues preguntando —le censuró Odart.
Antoine guardó silencio.
—Así está mejor. Nos estamos entendiendo. ¿Qué sabe del santuario? Usted trabajó en la finca, era el capataz. Seguro sabe de lo que hablo.
—¿El santuario? —preguntó Antoine, atónito.
—Sí, el santuario. No pretenda ignorar su existencia.
—Sé lo que sabían todos. Es una capilla o algo parecido, ubicada en la montaña.
—¿Eso es todo?
—Sí. No sé qué otra cosa decirle.
—¿Qué actividades realizaban allí?
—No lo sé.
—¿Qué se escondía allí?
—No lo sé.
—¿Algún rumor? Algún murmullo debía correr entre los trabajadores. ¿Qué escuchó? Dígame. Deme algo. Hasta ahora no me ha dado nada.
Antoine miró al suelo. Tratando de recordar. Como si en aquella tierra roja estuvieran las respuestas que deseaba su captor.
—¡Señor García! ¡Hable! No estoy de humor para largas esperas. ¡Hable ahora o calle para siempre! —le amenazó.
—¡No sé! Sólo eso, lo que le dije: era una ermita. Algo importante para Madame Legrand. Un sitio para rezar, algo espiritual, religioso. No pregunté. No pensé que fuese de mi incumbencia. Las cosas de los patrones son privadas. No soy metiche. ¡De verdad! ¡Es todo lo que sé!
—Lo que es igual a nada —expresó Saboulin, decepcionado.
El joven capataz no respondió. Estaba muy asustado. Odart decidió no continuar el interrogatorio, no iba a ningún lado. Ordenó amordazar de nuevo al chico, aunque sin colocarle una venda en los ojos. Miró al Marqués. Lo desestimó, qué podría saber el padre de la chica. Para desespero de Antoine, el hombre de blanco se dirigió al poste de Adelaide.
—Quizá ella si hable. ¿Qué opinas, François?
—La chica sabe algo. Es mitad bruja, mitad blanca. Ella ha visto cosas en su mente. Pero no las revela, las protege. Su sangre, está ligada con la isla. Es fuerte, a pesar de no saber cómo usar sus dones, ella, fue quien nos descubrió y le dijo a Inanna.
—O sea que, parte de nuestro fracaso, se lo debemos a ella.
—Sí, mi amo. Fue la entrometida que adivinó todo.
En Cabo Francés. Áneka, estaba confundida y extrañada. Juraría haber visto a Lidia, cabalgando, con una cesta echada en la espalda, por Rue de Morne. Esa calle, paralela a Rue du Picolet, terminaba en un callejón sin salida. Llena de curiosidad guio la carreta hacia allá. Estaba sola, había dejado a Juanito, encargado de las cosas en el almacén. Era un chiquillo animoso, siempre dispuesto a realizar las labores con alegría.
Su sorpresa se duplicó, cuando enfiló Rue de Varennes, el corazón le palpitó con fuerza. Adelaide, también a caballo, cruzó frente a sus ojos, por la referida calle. Impactada, olvidó la fugaz aparición de su antigua maestra y siguió al objeto de su amor, cruzando por Rue de Morne. ¿Qué hacía allí? ¿Le habían rescatado? ¿Por qué andaba sola? Era peligroso. Azuzó a los corceles. Debía ser presta, pudiera necesitar ayuda.
Al final del callejón, le encontró. Con su largo cabello rizado, desparramado en la espalda. Emocionada, bajó de la carreta, corrió hacia ella, llamándola por su nombre. Esta no respondió, ni hizo ademán alguno. ¡Pobrecilla! Quizá estaba bajo la influencia de un veneno o droga. No pudo evitarlo, los ojos se le llenaron de lágrimas, las cuales iba esparciendo de un lado al otro. Una pequeña lluvia de dolor por su amada.
Llegó hasta ella, quien continuaba subida al caballo. Le tocó en la pierna, entonces la mujer volteó. Áneka, fue sorprendida por tercera vez. No era Adelaide, era una desconocida muchacha. Vestía igual que su querida amiga, sin embargo, era más bajita y de tez oscura. Pensó en disculparse por la confusión. No le dio tiempo, la chica en cuestión tenía una bolita de hoja de maíz en la mano, la aplastó y se dispuso a soplar el polvo que contenía. Áneka, se percató de lo que pasaba. ¡Había caído, de nuevo, en una trampa! Se llevó las manos a la cara, por instinto. Esperando recibir el mismo veneno que había absorbido Inanna. El mismo que Odart Saboulin, en cantidad mucho menor, había impregnado en sus labios.
El soplido no llegó a realizarse. Lidia apareció por detrás, de un solo tirón, violentísimo, la desmontó. La chica, cayó de una forma aparatosa. Rodó por el suelo, dio varias vueltas. A pesar de eso, se sacudió la cabeza e intentó correr. La rusa, más rápida, no lo permitió, le tomó de la cabellera, derribándola, otra vez, con igual o más violencia. Luego, sin más, se sentó sobre ella. Ahora sí, con el peso de su agresora y la voluminosa cesta, la chica dejó de moverse, boca abajo.
—Ni se te ocurra gritar —le dijo, zarandeándola por el pelo —sabes quién soy y de lo que soy capaz. No se me conoce por piadosa.
Áneka observó la acción de su antigua maestra y amante. Se acercó con lentitud, secándose las lágrimas.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Lidia.
—Estoy conmocionada. Le confundí con la señorita Adelaide. Pasé de la extrañeza a la alegría, de la ilusión a la vergüenza y de allí al terror.
—Entiendo, más no lo apruebo. Mucho te advertí sobre el amor. Mírate ahora: te has convertido en una mujer blandengue, asustadiza, llorona e inoperante.
—Lo siento. No volverá a pasar.
—¡Está bien! ¡Está bien! Ya ven, ayúdame con la cesta, mientras sondeo a esta mujer.
—Yo no diré nada —dijo la falsa Adelaide.
—¡Calla, engendro! Tus palabras no son requeridas, guárdalas para Lucifer o quienquiera que sea tu demonio favorito —le gritó Lidia.
Dicho esto, la levantó del piso, no con amabilidad. Áneka observó que la chica tenía la cara llena de tierra y piedritas. Quien, apenas estuvo de pie, intentó zafarse, pero aquellas delicadas manos de la rusa parecían garfios de hierro. Le sostuvo con fuerza y habilidad.
—¡Qué salvaje! ¿Áneka, tienes agua?
—Sí. Un poco, en la carreta —le contestó, yendo hacia el mencionado vehículo.
—¡Bien! ¡Toma! —le dijo su amiga —con este pañito límpiate la cara. Estás toda ojerosa. Luego haz lo mismo con ella. No es cortesía, es para sondearla mejor.
Una vez el rostro estuvo limpio, quedó al descubierto un rostro bonito, más oscura la piel de lo que aparentaba.
—¡Mira! ¡Hasta guapa eres! Sin maquillaje te ves mejor, pequeña —comentó Lidia —si no fueses enemiga te haría mi mascota.
—Tenía mucho maquillaje —opinó Áneka.
—Parte de su disfraz. Era para parecer más clara de piel. Convincente apenas. Supongo que engaña a quien se deja. Adelaide es morena, pero esta chicuela es mestiza.
Áneka encajó el reproche.
Sin decir nada más. Lidia, tomó a la referida mulata por el cráneo, con sus dos manos. La levantó en vilo. Ejerció presión, le abrió los ojos con el índice y el pulgar. La chica se quejó un poco, quiso patalear, al sentir los pies en el aire, desistió.
—Los ojos son la ventana del alma. No pueden mentir, vamos a ver qué me dicen. —expuso la rusa.
Le sostuvo en el aire unos segundos.
—Es una manumisa —dijo —criada y favorita de nuestro buen amigo: el brujo vudú. Es su aprendiz. Fue la encargada de encender el cañaveral, tratando de encerrar a Amadi. También era la fuente de conexión entre los cuerpos sin alma y Pierre. Algo que llaman “materia”.
—¿Pierre? ¿Pierre Nodu Jean? —preguntó Áneka, interrumpiendo —¿qué es eso de los cuerpos sin alma?
—Sí, Pierre, el mismo que viste y calza. Los cuerpos sin alma es lo que llaman zombi. Tú sabes. Lo que quisieron hacer contigo e Inanna. No me desconcentres. La chica opone resistencia mental, quiere ocultar la información.
—Perdona.
—No pasa nada. A ver, a ver —continuó —¡vamos nena! Revela tus secretos. Mientras más te resistas, más nos tardaremos. Se te van a secar los ojos —le dijo Lidia a la mulata.
Por un rato no pudo extraerle información. Sin embargo, la molestia en los ojos hizo que cediera.
—Se disfrazó de Adelaide para secuestrar a Antoine. Por robar un caballo, se quedó atrás, no se retiró junto a los demás atacantes. Eso, sin querer, causó que nos descubriera, a Inanna, Amadi y mi persona, reunidos en la entrada de la finca. Nos espió y se dio cuenta que lo que se ocultaba en el santuario estaba en la cesta. Me siguió hasta el puerto, logré despistarla unos momentos y allí fue cuando te vio, Áneka. Decidió jugársela contigo. Es increíble todo lo que saben sobre nosotros. Saben de ti, de Antoine y el amor que sienten por Adelaide. Quiso aprovecharse de eso, como ya lo había hecho con Antoine. Te tendió una emboscada pensando en haberme despistado. Creando la situación perfecta para que yo la atrapase. Me disculpo contigo, por usarte de cebo. Está condenada es escurridiza. 
Al fin la soltó. La chica cerró los ojos, que lagrimeaban sin control. No por lamento, sino por necesidad de hidratación. Lidia, sacó una daga, realizó un pequeño corte en el cuello de la muchacha. Ella gritó, no había sido una herida grave, pero igual dolió. La rusa, le indicó silencio. Probó la sangre.
—Coloquémonos detrás de la carreta. No es una calle muy transitada, pero en cualquier momento puede pasar alguien. No sería bueno si alguien nos ve. Además, cerca está un puesto de guardias —recomendó Áneka.
—Su sangre está contaminada. Algo tiene. No se identificar que es. No sirve para hacer una reposición de sangre. Ni siquiera sirve para eso.
—¡Lidia! ¡Vamos!
—¡Ya! ¡Ya! Ya me coloco detrás de la maldita carreta, para que estés tranquila.
Una vez realizada esa acción. Maniataron a la chica, mordaza incluida, subiéndola a la carreta. Igual que la cesta. Ocultaron ambos bultos con una tela de lona. Adjuntaron los dos caballos al vehículo. No podían dejarlos allí, en medio de la calle. Partieron rumbo al almacén.
—¿Qué haremos con ella? —preguntó Áneka.
—¿Tú qué crees? No tenemos tiempo ni personal para tener prisioneros.
—¡Lidia! ¿No le mataremos? ¿O sí?
—¿Qué otra opción tenemos?
—No lo sé. Dejarla libre tampoco. Sin embargo, aún podría servirnos de guía, para saber más cosas de nuestro enemigo.
—No, ya sabemos todo lo que debemos saber. Además, recuerda: ella intentó secuestrarte, se hizo pasar por tu adorada Adelaide, se llevó a Antoine, ayudó a quemar la hacienda. ¡Debe pagar!
La chica, escuchando todo aquello, maniatada como estaba, se revolvió e intentó saltar de la carreta. Lidia, con un movimiento vertiginoso, le clavó en el piso del transporte de carga. Y no fue solo una expresión. La fugitiva, emitió un gemido apagado. La daga, atravesando piel, órganos y huesos, le había incrustado contra la madera. Pronto recibió otra punzada, dejando de moverse y hacer ruido.
—¡Listo! Resuelto el problema. Conduce hacia el malecón, encontremos un lugar solitario y adecuado para lanzar el cuerpo al mar.
Áneka no pudo evitar sentir lástima por la muchacha. A pesar de todo el daño que había hecho, era solo una niña, obedeciendo las órdenes de un despiadado amo. Ahogó el llanto, lamentando no creer en dioses ni haber aprendido a rezar. Pues sentía una necesidad inmensa de delegar sus angustias a un poder mayor y solo había un ser en quien podía creer y confiar la vida de Adelaide: Inanna.  
Adelaide, muy lejos de allí, se enfrentaba a una situación apremiante. Estaba en manos del brujo y el hombre de blanco. Cautiva, junto con su padre y Antoine. A él, también lo habían atrapado. Lamentaba que hubiese ocurrido tal cosa. Eso quería decir que el asalto a la hacienda, que su tía auguraba, se había producido y había tenido éxito en lo que fuesen sus objetivos. Quizá, muchos de los habitantes de la finca habían muerto o resultado heridos. Miró a su alrededor. Jerome, solo dios sabe que le habían hecho o como había muerto. No se atrevió a preguntar. Las palabras las guardó para las plegarias. Rezaba en voz baja, tratando de que los captores no percibiesen el temblor de la voz y todo su cuerpo.
—Señora Adelaide —le dijo con tono socarrón, el tal Odart Saboulin —o debería decir: Viuda D´Estreux.
Ella, no supo que responder. Recordarle que Jerome estaba muerto le causó tristeza. Más allá de que no hubiese amor entre ellos, apenas era un chico, no tuvo tiempo de vivir, de cometer errores. La crueldad del acto era insondable. ¿Qué consecuencias habría para ella? Sintió que su tiempo de vivir también se acortaba. No creía salir con vida de ese sitio. O lo que era peor: podrían extender la duración del secuestro, torturarla o abusar de ella. Era pavoroso ese pensamiento y muy real.
—Como puede ver, tenemos a su padre y a su amigo: el joven capataz de la hacienda. Le haré unas preguntas y de su respuesta depende las acciones a tomar o no con estas dos personas. ¿Colaborará con nosotros?
Adelaide asintió. Cooperaría en todo. Acababa de casarse y enviudar en un mismo día. La orfandad no era un epíteto que quisiese agregar a su nombre. Y Antoine era su buen amigo, como podría no acceder frente a la amenaza.
—Bien —opinó su captor —es sencillo. Ya usted oyó las preguntas que le hice a su amigo. ¿Qué era lo que se escondía en el santuario?
—No lo sé.
—Empezamos mal. Vamos, usted sabe más que eso. Sabe quién es o qué es Madame Legrand, en realidad. François me dice que usted entró en su mente. Ella se lo permitió. Así que debe saber mucho. ¡Vamos! ¡Cuéntele a tío Odart!
Debió sorprenderse por tal afirmación. Sin embargo, ella sabía que el brujo vudú les había espiado a unos niveles impensados. Y quien sabe qué cosas habrá intentado o puesto en práctica mientras estuvo inconsciente. Negarse era inútil y peligroso.
—Vi muchas cosas, pero no se interpretarlas.
—Voy a tratar de ayudarla a entender. Así todos podemos manejar mejor la información que usted percibió en esa ocasión. Madame Legrand, ha tenido muchos nombres a través de su larga existencia, como ya lo sabe. Es la primera de una raza oculta. Sin embargo, algo propició su cambio, ella no siempre fue inmortal. Y eso es lo que creo que ocultaba en el santuario. Un ser que le brindó esa característica. Aunque yo mismo nunca lo he visto. Sólo se de él por leyendas y algunos recuerdos, cuando la conocí en el pasado.
—La convirtió cuando era una niña. Sí, era un hombre, bajito, algo raro. En mi visión, mantuvo siempre el rostro oculto. No puedo decir quién era.
—Nannar —le indicó Odart.
—Ese era su nombre. Creo… —le respondió dubitativa —parece que ya usted sabe muchas cosas. No entiendo que puedo decirle, más allá de lo que usted ya sabe.
—¿Dónde está él?
—No lo sé, nunca lo vi. Subir al santuario estaba prohibido.
—Cuando entró a la mente de Inanna, debió haber visto muchos secretos.
—Quizá, pero no los entendí. Ya se lo dije.
—François intentará sondar su mente. No se resista.
El brujo se acercó a ella. Estaba muy asustada, no sabía muy bien qué hacer, decir o pensar. Ese maligno ser, cubierto con una horrorosa máscara, le iba a tocar. Su pecho subía y bajaba con poco control, a cada paso que daba hacia ella. Se preparó. Cerró los ojos con fuerza, apretó los puños. Sin embargo, el temido toque no llegó a producirse. El tipo, inició un extraño baile frente a ella, cantando y recitando cosas ininteligibles. Aquello no era creole, mucho menos francés. Era algún dialecto africano. El grupo de esclavos presente, acompañó a su coterráneo, mediante coros, melodías y ruidos animalescos. Luego de un rato desistió de su obra. Detuvo el aquelarre.
—Se resiste massa. No puedo entrar en su mente —dijo, François, con seriedad.
El brujo, se mostraba contrariado y hasta triste.
—¡No está usted colaborando! —le gritó Odart.
—Yo no he hecho nada.
—Se resiste. Me importa un pepino si es de forma consciente o no. No tengo tiempo para tonterías, voy a tener que estimularla para que colabore. ¡Traigan al muchacho aquí!
Desataron a Antoine. Quitándole la venda y la mordaza. Éste, comenzó a gritar, llamar a Adelaide y a luchar para liberarse. Otra vez. Lo cual, no consiguió. Odart, se acercó hasta él y de una sola y sonora cachetada le calló.
—¡Has silencio, niño estúpido! Me duele la cabeza. Ya lo he dicho hasta la saciedad. ¿Será que nadie me escucha? Si hay gritos aquí será porque yo los emita o lo permita.
Antoine humillado, cerró la boca, debía conservar la calma. La vida de su patrón y de su amada podía depender de ello.
—Señora viuda, utilizaremos a nuestro amigo, el capataz, para demostrarle que no estamos jugando y a la vez incentivar su colaboración. Lo convertiremos en un cuerpo sin alma. Usted los ha visto en visiones y él, ya los enfrentó en la finca. Saben de lo que hablo. No necesito explicar lo que eso conlleva.
—¡No! No es necesario, yo colaboraré.
—Sé que a niveles conscientes quiere hacerlo. Pero necesito desbloquear su subconsciente. Quién aún lucha y oculta información. ¡François! ¡Procede!
El brujo, comenzó con los preparativos del ritual.
—No cedas Adelaide. No te preocupes, no podrán convertirme en nada de lo que dicen. Sé quién soy, sé lo que pasa. No podrán. Estoy consciente —gritó Antoine.
—No le di permiso de hablar, pero está bien. Aproveche sus últimas palabras. Y déjeme decirle: si podremos. Pensará usted, que es solo un entramado circense para asustarlo. No, mi señor García, el ritual, por más que me choque, es necesario. Cuando François termine con usted, será nuestro más fiel esclavo. Lo verá su amada, usted ni lo notará.
Adelaide escuchó la aseveración de Odart. ¡Antoine la amaba! ¡Ahora le parecía tan claro! ¿Por qué no lo percibió antes? Estuvo tan ocupada con sus pensamientos y dilemas, que poca atención le prodigó a su amigo. Algo increíble. Luego, conoció a Áneka y con ella: un amor prohibido, que había sido tan bonito como inadecuado. Aún la amaba, solo que había aceptado el hecho de no ser su destino. Una corta y hermosa etapa de su vida que atesoraría en el corazón. Igual, ya poco importaba. Su futuro parecía estar sesgado. No habría vida matrimonial, ni hijos, ni un nuevo comienzo en Nueva Orleans. La muerte o la esclavitud, era su porvenir.
—El ritual, como ya dije, me repugna un poco. Pero es absolutamente necesario. Observe, François, se ha ataviado como lo que es: un brujo vudú, un bokor, experto en magia negra. Es algo más teatral que práctico, si me pregunta: hasta me parece chistoso —le dijo Odart a Adelaide, pasándole una mano en el hombro, como si fuesen viejos amigos —ahora entonarán, él y los esclavos asistentes, un cántico. Es algo largo y monótono, se repetirá y repetirá, durante un rato hasta convertirse en una letanía. El veneno base de cacombre zombi, será administrado por aspiración a su amigo. Él se negará a inhalar, todos lo hacen. Algo imposible, nadie puede contener la respiración para siempre, en un momento dado deberá hacerlo. Aunque, siendo justos, llamarle “veneno base” es algo inexacto. Verá, la primera parte del veneno, hace que el cerebro se desconecte de la mente. Es una cosa impresionante, la toxina afecta la comunicación entre las células nerviosas. La cual se realiza mediante impulsos eléctricos. El sodio, esencial para que ocurra el intercambio de iones y el potencial de carga, queda inhibido, eso los lleva hasta al borde de la muerte, perdiendo control sobre sus acciones, permaneciendo conscientes. Así perciben todo lo que pasa, pero están paralizados. La mezcla de otras sustancias evita que ocurra un paro respiratorio. De otra forma la muerte se produciría en pocos minutos. 
Adelaide, aun cuando no entendía del todo, siguió los hechos que describía Odart Saboulin. Quien se encontraba extasiado. Sonreía. La molestia, expresada con anterioridad, acusando un dolor de cabeza, parecía haber desaparecido. De verdad, percibía un insano gozo en lo que acontecía por su disposición.
—Me disculpo si fui muy técnico. Las cosas que le referí, en su mayoría, son desconocidas, aun para la ciencia médica actual. Sucede que me emociono y maravillo con el tema. No debería estar adelantando conocimientos. En los dos mil años, que tengo con vida, he estudiado diversos campos y materias. Me apasiona la química y, en menor medida la biología —enunció con emoción.
Encaró al padre de la chica, quien, sin vendas en los ojos le veía con intriga.
—¡Oh! ¡Si! Mi amigo Silvain De Laborde, ex Marqués de Meréville. No me mire así. No soy el primer inmortal que usted ha conocido. Su cuñada y algunos de sus compañeros también lo son. Me causa mucha gracia su expresión de sorpresa. Ha estado ciego, usted, su familia y sus relacionados. Madame Legrand, es mucho más de lo que deja ver. 
Mientras Odart se recreaba en su grandilocuencia, el brujo sopló el referido polvo venenoso en el rostro del reo elegido. Antoine resistió todo lo que pudo. Al final, cedió. Una vez lo hubo aspirado, cesó la lucha. Sus ojos se desorbitaron y la expresión del rostro se convirtió en una macabra máscara. Mostraba los dientes, en un remedo de sonrisa frenética, temblando de pies a cabeza.
—Algunos pugnan por su vida, pero a la mayoría les pasa eso. Adquieren esa expresión de paroxismo extremo. Es normal. En la segunda parte de ritual, se le suministra, vía oral, el veneno catalizador, si lo podemos llamar así. Este, es un potente alucinógeno. De forma aparente, cesarán sus funciones vitales. Obvio, que no es de esa manera. Le enterramos, esperamos unos minutos, para que el efecto sea mayor, después se desentierra. En la tercera fase del ritual, se hace énfasis en inducirle la condición de muerto. El cuerpo, queda a nuestra disposición. La mente permanece en una especie de limbo, quebrada, moldeable al gusto; la persona, de verdad, cree que está muerta. Atrapado en una alucinación. Es obediente, inmune al dolor, al miedo, al hambre. Apenas si percibe el entorno donde se encuentra. Es capaz de sortear obstáculos, realizar acciones, pero debe ser dirigido. Es el último y más bajo nivel de esclavitud.  
Adelaide vio como tomaron el inerte cuerpo de Antoine, introduciéndolo en una burda caja. Le sepultaron en una tumba, no muy profunda, por un rato. Cosa de un par de minutos. Exhumado con presteza, el brujo le hizo, después, una serie de preguntas. Él respondió, de forma mecánica, cada una de ellas. Su amigo había desaparecido dentro de sí mismo. Aquel cavernoso graznido de ultratumba, poco tenía que ver con la templada y amigable voz que ella conocía. No oiría más su nombre de los labios de su amigo. ¡Pobre Antoine! Una parte de ella quería llorar de horror y la otra parte quería combatir, pelear. Aun atada. Terminó por aceptar que era inútil la lucha. Odart Saboulin tenía todas las cartas.
—Es hora de volver a negociar, mi querida amiga Adelaide. François intentará, de nuevo, entrar a su mente. Lo que sabe de Inanna y sus secretos. Y usted, colaborará.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Yo colaboraré! Sólo deshagan lo que le hicieron a Antoine.
—No, eso no es parte del trato. El trato es que, si usted coopera, no le haremos eso a su padre. El muchacho queda como garantía.
La amenaza, conjuró cualquier tentativa de protesta. Ella asintió, con lágrimas en los ojos. No tenía de otra. Se preparó, para presenciar otro baile, sacrificio, canto y sonidos extraños. Lo cual, le parecía desagradable.
—Le sondeara yo mismo, pero no tengo las facultades mentales que parecen tener todos los hijos de Ishtar —le comentó, con burla, Odart Saboulin —salvo alguna facilidad para encontrar personas de escasos valores morales. ¡Ja! ¡Ja!
Conforme a los temores de Adelaide, el brujo, se colocó frente a ella, muy cerca. Comenzando un nuevo ritual, con baile, encendido de tabaco y sacrificio de gallina incluido. Su situación seguía siendo comprometida y se pondría peor.
—¿Qué ocurre François? —preguntó Odart, al ver que el brujo detenía su faena.
—No estoy obteniendo nada. La blanquita sigue bloqueándome.
—¡Qué contrariedad! ¡Señora Adelaide! Le pedí por las buenas que colaborara.
—¿Qué? ¡No estoy haciendo nada!
—¡Exacto! No está haciendo nada. Abra su mente, permita que François entre. O el señor De Laborde pagará las consecuencias de su negativa.
El brujo, retomó la tarea. Obtuvo algunas imágenes nebulosas.
—¡Veo algo! Pero borroso —exclamó François.
A una seña de Odart, Antoine o, mejor dicho, su cuerpo, caminó hasta él. Cogió una tea ardiendo de la hoguera y aplicó la punta en el abdomen del muchacho. Éste, no se inmutó, no hizo mueca alguna, no se quejó, no hizo nada. Adelaide fue forzoso testigo del control que ejercía sobre su amigo. El olor a carne quemada le repugnó. Sin poder evitarlo, vomitó encima del bokor.
—¡Maldita cochina! —gritó el brujo con repugnancia.
Levantó la mano. Su intención era abofetear a la chica. Odart le detuvo.
—¡Tranquilo François! No golpees a nuestra invitada.
—¡Me ensució todo!
—¡No seas llorón! Límpiate y continúa. Un poquito de vómito no te va a matar. Además, estas casi desnudo, tampoco es que andas con tu mejor ropa.
—Negrito es pobre, pero negrito es limpio.
—¡Ya! ¡Ya! Ve a asearte. Y déjame un rato a solas con la señora Adelaide. Tú, la asustas.
¡Qué ironía! Pensó Adelaide. Quién, en realidad, le asustaba era el hombre de blanco. El brujo, le daba miedo, pero no tanto como él. Siendo quien detentaba el verdadero poder.
—Necesito que se calme —le dijo, una vez a solas —Sé que quiere cooperar. Si se tranquiliza las cosas irán mejor para todos. En especial su papá. ¿Estamos de acuerdo? Tome, es un vaso con agua fresca. No es veneno. No se preocupe, no me sirve envenenada sino en plena facultad de su mente.
Ella, por supuesto, no aceptó el agua. Él, percibiendo su natural desconfianza, tomó un sorbo.
—Ve. No esta envenenada ni nada por el estilo.
Vencida por la sed, Adelaide accedió a tomar el agua. Él la desató, le buscó un banquito de madera para que se sentara. Estaba muy seguro que ella no intentaría escapar, dejando a su padre y a su amigo. Tenerla amarrada no era necesario. Le examinó las manos, ella se quejó un poco. Le untó ungüento en las muñecas.
La crema tenía un efecto analgésico. Tanta amabilidad confundía a Adelaide. Si bien desconfiaba, el descanso y la asistencia le venía de maravilla. En el fondo entendía las razones de su captor. No era caballerosidad, sólo lo hacía porque la necesitaba relajada, en la mayor forma posible.
El bokor, regresó al fin, luego de un buen rato. Ella, al verlo, no entendió el berrinche ni la tardanza, pues usaba la misma facha. O al menos eso parecía. Reanudó su faena ritualista, la cual fue bastante similar, excepto por la gallina, esta vez no sacrificó ninguna. Saber si sonreía o si estaba disgustado, era imposible. La careta le cubría por completo el rostro.
—¿Y bien? —preguntó Saboulin.
—Ahora sí. No me bloqueó. Se portó bien la niña.
—Bueno, no te hagas de rogar, cuéntame que viste.
—Vi mucho y a la vez nada.
—No hables crípticamente. Se claro y conciso. ¿Viste al ser que llaman Nannar?
—Sí.
—¿Cómo es? ¿Qué es? ¿Es humano? ¿Un Ishtari?
—No creo massa. Es pequeño, como metro y medio. La piel es rara, como de rana. Rosada y opaca. Tiene cuatro dedos y sus manos son chatas.
—¿Qué más?
—No tiene pelo. Estaba disfrazado de hombre, pero no es hombre. Cuando consiguió a Inanna, llevaba capucha y se protegía del sol con un sayo negro. El sol le hace daño, le molesta. Como a usted. Inanna, era una niña, no era inmortal, no se llamaba así, tenía otro nombre. Como ella había perdido la memoria, él le colocó uno.
—Ishtar —susurró Odart Saboulin.
—Ese mismo massa.
—De allí proviene nuestro nombre como raza. Los Ishtari, los hijos de Ishtar.
—Ella, ha tenido muchos nombres.
—Sí, eso lo sé. Dime algo que no sepa. ¿Qué cosa es él?
—No lo sé massa. No es humano y es muy viejo. Muy, pero muy viejo.
—¿Qué tanto?
—Cuando halló a Inanna ya había consumido miles de vidas de hombres. Hizo algo con ella, la puyó con una aguja y la niña dejó de ser niña, entonces la llamó: la primera.
—¿Sabes dónde está ahora? El mal llamado santuario fue destruido. Explotó. Allí no estaba.
—No. Inanna no reveló sus planes a la chica. Solo le mostró quien era ella y que era él. También le enseñó la muerte de un hombre, de su tío. Ella lo mató, por sangre.
—¡Rayos! Es frustrante. Siento que perdimos el tiempo. No sabemos qué cosa es Nannar, no sabemos su ubicación, si está vivo o está muerto. ¿No intentaste enlazar la mente de Inanna? —manifestó Odart obviando la parte de la muerte de Alexandre.
—Lo intenté, pero es poderosa. Ya se recuperó. El cacombre zombi no le hizo efecto.
—Le suministré dosis doble y a pesar de eso no fue suficiente.
—Y yo hice el cacombre zombi más concentrado para ella.
—O sea que recibió una dosis mayor.
—Así fue massa.
—La criada negra. La cocinera.
—¿Qué pasó con ella, massa?
—Ella intervino. Tú me dijiste que ella es una Houngan.
—Sí. Eso fue. Pudo haber preparado un anti veneno.
—¿Tal cosa es posible?
—Es bruja vudú, igual que el negrito. Ella usa magia blanca y yo magia negra. Es mi igual. Por así decirlo.
—Es un incordio —expresó Odart, con abatimiento en la voz —hemos fracasado mi querido aliado. Mañana, a primera hora nos largamos de aquí. Si por mi fuera, partiría ahora mismo, sin embargo, me siento cansado y adolorido. Necesito reposar un día más.
—Pero… Inanna… Nannar… La promesa hecha al negrito.
—No pudimos capturar a ninguno de los dos. Y en cuanto a la promesa, estoy dispuesto a cumplirla. Eso sí, bajo tu riesgo. La conversión no es cien por ciento segura.
—Negrito sabe. ¿Qué hacemos con ellos? —le preguntó el bokor, refiriéndose a los prisioneros.
—A la muchacha y al padre ponlos a dormir. Con el chico, has lo que tú quieras.
Adelaide oyó aquello, toda la conversación. Sintió que esa frase: “ponlos a dormir” significaba la muerte.
—Solo a dormir. No los mates. Los llevaremos con nosotros. En alta mar, veremos qué hacemos con ellos —completó Odart.
No hizo falta hacerla dormir. Adelaide se desmayó. Agotada de tener tanto miedo

Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora