Antoine recibió sus cosas. Uno de los hermanos tontón las había traído. Aún no sabía diferenciar uno del otro y como no se sintiera de ánimos, poco interés colocó en el asunto. Limpió la choza lo mejor que pudo, había telarañas, bichos, mucho polvo. Luego hizo lo propio consigo mismo: un baño apresurado. El factor de la reserva de agua condicionó la intensidad de las labores de aseo personal. La cantidad que le habían proporcionado se había agotado, casi por completo, en los procesos de limpieza; además, tenía hambre. El esmero fue sacrificado en pos de la practicidad. Culminadas las tareas, antes descritas, tomó rumbo hacia la cocina, según le había indicado Mamá Leroy. Tenía algo de tristeza en su corazón, incomodidad consigo mismo y también amargura, aunque no la aceptase como tal. Apenas hubo caminado algunos pasos, hacia el mencionado recinto, percibió un placentero olor. Era inequívoca la procedencia de dicho aroma, corroborando que iba con buen rumbo. La puerta estaba abierta. Escuchó la voz de Mamá Leroy, dando instrucciones, o al menos eso le pareció. Había hablado en un dialecto desconocido, quizá africano. Una de las chicas de color, que ya había visto en el momento de su llegada a la finca, surgió, apresurada por aquella puerta. Ella se le quedó viendo con detenimiento. Antoine no supo descifrar la mirada. Otra muchacha, quien le seguía de cerca, tropezó con ella. Ambas portaban viandas y bandejas en sus manos.
Azuzada por su compañera, la chica curiosa continuó su andar. Desaparecieron por uno de los accesos que conducían a la casa principal. Fuese lo que fuese que llevaban en esas bandejas olía muy rico. Él entró a la cocina. Aspiró con fuerza, el humo cargado de delicias. Alegró su corazón, a la vez que tosía un poco.
—Toda amargura sucumbe ante el placer —comentó Mamá Leroy —. Nadie entra a esta cocina con tristezas, se quedan afuera. En este recinto mandó yo, ni siquiera Madame Legrand, permanece impasible ante mi poder.
Hecha esa declaración, y como muestra de dominio, del cual se jactaba, le indicó que se sentara en la mesa, colocó un cuenco con comida exótica y abundante. Antoine abrió la boca para decir algo, nada dijo. Calló ante la imperiosa necesidad. Ahora instigada por las mágicas habilidades culinarias de aquella señora. Una cucharada, luego otra y otra y otra. Pan, pollo, ensaladas, plátanos. Aquello era un interminable río de sensaciones. Había una gran diversidad de platillos. Colores, olores, sabores.
Entre el entusiasmo y el desespero, se atragantó con una semilla. Asustado y con los ojos llorosos, hizo señas. Se estaba ahogando. Mamá Leroy, le propinó un fuerte manotón en la espalda y él, expulsó el objeto extraño que se alojaba en su garganta.
—¡Niño! ¡Ten cuidado! Esas pepas no se comen. Te comes lo verde, sin la concha —le dijo —casi te ahogas. ¡Si serás tonto! Toma esto, te sentirás mejor.
Bebió con avidez el líquido que le ofreció la doña. Era dulzón, refrescante. A pesar de su aspecto marrón, verdoso, el zumo, le resultó muy rico. Jamás había probado bebida semejante.
—Es jugo de caña —le reveló ella.
Él asintió y siguió devorando todo a su paso. Mamá Leroy estaba complacida de que comiera así. El muchacho, estaba muy flaco y pálido. Esa comilona era un primer paso. Bajo su supervisión, en unos meses, estaría gordito y fuerte. Saint Domingue, no es tierra para los débiles, los blandengues caen víctimas de las enfermedades, incapaces de mantener el ritmo del duro trabajo.
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Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y Poder
Vampire20 de enero de 1778, Cabo Francés, Saint Domingue. Un visitante, recién llegado al puerto, se suma al acontecimiento social más comentado de la colonia: la inminente ejecución de un esclavo sedicioso. Curioso y guiado por la intuición, inquiere sobr...