El Último Bramido

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Lidia supo que iba con buen camino, cuando vio las llamas en la distancia

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Lidia supo que iba con buen camino, cuando vio las llamas en la distancia. Disponía de un faro en la oscuridad, que guiaría su paso. Además, eso le decía que Amadi e Inanna, estaban allí, aplicando la Ley del Talión. Desistió espolear al caballo para apresurar el paso, ya le había exigido mucho. Casi todo el trayecto lo había cubierto a galope. El pobre animal estaba cansado. En consecuencia, bajó del mismo. Detrás de un árbol grande, que distinguía entre la monotonía silvestre, con su particular tronco y ramas abiertas, encontró una pequeña corriente. Más que un rio o riachuelo, parecía un canal de riego abandonado. Sin embargo, conservaba algo de caudal, lo suficiente para sus intenciones. Allí dejó, oculta, a su montura, regresando al camino. La fuente de agua y forraje, le permitiría al cuadrúpedo recuperar fuerzas. Corrió, en dirección del fuego, armada con solo unos cuchillos de mesa, sin filo y poco útiles. Los había robado de la cocina antes de salir del hotel, como último recurso. En todo caso, era mejor que nada. No había avanzado mucho trecho cuando escuchó el ruido de unas ruedas luchando con la carretera. Pudo notar la particular cabellera de Adelaide, rebotando y moviéndose de un lado a otro, mientras intentaba sortear los hoyos y baches con el carruaje. De manera inmediata, llamó su atención, haciendo ademanes y gritando. La chica, al reconocerla, detuvo el vehículo.

—¿Qué ocurre hija? ¿Por qué nos detenemos? —preguntó Silvain, desde la cabina.

—Es Lidia —respondió —nos ha encontrado.

—O ustedes a mí —opinó la rusa —según se vea.

Luego de los saludos, tuvieron una pequeña conferencia, intercambiando información sobre lo que había sucedido en la finca las últimas horas. Adelaide hizo un apresurado resumen, con lo cual, su padre, pudo entender algunas cosas. Otras eventualidades, escapaban a su comprensión, sin embargo, no interrumpió. Dejó a su hija terminar el relato.

—Bien. Haremos lo siguiente: ¿ven aquel gran árbol? —indicó Lidia.

Tanto Silvain como su hija no pudieron identificar al objetivo señalado. Negaron con la cabeza.

—No se preocupen. Confíen en mí. Siguen el camino y a unos treinta metros, del lado izquierdo, lo verán. Parece un gigante con los brazos abiertos. Detrás de él, encontrarán una pequeña depresión, una acequia. Allí dejé a mi caballo, bueno, no es mío, lo robé, pero esa es otra historia.

Adelaide y su padre se miraron el uno al otro. Sin decir nada.

—Esperen en ese sitio, iré por Madame Legrand, Amadi y Áneka.

—¿Áneka? —preguntó Adelaide, interrumpiendo —¿Ella vino? Mi tía no comentó nada acerca de eso. Sí nos advirtió que usted podría llegar, pero no dijo nada acerca de ella. Aparte, no la hemos visto.

—En realidad tu tía no lo sabe. Áneka, tenía órdenes expresas, de permanecer en Cabo Francés. Una vez que supimos la ubicación de la finca, donde estaban ustedes secuestrados, me engañó, escapando con mis cosas.

Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora