La Boda Blanca

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El Marqués, contó sus peripecias y las de Francia

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El Marqués, contó sus peripecias y las de Francia. El 5 de octubre, una muchedumbre, apoyada por 20.000 guardias nacionales había asaltado Versalles. La situación había cambiado mucho. Él, como comandante de uno de los regimientos, que protegían el palacio, fue señalado como enemigo, por los rebeldes. Comprendiendo que la causa estaba perdida y su vida en peligro, decidió escapar a las Antillas. Debía estar presente en la boda de su hija. Haber dejado de lado su deber como padre para cumplir un deber con el Rey, había sido un error. De suerte, el tiempo le alcanzó para enmendarlo.
—Salvé todo cuanto pude. Mi castillo fue reducido por las llamas y las tierras ocupadas. Estuve imposibilitado de enviar cartas, salvo las que envié antes del asalto al palacio. Debo agradecer mucho a la familia García, sin su ayuda no hubiese podido escapar. ¿Dónde está Antoine? Deseo entregarle una carta de su padre y noticias sobre sus hermanos. Ellos, escaparon a España —contó, el Marqués, con solemnidad.
—Antoine está en la finca —le contestó Madame Legrand —por ahora no te preocupes con eso. Resolvamos el asunto de tu pierna. ¿Estás herido?
—Es una torcedura. Resbalé en la cubierta del barco. No es nada del otro mundo. Mañana estaré mejor.
—¡Pobrecito mi padre! ¿Te duele mucho?
—Solo lo suficiente —afirmó, bromeando —nada más cuando camino, hija mía.
—Mamá Leroy se encargará de usted, señor Marqués —le indicó la matrona, como era su costumbre, refiriéndose a sí misma en tercera persona —una sobada con estas manitas y quedará como nuevo —dijo, presentando sus regordetas manazas.
—Ya no me llamen Marqués, Soy Silvain De Laborde, nada más. Perdí mi Marquesado, mi título, mi castillo y mis tierras. He conservado la cabeza y recuperado a mi hija. Eso vale más que todos los títulos de Francia —expresó, sosteniendo las manos de Adelaide —y con respecto al ofrecimiento de Mamá Leroy, debo aceptarlo, eso sí, necesitaré algo de whiskey para manejar el dolor.
—Silvain, por derecho de nacimiento eres un noble, no hay chusma arrebatada que te pueda substraer de ello —opinó la vizcondesa madre —recuerda: genio y figura, hasta la sepultura. Eso también aplica al abolengo y los apellidos. Para nosotros siempre serás el Marqués de Meréville.
—Es cierto lo que dice Isabel. No te aflijas por esa circunstancia. Lo más importante es que has llegado en el momento justo, Silvain. Entregarás a tu hija en el altar. No te esperábamos, ha sido una gran sorpresa. En algo estaremos de acuerdo todos: las cosas salen como tienen que ocurrir. Me agrada eso —expuso Madame Legrand.
—Ya te hago llegar el whiskey —anunció el Vizconde —hay que continuar con los preparativos. Estamos con el tiempo corto. Ahora que estás aquí, es esencial que te recuperes.
—¡Gracias Martín! ¡Isabel! ¡Adrienne! —agradeció —hija, ve con tu tía, no querrás ver a tu padre lagrimeando como un niño, pues Mamá Leroy las llama “manitas” pero, en realidad, son muy grandes. Y fuertes.
—Exagera mi señor. Mamá Leroy, es un ángel —aseguró Madame Legrand.
—Lo es mi querida yerna. Lo es. Pero mira esos dedos de dama. Sus manos parecen dos racimos.
Hubo una risa general por el juego de palabras. Los anglosajones llaman a los cambures enanos: Lady Finger por su peculiar forma. Parecidos a los dedos de una dama. Mientras que, en la isla, le conocían por otro nombre: cambur guineo o titiaro. Nadie le corrigió, seguro le había llamado así a propósito. Aparte, que un francés, utilizara una referencia inglesa, era gracioso en toda regla. La presencia del señor De Laborde era, sin duda refrescante.
Adelaide accediendo a los deseos de su padre, salió del salón con su tía, Áneka y Charles, además de la odiosa señora. Menos mal que no era su suegra. Aunque algo le decía que igual ella tomaría ese rol. La alegría inicial, por el arribo de su padre, se disipó un poco, viendo cómo se relacionaban él y Adrienne. La trataba con mucho respeto y cariño, sin saber que ella, era la asesina de su hermano. Luchaba contra esos pensamientos. Lo hablaría con Mamá Leroy, luego, en cuanto pudiera, ella le aconsejaría que hacer. Debía confiar en alguien, ahora que tenía dudas con Áneka y Adrienne Legrand. Aun así, pensó, era una increíble mejora en la situación. Su padre, estaría con ella, en un momento importantísimo de su vida. Lo invitaría a que le acompañase a Nueva Orleans. Esperando que no se empeñara en quedarse en la finca. No lo iba a permitir, su apoyo era necesario, ahora que lo había recuperado no deseaba perderlo.
Inanna percibió los sentimientos encontrados de su sobrina política. Era previsible. No puedes recibir una revelación como esa y permanecer indiferente. Mamá Leroy no estaría disponible, de momento. Entre Áneka, Sara, Julia y ella misma se encargarían de lo concerniente a la novia. El novio estaba en manos de la abuela y el tío. De suerte, así estarían ocupados y alejados esos dos. Le ponían incómoda. La señora con sus ínfulas de realeza y él, por el inoportuno interés amoroso que le dispensaba. No es que fuese un mal hombre, le caía simpático. Sin embargo, se hallaba indispuesta para galanteos. Únicamente deseaba terminar con todos los compromisos familiares y tomar rumbo al exilio. Desprenderse de la humanidad, de la familia, de todos. Excepto de Áneka y sus fieles acólitos.
Luego que todos los preparativos estuvieron listos se trasladó a la iglesia, acompañada por el vizconde, su escolta personal y Charles, quién, contrario a lo que pensaba, no se quedó con su sobrino. En parte era bueno. Mientras más personas hubiera alrededor, más improbable se hacía un intento de secuestro. El hombre de blanco gustaba del misterio y la actuación furtiva. Quizá había perdido el factor sorpresa. Desde que Adelaide llegó a Saint Domingue y desveló su presencia. Sin embargo, No por eso había que confiarse. A pesar de su potente bloqueo, cada vez eran más claras sus intenciones. Acercarse a Áneka había sido un error. Ella esperaba que cometiera otros. Se había expuesto, cosa que parecía ser contraria a su accionar oculto. Y si lo había hecho así, debía haber calculado las consecuencias de su fracaso, tomando medidas preventivas. En definitiva, el exceso de confianza era un factor a tomar en cuenta.
Antes que todo terminara tendría un careo con él. Ella sentía eso, de manera profunda. De esa manera sabría quién era en realidad el Conde de Saint Germain. Un nombre usurpado, pues no existía ese condado ni mucho menos un conde con esas credenciales.
Y así era. Odart vigilaba, con un catalejo.
—Tiene una escolta de soldados —manifestó.
—¿Cuántos son, massa? —preguntó François.
—Observo cuatro de ellos, seguramente deben ser más. Quizá ocho.
—Eso es un problema.
—Son tuyos.
—¿Massa, me da permiso de hacer lo que quiera con ellos? —inquirió el negrito, con maligno brillo en la mirada.
—Eso sí. No hagas nada que se demore demasiado, no hay tiempo para rituales. Incapacítalos solamente. Que no estorben. Luego que tengamos a Inanna en nuestras manos podrás hacer lo que quieras.
—¡Gracias massa! No serán problema para François.
—Lo dejo en tus malévolas garras. Yo haré mi parte, como lo planeamos. Confío en ti.
François asintió, complacido de la confianza otorgada, mientras acariciaba a la gata. Odart observó el accionar de su cómplice. Le desagradaba verlo manosear al felino, antes lo toleraba porque tenía un propósito. El cual había perdido importancia, todo lo que necesitaban saber, ya lo conocían.
—Me había olvidado de la gata. Ya la tuviste mucho rato. Ve a tus asuntos. Déjala aquí. Ya no es necesario que la lleves a todos lados.
—¡Massa! ¡Es mi gata ahora!
—No es tuya. Es de ella. Además: ¿desde cuándo eres amante de las mascotas?
El negrito, frunció el ceño. Entregando al animal a regañadientes. Odart, se quedó solo, con la pequeña minina. Le colocó un cuenco con restos de pescado. El animalito tardó en reaccionar, luego de un rato comenzó a comer con lentitud y los ojos fijos. Él continuó con la vigilancia.
Inanna permaneció cerca de la puerta de la iglesia, mientras esta se llenaba de personas. Adelaide estaba bien acompañada y no la necesitaba, mejor le daba su espacio. Aparte, estaba fastidiada de los interminables arreglos de la boda. Cuando se casó con Alexandre todo le había parecido emocionante, ahora, que no era la novia y su máximo deseo era partir, le aburría. Era injusto pensar eso. Suspiró.
Si el fulano Conde de Saint Germain osaba en acercarse, lo vería llegar. Desde las escaleras dominaba la vista de la Plaza d´Armes, así como el tránsito de transeúntes por las calles adyacentes. Les checaba, uno por uno, con su potente mente, revisaba con rapidez sus vestimentas, ademanes, figuras y rostros. Descartaba y continuaba. Ninguno era Saboulin. Los soldados de escolta estaban en la Rue du Notre Dame, frente a la entrada, eso confería cierta seguridad. El gobernador De Blanchelande, estaba invitado, por lo que se esperaba que hubiera más presencia militar. Observó a Charles, quien se acercó, ofreciendo a su hermano, el Vizconde, sustituirlo en la labor de recibir a los invitados. Este último se debatió entre aceptar o no, a sabiendas de los evidentes deseos de su hermano menor, de estar a solas con Madame Legrand. Inanna pensó en apoyar al Vizconde en su rechazo al cambio de guardia, sin embargo, percibió la angustia del más joven de los hermanos D’Estreux, sintió piedad. No era su intención alentar falsas esperanzas, pero tampoco el alimentar su desesperanza. Buscaría la forma de persuadirlo sin menoscabar su dignidad.
—Mi querida Adrienne Legrand, mucho tiempo he deseado una audiencia a solas con vuestra persona. El destino es grato para quien tiene paciencia, aunque los minutos, los días y meses se empeñaron en mermar la esperanza, esta no sucumbió.
—18 años es demasiado tiempo para mantener un anhelo no correspondido —le respondió ella.
—No puedo estar más de acuerdo. Mi corazón ha sido testarudo y no permitió soltar las amarras de ese navío. Sé de lo inadecuado e imprudente de mi demanda. Hecha a destiempo, en un momento de luto y dolor. Espero que comprenda mi posición, así como trato de comprender la suya.
—Usted no ha hecho demanda alguna.
—Es cierto. Madame. No he declarado con mi boca lo que impone mi corazón. Me debato entre parecer insensible con su dolor o pecar de indiferente ante su partida. ¿Qué debo hacer mi querido amor? ¿Qué debo hacer?
Ella iba a responder al constreñido pretendiente, cuando sintió la presencia del hombre de blanco. Vio un destello, proveniente de un balcón, en la rue de Palais, calle ubicada frente a la catedral, pasando la plaza. El brillo, de manera inconfundible, fue emitido por un lente al tener contacto con la luz solar. Odart espiaba, usando un telescopio. Era interesante. Esperaba un error, y allí estaba. Más rápido de lo que hubiera creído. Delataba su posición por una tontería. Muy pocas pasiones arrebatan a un hombre como lo hacen los celos. Pues eso era lo que manifestaba. Celos, inconmensurables celos. Le pareció tonto e infantil. También percibió la presencia del secuaz, estaba cerca, aunque no logró ubicarlo. El negrito, desesperado, trataba de ocultar la presencia de su jefe. Lo llamaba con insistencia “amo, amo”. No hallando eco a sus súplicas. El tal Odart se hallaba muy molesto. Ella sonrió para sus adentros. “Los hombres y sus mezquinas pasiones”. Pensó.
Mientras tanto, Charles continuaba la exposición de sus sentimientos. Ella no prestó mucha atención. Se hallaba calculando la distancia donde estaba su enemigo y las posibilidades de confrontarlo. Estaba lejos. Para llegar hasta él, ella debía cruzar la plaza, era un espacio abierto, no había forma de encubrir sus pasos e intenciones. Además, siempre cabía la posibilidad que el error no fuese uno como tal. No debía ser imprudente, podría caer en una trampa. Decidió mantenerse a la expectativa y torturarlo un poco. Darle motivos para sus celos. Tomó por las manos a Charles, le hizo colocarse de espaldas a la entrada. Ella se colocó con la vista al frente. De ese modo su enemigo no tendría una línea visual directa de lo que ocurría. Dio resultado, le afectó. Fue tanta la perturbación de sus ánimos, que hasta pudo escuchar sus pensamientos, donde creía que ella estaba besando a Charles. Excelente. Quería provocarlo, que saliera de su escondrijo, a la vez, trataría de zanjar el asunto con el hermano del vizconde. Era un poco injusto usarlo de aquella manera, así que alguna calma debía llevar a su corazón, sin que por ello complaciera su petición.
Primero fue menester establecer lo que él de verdad sentía por ella. Lo leyó en su corazón. Era un amor idealizado. Le amaba como él pensaba que se debía amar. Con intensidad, con pasión adolescente. Era extraño que un hombre a sus cuarenta pudiese sentir así. Había algo de madurez en sus latidos, pero también agobio y desaliento. Era tan sincero su amor como desmesurado.
—Amigo Charles, no puedo concederle lo que desea su corazón.
—Madame, le pido perdón por hacer de este amor una petición desesperada y a poco tiempo de su sensible pérdida. Me he enterado de su pronta partida hacia lugares desconocidos. Además de expresar su voluntad de no volver a esta isla. Si le dejo ir no tendré la fuerza para resistir 18 años más de espera.
—No tiene por qué hacerlo. Usted no me ama. Está enamorado de un ideal. No me conoce, no sabe nada de mí ¿Cómo puede amarme?
—Conozco lo suficiente. Conozco su mirada, sé de sus ojos, de su voz, de su piel. He amado el ébano de su cabello y la elegancia de sus pasos por mucho tiempo. Ya no tengo 23, no soy el chico de antaño, idealista y alocado que posó sus ojos en una dama mayor que él.
—Y a eso me refiero. No me conoce, han pasado muchos años y se ha hecho usted mayor. Yo también he adquirido años. ¿Qué sabe de mí? Solo tiene una imagen, una ligera conversación, un baile compartido. ¿Qué edad tenía aquel entonces y qué edad tengo ahora? Usted ama un sueño, una ilusión. Su corazón arrebatado hizo de mí un modelo insuperable, por ello no ha podido encontrar el verdadero amor. Créame, de verdad le digo, que yo no soy esa persona que usted cree amar. El amor es otra cosa más que frenesí y belleza física. El amor, así como fue la creación del mundo, no es cosa de un solo día. Se construye con el tiempo.
—Los años pasaron por mí, pero siguieron de largo con usted. Se presenta ante mí, tal como la recordaba. Bella, altiva, en el mejor momento de su vida. Alejada de la inocencia e inmadurez de la juventud. Cercana a la perfección, unión de experiencia y frescura. Es la misma mujer que cautivó mi corazón. Es verdad, no supe de su edad, ni ayer, ni después ni hoy. Pero no ha sido por falta de ganas, quiero conocerla, que usted me conozca. Sé que no puedo evitar su partida. Así que me ofrezco ir con usted, a donde sus pasos le conduzcan. Le seguiré al fin del mundo, si es necesario: a la montaña más alta de la tierra. Así podrá conocerme mientras andamos por el mundo y yo podré conocerla y seguro acrecentar mi amor. No le pido que me acepte de inmediato, solo que me permita estar a su lado.
A Inanna, la referencia a la montaña más alta le pareció notable. El amor es una cosa curiosa. Era tanto su afán y sus ganas de saber que, sin querer, pudo haber percibido su destino: el Himalaya. Sin embargo, por muy bonito que fuese el detalle, debía ser concluyente.
—Lo siento mucho Charles. En dos días partiré y usted deberá olvidarme. No volverá usted a oír sobre mí. Debe resignarse.
—No me diga eso. No podré.
—Si podrá, claro que podrás amigo mío. Eres una buena persona. Deja de soñar y despierta. El mundo está a tus pies, tómalo. Toma las riendas de tu vida. Ya no eres un crío —le recomendó, tuteándolo.
Deseaba transmitirle confianza.
—¿Qué es del mundo si no está usted en él?
—Un lugar hermoso. A veces cruel, a veces caritativo.
—Entonces es usted mi mundo. Es hermosa, cruel y caritativa conmigo.
Charles transparentaba su desesperación, el pecho le subía y bajaba. Ella consideró necesario equilibrar sus energías. Lo suficiente para que la desilusión no le aconsejara mal. Era un buen tipo, no merecía sufrir tanto. Ella lo había decidido, antes de su inesperada reaparición. La partida, nada tenía que ver con él. Desaparecería del mundo otra vez. Sería una leyenda que nadie contaría. Un secreto desvaneciéndose en el tiempo. Le abrazó, emitiendo toda la paz que pudo suministrar ante tanto abatimiento.
Concentró su pensamiento en él. Disipó en alguna medida, la desesperación alojada en su interior. Luego de unos momentos, deshizo el abrazo. La presencia de Saint Germain había desaparecido. Ya no estaba en la Rue du Palais. El bokor tampoco. Se habían ocultado de nuevo. Era una contrariedad, pero no podía hacer nada. Esperaría. Ya aparecerían, de nuevo, por su propia voluntad. Dejó a Charles, triste y solo, pero más calmado, en la puerta. Fue dentro a ocupar su lugar. Ya llegaban Áneka y Mamá Leroy. La ceremonia estaba por iniciar.
—Madre, mire al sacerdote. Se me parece al tipo ese. ¿No estará disfrazado? —preguntó Áneka, en baja voz.
—Es el cura, lo conocí cuando vinimos a coordinar cuestiones pertinentes a la ceremonia. No te preocupes, no es nuestro velado agresor. Además, es calvo.
—Estoy algo paranoica, lo veo en todos lados.
—Es algo normal. Por muy fuerte que sea una mujer, si es agredida su femineidad queda afectada en alguna medida. Lo superarás.
—Claro que lo superaré. Cuando le encaje dos balas en el pecho y corte su cabeza.
—No harás tal cosa. Debes prometerme que no lo enfrentarás tu sola, a menos que no exista otra opción. No se trata de un malhechor de poca monta, como Pierre Nodu Jean, a quien dominaste con facilidad, es un Ishtari y es antiguo.
—¿Qué tanto, madre?
—Mucho. De seguro más antiguo que Amadi.
Áneka no respondió, estaba sorprendida.
—Ya llega el gobernador. Trajo un destacamento de soldados. No creo que el individuo en cuestión se atreva a hacer algo con tanta gente alrededor. Son demasiados testigos. De todas maneras, mantengan los ojos bien abiertos. Nassoumi, ¿pudiste lograr hacer un antídoto?
—Preparé algo, no sé qué tan eficaz pueda ser —respondió.
—Mamá Leroy es modesta. Yo lo tomé y me cayó de maravilla. Me siento mejor que nunca —manifestó Áneka —tengo mis sentidos prestos para meterle un par de balazos en el medio de los ojos.
—¡Áneka! Ya te dije, déjalo en mis manos.
—¡Ay, mami! Le disparo desde lejitos, no me acercaré a él —dijo, haciendo pucheros —te lo prometo.
—A veces olvido que recién sales de la adolescencia. Si no puedes comportarte como una mujer adulta, al menos ten prudencia. No estamos en una cruzada por venganza. Lo único que quiero es terminar con los compromisos contraídos, dejar todo en orden y partir. Que el desquite no guíe tus pasos, somos más grandes que eso. No quiero que, por una imprudencia o insensatez, te coloques en una situación de peligro. Cuando te nombré mi heredera no tenía idea de la situación. Ahora no puedo dejarte aquí. Así que te necesito viva y completa.
La chica frunció el ceño. Madurar era un incordio. Hubo de asentir.
Un imprevisto murmullo de los invitados le sacó de sus pensamientos. Ya estaban todos, incluyendo el gobernador, se aguardaba la entrada del novio y quién entró fue un minino. Cruzó la iglesia, andando a medio trote. Nadie hizo nada para detenerle. Inanna era la más sorprendida de toda la concurrencia, también la más feliz con la irrupción. Conocía esos silenciosos pasos, sus colores y movimientos. Kitty llegó hasta ella. La colocó en su regazo, prodigándole mimos y cariños.
—¡Vaya! ¡Vaya! Tenemos una colada en la boda —bromeó Mamá Leroy.
—La soltó a propósito —expuso Inanna.
—¿Qué crees que signifique eso?
—No lo sé, Nassoumi. Puede ser una ofrenda de paz como puede ser una forma de decir “te estoy viendo”, “Estoy cerca”, “Te vigilo”.
—O puede que tenga algo encima. Algún líquido o sustancia para impregnar —opinó Áneka, desconfiada.
—Es posible, pero yo no detecto nada. Mamá Leroy, revísala.
Nassoumi, tomó la gata, la palpó, le olió. Colocó las manos en su cabecita, cerró los ojos.
—No, no tiene nada en su pelaje. Esta parte del lomo está trasquilada. ¿Ven? —dijo, señalando la espalda de Kitty —es como si algo le hubiera raspado los pelos. No es un corte, lo hicieron frotando. Además, le habían convertido en un cuerpo sin alma.
—¿Tal cosa es posible? —preguntó Inanna.
—Hasta ahora pensaba que no se podía. Se supone que un animal no tiene alma. Si este bokor logró hacerle eso a un gato, es en verdad poderoso. Me asusta, por tantas cosas que es capaz, puede bloquear tu mente, esconderse de ti, esconder a su amo y ahora descubrimos esto. Da miedo.
—¿Con qué propósito habrá hecho eso? —preguntó Áneka.
—Para establecer un vínculo con la finca y con todos nosotros. En especial con Madame Legrand.
—Soy reacia a matar a un Ishtari, pero a este brujo hay que matarlo. Es peligroso dejarlo vivo.
—Madre. ¿De verdad estás considerando dejar vivo a ese tipo? Se ha revelado como un enemigo. Trató de secuestrarme. Se llevó a Kitty y permitió que le hicieran eso.
—Lo sé. Pero fuera de eso no tengo ninguna querella contra él. Quiero enfrentarlo, cara a cara, antes de tomar una decisión tan drástica. Además, me devolvió a Kitty. Si puedo evitar una confrontación lo haré. Hay que pensar en la salvaguarda de todos, los que estamos aquí, los que permanecen en la finca, los invitados de la boda. Sé que no puedes entenderlo ahora, yo misma no lo entiendo del todo. Dejaré que los instintos me guíen. Es un Ishtari. Ahora, el brujo, es un hombre, un instrumento. Destruyendo el instrumento, el propósito perderá sentido.
—Destruyéndolos a ambos zanjaremos propósito y sentido —opinó Áneka, enojada.
—Quizá mi pequeña cabeza caliente. Quizá. Si no hay otra opción, ese será su destino. Por ahora procura enfriar tus pasiones. Quien se enoja, pierde.
—La boquita de Kitty huele a pescado seco. Comió antes de escapar. Le daré a beber de mi antídoto, eso ayudará a que vuelva a ser la misma de antes y quizá terminar de romper el vínculo —manifestó Mamá Leroy.
—Lo haces luego. Ya entra el novio.
—Y viene con la madrina simpática.
—Es su Abuela, Áneka. A falta de la madre, es lógico que sea ella. Va a pasar justo a tu lado, cierra el pico, no queremos causar un incidente diplomático.
—Qué mala suerte. ¿Por qué nos tuvimos que sentar de este lado?
—Como familia de la novia nos toca el lado izquierdo. Es el protocolo. No te quejes. Haz silencio y sonríe.
—No tengo ganas de reír —murmuró, entre dientes.
La señora y el novio, cruzaron la iglesia. Jerome, fue dejado en las escaleras del altar, por la vizcondesa madre, quién tomó luego su lugar, en la primera fila, junto a Martín, Charles y el Gobernador. Este último, no era de la familia, pero sí un invitado especial. La espera por la novia duró unos 5 minutos. Áneka la observó entrar, le había visto antes con el vestido, cuando se lo probó. Verla con el tocado, el maquillaje y el ramo de flores blancas, caminando despacio, tomada de brazo del Marqués, le causó emoción. Se empañaron sus ojos, allí iba, el amor de su vida dirigiéndose al altar. Era una doncella yendo a la boca del volcán y ella, no podía salvarla. Solo vería como se inmolaba en un contrato indeseado con la vida.
Adelaide guardaba distancia con ella desde la revelación. Apenas si le habló en el hotel. Eso le causaba tristeza, la perdía de manera triple. Como mujer, como amiga y como un recuerdo bonito. No quedaría nada de eso. Sara y Julia ayudaban con la larga cola. Se veían magníficas, vestidas de blanco, un total contraste con su piel. De nuevo buscó la mirada de Adelaide, con poca esperanza, el velo dificultaba la visión de su rostro. Creyó percibir que fijaba sus ojos en ella, no pudo asegurarlo. Al pasar por su puesto, alargó la mano de manera sutil, soltando el ramo. Áneka presurosa y sin mucha elegancia entrelazó aquellos dedos con los suyos. No pensaba soltarla, quería tomarla, huir, lejos de allí, con ella. Sin embargo, una voz en su cabeza le dijo: “déjala ir, hija, su destino es otro”. Liberó el agarre, sintiendo entonces la mano de su madre adoptiva, que le apretaba. Dándole coraje y fuerza para soportar la desolación que sentía. Lloró por dentro, sostuvo una laboriosa sonrisa, construida con la voluntad aportada por Inanna.
El sacerdote entró, seguido de algunos monaguillos. Todos se pusieron de pie, para oír la proclama oficial del matrimonio religioso y civil. Pues el anuncio incluía al Gobernador De Blanchelande como oficiante, por la parte legal. Hubo un canto, indicando que la ceremonia había comenzado. Se hicieron los saludos de rigor y en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, con la señal de la cruz, procedió a orar y pedir por los pecados.
Adelaide miró de reojo a Inanna, alias Adrienne, Ishtar, Hécate y otros tantos nombres. Oró con fuerza, pidió el perdón por sus pecados y por los de aquella mujer. Encontró respuesta en su corazón y alivio para las culpas propias y ajenas. Se perdonó a sí misma, a Áneka, a su tía, a todos. Abrazó la felicidad de tener a su padre. Verlo tan hermoso, gordito, saludable. Estaba muy elegante, usaba su mejor traje, luciendo con orgullo las medallas obtenidas en acciones militares, diplomáticas y esenciales para Francia y el Rey. Era un hombre noble, no solo por apellido sino por su corazón, valentía y lealtad. Le dedicó unos pocos segundos a su novio. Usaba un traje blanco y unas zapatillas hechas a sobre medida para lucir más alto. Amén de estar subido un peldaño más arriba, para llegar a su altura. Debió admitir que se veía guapo. Pensó: “recuerda, pudo haber sido peor. Un viejo feo y sin dientes” Sonrió. Resignada y con calma en su interior, emitió un pensamiento dirigido a Inanna y Áneka: “Las quiero, las perdono y me perdono a mí misma. Las llevaré siempre en mi corazón. Guardaré sus secretos como si fuesen míos y lo que haya ocurrido en la isla, se quedará en la isla. Les deseo lo mejor del mundo y que vivan una vida sin fin”.
Como si estuviese coordinado, todos dijeron “amén” coincidiendo con el final de ese pensamiento. Subieron al podio, uno por uno, en el siguiente orden: el Marqués, el Vizconde, la vizcondesa madre y, por último, el Gobernador, llevaron a cabo lecturas del evangelio y dijeron palabras acerca del acto.
El sacerdote tomó la palabra para dar la homilía.
—El matrimonio es símbolo de la vida, de la vida real, no es una aventura. Es sacramento del amor de Cristo y de la Iglesia. Un amor que se encuentra en la Cruz. Una prueba y garantía de su sacrificio. Os deseo, a todos vosotros, un hermoso camino, un sendero fértil. Que el amor crezca y nunca disminuya. Sed felices, no faltarán los obstáculos, pero de cierto les digo el Señor estará allí para ayudarlos y dar el aliento para avanzar. Que el señor os bendiga.
El sacerdote continuó con el sacramento del matrimonio. Les preguntó a los contrayentes si habían decidido casarse por libre consentimiento. Áneka respondió, en una voz más alta de lo que debiera: “No”. Madame Legrand la pellizcó. Eso distrajo un poco al oficiante, quien hizo una pausa. Ante la respuesta afirmativa de los novios, prosiguió. Inquirió si estarían dispuestos a cumplir los estatutos de la Iglesia. Nuevo asentimiento. Siguió la lectura de votos:
—Yo, Jerome D´Estreux de Beaugrenier, te recibo a ti, Adelaide Josephine De Laborde como esposa. Y prometo serte fiel en lo favorable, en lo adverso, con salud o enfermedad. Amarte y respetarte todos los días de mi vida.
Ella hizo lo propio, hubo las correspondientes preguntas y aceptaciones. Muy a pesar de Áneka, quien deseaba escuchar un NO, seguido de otro y otro. Silvain, como padrino, entregó los anillos al sacerdote, quien los bendijo. Hubo más promesas de felicidad y la colocación de anillos. Rezaron la oración de los fieles y la oración de los esposos. Y al fin llegó el momento culminante: la declaración de la pareja como marido y mujer.
Jerome, con derecho propio, recién adquirido, levantó el velo de su otrora novia, ahora esposa, besándola con una pasión no correspondida. Adelaide lo intentó, pero no pudo corresponderle. Solo dejó los labios allí, cerrados, recibiendo los de su esposo. Hubo aplausos, vítores y muestras de felicidad. Incluso Áneka se levantó de su asiento, deseando felicidad para su amiga, era sincera. Deseaba que fuese feliz.
Siguió el oficio civil, presidido por el gobernador. El cual fue sencillo y más rápido. Madame Legrand fungió como testigo por la novia y Charles D´Estreux por el novio.
Aún no culminaba la ceremonia. Sobrevino el ritual de la misa, con la entrega de ofrendas, las arras, la lectura de peticiones. Terminó, la liturgia, con el recibimiento de la Santa Comunión, primero los flamantes esposos, luego las filas iniciales, hasta alcanzar hasta el último asistente. Cuando llegó el turno de Charles, este rehusó la hostia. El Vizconde y la Vizcondesa madre. Le miraron con desaprobación, pero el menor de los hermanos persistió en su rechazo. El sacerdote desestimó el agravio e hizo el rito de conclusión. Bendijo a los novios y feligreses, dando por concluida la ceremonia e invitándolos a ir en paz. Áneka, quien se hallaba disconforme con la boda, si bien no rechazó el pan de ácimo, no lo mordió ni lo tragó. En cuanto pudo, lo escupió con disimulo. Aunque su madre le vio hacerlo, no la reprimió, más bien se preguntó por qué no hizo lo mismo. Ella existía desde antes del cristianismo, inclusive, antes de la creación del pueblo hebreo. Pasaba de tales creencias.
Salieron los novios, la soldadesca se colocó en doble fila, presentando armas. Inanna oteó la plaza, las calles, no encontró señales de alerta. Eran momentos cruciales, los esposos irían solos, en carruaje, hasta el salón del hotel, mientras ellos iban en otros vehículos. El atardecer decretaba el fin del día. Nada negativo ocurrió. Entre la escolta del vizconde y la del gobernador había al menos 30 soldados. Quienes acompañaron en todo momento a la comitiva. No era una situación favorable para un agresor.
La celebración, en el hotel, se realizó, como estaba programada. Mamá Leroy subió a las habitaciones, para atender a Kitty. Áneka se sentó en la mesa correspondiente a los familiares de la novia, junto al señor Silvain, portando su maletín, con las dos pistolas. Madame Legrand, muy solicitada por los invitados masculinos, bailaba sin descanso. Para despecho de Charles, los asistentes se disputaban el honor de su compañía. Ella disfrutaba de la danza, como no, pero su accionar tenía mucho que ver con mantener a raya al hermano del Vizconde y a la vez pasearse por el salón y observar todo a su alrededor. Jerome y Adelaide permanecían en el centro de atención. A ella se le notaba más conforme con su destino y él, muy contento, presumía de su bella esposa. Algo le llamó la atención a Inanna. En el cinto, Jerome, portaba una catana y no un sable. La reconoció. Era el regalo hecho por Mitsuki a Áneka, ahora, esta, de manera evidente, la había regalado al novio. Eso le pareció curioso. Por más disperso que pareciera ser el detalle, debía tener un propósito. El Vizconde, la vizcondesa madre y el Gobernador, ocupaban una mesa aparte. Donde libaban, conversaban y criticaban a la concurrencia. Eran unos personajes llamativos, los tres. El vizconde gustaba de vestir de una forma estrafalaria. Se comportaba de una manera algo amanerada y entre corcholatas y lentejuelas, cualquiera dudaría de su virilidad. Ella, conocía suficiente sobre él, para asegurar lo contrario. Pese a su colorido y sus plumas era un hombre hecho y derecho. La señora, era una copia de su hijo o viceversa, solo que, en ella, lo estrafalario no se veía mal. Era hasta necesario, no se podía ser noble sin tener un toque de locura. Todo un contraste, el de madre e hijo vestidos de colores presuntuosos, con el sobrio, pero elegante, funcionario. Nada ostentoso, algo campirano.
Varias piezas de música después, se hallaba algo cansada y aburrida de tanto galanteo, de dar vueltas y vueltas, por el salón. Charles, no le quitaba la mirada de encima, pero no se atrevía a solicitar consentimiento para bailar. Sostenía la misma copa desde el principio de la fiesta. Excepto de unos pocos sorbos iniciales, no le probaba. Únicamente la conservaba visible para que no le ofrecieran otra. Era una novedad, dada su fama de borracho. Áneka, por su parte, tuvo solicitudes de baile a raudales, rechazando todas. Inanna le observó beber un par de copas de vino. No más. Si bien al principio estaba alerta, ahora estaba distraída, jugaba con la comida, apenas notando lo que ocurría a su alrededor. No pasaba nada interesante, podía entender su dispersión. Silvain se había quedado dormido en la silla. El pobre aún estaba cansado del viaje.
En la mesa del Vizconde, El Gobernador se excusó, debía retirarse, acusaba cansancio y malestar estomacal, la vizcondesa madre también. Charles condujo a la señora hasta su habitación y Martín, escoltó la salida de su invitado de honor. Mamá Leroy había bajado hacía ya, un rato. Fue a la cocina para apoyar en la preparación de platillos y tragos. Madame Legrand, en cierta forma, se hallaba sola, en medio de toda esa gente.
Al fin, Inanna, lo vio entrar al salón. Caminaba con lentitud y elegancia hacia ella. Vestía de blanco, como era usual en las visiones. Le dejó acercarse, intentó penetrar en sus pensamientos. No pudo hacerlo, el bokor se hallaba cerca. Quiso alertar a Áneka, tampoco funcionó la comunicación mental. Adelaide, todo lo contrario, se percató de manera inmediata, de la presencia del hombre de blanco. Le vio decirle algo a su esposo. Este le sonrió, con condescendencia le acarició el cabello. Sea lo que fuese que le dijo, este desestimó la preocupación de su esposa. Ella quiso levantarse, él se lo impidió. Muy a su pesar les dejó ser dueños de sus acciones. Debía concentrarse en el individuo y vigilar a Áneka, no quería sorpresas.
—Me concede esta pieza, con la bella dama —le solicitó al provisional compañero de baile.
El invitado se retiró. Un poco contrariado pues no había podido obtener los favores de Madame Legrand, ni siquiera su atención. Desde que había entrado el caballero de blanco, ella se desentendió de él.
—Madame Legrand —le dijo él, tomando con delicadeza su mano.
—Odart Saboulin —le respondió ella, dejándose conducir.
Ella usaba los largos guantes tejidos que tanto le gustaban. Disminuyendo el riesgo de envenenamiento por contacto.
—Sabe mi nombre, eso me halaga.
—No se sienta halagado. Sé que no es su nombre real, así como el que usted expresó tampoco es el mío. ¿Quién es usted y qué quiere de mí? Aproveche el tiempo, mientras mi paciencia persista, pues de eso depende que su cuello permanezca unido a la cabeza.
—Ariadna, ¿de verdad no me recuerdas?
—No, en absoluto. No me llame de ese modo. Es un nombre olvidado. Y no me tutee, no somos amigos.
—Nos conocimos en Tracia, hace unos 2000 años, mi nombre era Lucio en aquel entonces y el que usted usaba era ese: Ariadna.
—Mi vida ha sido muy larga y por lo que veo, la suya también. Hay tiempos sobre los cuales no guardo conocimiento. Mi memoria es una cosa curiosa. Hay eventos importantes que olvidé por completo e instantes que pudieran interpretarse como tontos e insignificantes, los cuales recuerdo con intensidad y detalles. Pero a usted, no le recuerdo.
—Es triste saber que mi existencia no da para siquiera ser un insignificante momento.
—¿Qué cosa tan mala le hice? ¿Por qué el asedio? Son muchos siglos de rencor. Cuénteme, sí me habla de ello, quizá llegué a mi mente alguna cuestión y pueda que lleguemos a una resolución pacífica de este conflicto. Depende de usted, quien lo ha iniciado sin motivo aparente.
—Mi mentor nos presentó. En la costera ciudad de Mesambria, en la fecha referida. Enseguida me vi perdido en sus ojos, deseché cordura, razón, me convertí en un solo deseo. Fue amor a primera vista.
Inanna rio a carcajadas.
—¿Por qué se ríe?
—No parece usted un hombre milenario sino un adolescente.
—En aquel momento lo era. Un quinceañero inmaduro.
—Aún lo es. ¿Quién fue su mentor? —le preguntó Inanna, aún no lograba recordar nada.
—Teseo de Mileto, el hermoso, así le llamaban.
—Lo recuerdo. De cierto era un hombre hermoso y fuerte. Fue mi consorte hasta que resultó traicionado por uno de sus protegidos. Murió quemado.
—Sí, fue así. Yo fui quién lo mató.
Inanna no respondió. Lo miró de arriba a abajo. Recordaba el hecho, pero no al individuo que tenía enfrente. De estar solos, reaccionaría de una forma más violenta. Con tanta gente, debió contenerse. No hay peor crimen que la traición.
—¿Por qué lo mató?
—Por celos. Él, era su favorito.
—¿Por celos? ¿O sea que fue un burdo crimen pasional? ¡Qué estupidez! Yo no tenía favoritos. Era mi consorte, o sea fuera de él, no existía nadie más. Cuanto tengo pareja me entrego totalmente a ella. Con razón no le recuerdo, no existía usted para mí. Era únicamente una sombra, nada más. Llegué a pensar que, siendo Teseo un Ishtari, podríamos estar juntos por muchos años. Había hallado el amor. ¡Y usted me lo quitó! No entiendo su rencor, el rencor debería ser mío, no suyo.
—Admito que eso fue. Un acto infantil de un hombre desesperado.
—No hay nada de infantil en matar a un hombre, mucho menos a un Ishtari y, dicho sea, de paso, al mentor. La persona que lo convirtió en lo que es.
—Era un chico recién convertido. No supe manejar mis deseos. El comedimiento no llegó a mí. Un error que lamentaré siempre. Aunque no para siempre.
—Tiene razón, no lo lamentará para siempre. Es algo imperdonable. La oferta de paz caducó una vez que confesó su crimen, como quien confiesa haber matado una mosca. ¡Era su mentor! ¡Su maestro! Para un Ishtari, aquel que le otorga el don, se convierte en su padre, se establece una unión que rebasa las fronteras del amor fraternal. La consanguineidad es un vínculo poderoso, más allá de toda razón. ¿Cómo es posible que el egoísmo haya suprimido todos esos sentimientos? Debí haberle matado. Ahora me reclamo a mí misma: ¿por qué no le maté en aquella oportunidad?
—Lo hizo. O al menos lo intentó. Me lanzaron por un acantilado. Amarrado de pies y manos. Sin embargo, logré salvarme.
—¡Vaya! ¡Qué negligente fui! —exclamó, Inanna —¿cómo lo mató? Recuerdo, ahora, que era un hombre fuerte y hábil en la lucha. Además, era un Ishtari curtido con el tiempo y usted: un neófito, recién convertido. No concibo cómo pudo quemarlo.
—Esa fue su debilidad. La lucha.
—Explíquese.
—Teseo, era aficionado al Kirkipinar. Si lo recuerda: un tipo de lucha dónde los hombres cubren su cuerpo de aceite para combatir. Lo asistí en su último campeonato. Allí, con la desbordada pasión que me embargaba, ideé el perverso plan de mi traición. Indagué, combiné, experimenté con diversas sustancias hasta alcanzar mi objetivo. No sabía nada sobre nada, pero mi falta de conocimiento lo suplí con ingenio y malevolencia. De esa manera, nació mi gusto por la química. Realicé una mezcla basada en petróleo cuyo olor no diferenciara del aceite de oliva, que era el más usado en los encuentros. Está mezcla era sumamente combustible —explicó.
—Entiendo. Entonces se hizo fácil prenderle fuego.
—Sí, así fue.
—Ordené que trajeran ante mí, al asesino. Pero no lo hicieron. Me informaron que en la maniobra de captura había muerto.
—Los hombres, a su servicio, me ataron de manos y pies y me lanzaron por un acantilado. Pensé que había sido por orden suya.
—No, no fue mi orden expresa. Yo quería asesinarlo con mis propias manos. Sin embargo, cuando exploré la mente de mis acólitos, observé que decían la verdad. Ellos creían haberle matado. No había sido su intención, en el forcejeo, resbaló de sus manos y cayó en un precipicio. No me mintieron, solo estaban equivocados. ¡Qué mala suerte!
—Y hubo una segunda oportunidad.
—¿Una segunda oportunidad?
—Le perdí por muchos años y le volví a hallar en el Monasterio de Santa Catalina. Esa vez sí, lo hizo usted misma. Me encerró en un osario, allí permanecí muchos días, sin comer, ni beber, ni cambiar mi sangre. Extravié la noción del tiempo, encerrado en la oscuridad y el silencio. Estuve a punto de morir. Salvé la vida, únicamente porque un monje murió, abrieron el recinto y pude escapar.
—Por eso decidí no refugiarme más en monasterios y templos ajenos. Veo que he subestimado su presencia en mi vida. El nublado de mi memoria juega en mi contra. De nuevo me reclamo, por no haber sido más eficiente a la hora de escoger el método de muerte. Debí haberlo quemado, como lo hizo usted con Teseo.
—¿De verdad no lo recuerda?
—No. ¿Qué debo recordar?
—Me prendió fuego y me lanzó al interior del osario, a sabiendas de que pasaban a veces años sin que abrieran esa puerta. Era justa retribución por la forma en que maté a mi mentor. Eso lo acepto, pero no quería morir. Fui previsivo, ungí mi cuerpo con una capa aislante, de mi invención, la cual me protegió del fuego. No tanto como yo esperaba, sin embargo, aun funcionando a medias, se quemó solo mi epidermis de manera superficial, burlé a la muerte, una vez más. Fue dolorosa y larga la recuperación. Por muchos años fui una masa informe, horrible y purulenta. Soy un sobreviviente, aquí me ve, más hermoso que nunca.
—No me hagas reír, no eres hermoso, ni atractivo ni joven. Eres únicamente un caro error por enmendar. ¿Qué pensabas hacer con la bolita de veneno que tienes en la boca? Escúpela, no podrás hacer que me la trague, no alcanzarás mis labios sin mi consentimiento y no verás salir el sol de nuevo, hoy se termina esto —exclamó Inanna, muy enojada, tanto que lo tuteó sin darse cuenta.
Adelaide estaba al borde de la mesa y del desespero, su estúpido esposo no le dejaba actuar, Áneka estaba perdida en sus propios pensamientos, su papá dormía. El vizconde y el hermano no regresaban aún. Adrienne Legrand, es decir, Inanna, enfrentaba al hombre de blanco, sola. Sin apoyo. Mamá Leroy tampoco se encontraba cerca. Percibió, en los pensamientos del hombre de blanco, un plan. Secuestraría a Inanna, frente a todos sin armar escándalo. Con decisión, se levantó, Jerome quiso impedírselo, ella, le propinó una sonora cachetada. Él, sorprendido, la soltó. Corrió entonces hasta donde estaba Áneka, alertándola de lo que sucedía.
—¡El hombre de Blanco! ¡El hombre de blanco! —le gritó, sacudiéndola con vehemencia.
Prefirió qué se hiciera un escándalo. Más valía un secreto descubierto que una vida perdida. Su amiga abrió los ojos de par en par. Lo vio. Se congeló, temblaba, Adelaide, no podía saber si lo hacía por miedo o coraje. Fue poco el tiempo de parálisis, dos, tres segundos, no más. Suficientes para el desastre. Desde la mesa, vieron como el hombre de blanco escupía una bolita, la atrapó con una mano y la aplastó con la otra. Eso reventó la envoltura, el polvo se esparció y él soplando, cuál lobo malo, derribando la casa de los cerditos, impregnó el rostro de Inanna, con aquellas partículas blanquecinas. Fue inevitable, ella inhaló parte de aquella nube de polvo. Tosió con fuerza. Su rostro cambió. Tenía los ojos abiertos, pero no veía, estaba de pie, pero no caminaba por voluntad propia. Él, con parsimonia y displicencia, la condujo fuera del salón, simulando tranquilidad. Áneka reaccionando al fin, le quitó la catana a Jerome, quien se acercaba a reclamar a su esposa la bofetada recibida, tomó el maletín con las pistolas, corriendo tras el secuestrador y su víctima.
—Pon a tu papá en un lugar seguro. Cuídate amor mío —le dijo a Adelaide antes de irse.
Jerome, molesto, con la mejilla ardiendo y ahora la afrenta de la chica Legrand, quitándole su regalo de bodas. Empujó a su esposa, levantando la mano, con actitud amenazadora. No alcanzó a realizar acción alguna, Áneka, le dio un fuerte puñetazo.
—¡Niño estúpido! ¡Sí la tocas te mato! Me has hecho perder tiempo precioso. Es tu esposa, tu deber es cuidarla no golpearla.
Dicho eso se fue.
La fiesta fue interrumpida. Algo estaba pasando y los invitados no entendían cuál era la batahola. Adelaide despertó a su cansado padre y ayudó a levantar a su humillado esposo. No sabía muy bien que hacer, necesitaba de la aparición de Mamá Leroy o el Vizconde. Sin embargo, su papá tomó riendas en el asunto.
—¿Qué ocurre hija? Me quedé dormido. ¿Cuál es el motivo del alboroto?
—Secuestraron a mi tía.
—¿Qué? ¡Santo Dios! ¡Vamos! Algo hay que hacer. ¿Quién lo hizo?
—No lo sé, un hombre de blanco. Se hace llamar Conde de Saint Germain.
—No me suena de nada.
—No es su nombre verdadero, es un alias, un disfraz.
—¡Diantres! —exclamó, contrariado, no portaba arma alguna —¡Yerno! ¡Espabílate! No es momento de llorar.
Jerome tenía un par de lágrimas en el rostro. No pensaba que una mujer pudiera golpear tan fuerte. Se sobreseyó de todo desquite, mejor no hacía enojar a esas dos. Le dolía la mandíbula. Siguió a su suegro y esposa. Juntos, se dirigieron al patio interno. Allí decidirían que acción tomar.
Inanna se hallaba conmocionada. No había previsto lo que ocurrió. Y ahora enfrentaba las consecuencias del descuido. No sentía su cuerpo. Era como si estuviese fuera de él. Entendía ahora, lo que mamá Leroy le había comentado: alma sin cuerpo, cuerpo sin alma. La frase describía a la perfección la circunstancia. Ella, estaba allí, sin cuerpo y su cuerpo estaba allá, pero sin ella. Se rebeló contra esa intangible realidad, no podía ser cierto. Debía haber un trasfondo material, no había sido producto de una poderosa magia, por alguna razón usaban veneno, un vehículo físico, para obtener el resultado. Siempre hablaba de su mente como algo poderoso, vasto e inabarcable y la mente no podía existir sin soporte orgánico. Era lógico, por más desapego que sintiera (o no sintiera, en el contexto) con el cuerpo, alguna conexión debía persistir.
Como si el perpetrador supiera el avance de su lucha, aprovechando la supresión de voluntad de su víctima, le dio a beber el veneno activador. Dosis doble, por si acaso. Ella, no opuso resistencia. El cuerpo no respondía. Sintió una sacudida, la ponzoña estaba haciendo efecto. Y, aunque era fuerte la interferencia en los mecanismos neuronales, fundamentales para el funcionamiento del cerebro, ella pudo concientizar que tal expulsión no era real, era una alucinación inducida. No era un cuerpo sin alma, era una entidad corpórea en la cual habían inhibido su capacidad de transmisión de información. Si concentraba, con fuerza, el pensamiento, hallaría su cuerpo perdido. Eso haría, ella era Inanna, no era cualquier persona, ni siquiera un Ishtari común. Era Ishtar, la primera y la fuente.
Charles, quien regresaba de instalar a su madre en la habitación, asombrado, vio como Adrienne Legrand, se escurría fuera de la fiesta, con un hombre desconocido. Los celos, encendidos como la caldera de un volcán despertando de su letargo, le hizo malentender la situación. Ofuscado, abrumado por la sensación de rechazo, siguió a la furtiva pareja con el firme objetivo de frustrar sus planes. Su corazón demandaba una explicación, alimentando un reclamo carente de derecho y autoridad. Le oiría Madame Legrand. ¿Cómo osaba rechazarlo para luego irse con el primer mendigo que tocaba su puerta? Estaba lleno de furia, su amor propio se hallaba herido y sangrando dolor.
Los supuestos amantes fugitivos salieron por la puerta principal. Se dirigían a un coche cerrado en el otro lado de la acera, donde estaban apostados los soldados escoltas. A mitad de la calle, ella, tropezó, el hombre le atrapó en el aire, evitando que cayera. “¡Qué taimada! Lo había hecho a propósito para que el caballero la tomara entre sus brazos. ¡El colmo de la indecencia!” Pensó Charles, echando humo por la nariz. Estaba molesto como pocas veces en su vida. A continuación, el hombre extrajo un frasco de su bolsillo, le abrió la boca a la dama, obligándola a beber el contenido. Fue algo extraño, ella no deglutió, ni mostró expresión alguna en su rostro. El tipo sacó un segundo frasco y repitió la operación. Como un relámpago en la noche fría, Charles, recibió comprensión de lo que sucedía en realidad. Al menos, una semblanza. Ella no correspondía los requerimientos del hombre. No era una huida de prófugos amantes. Recordó el incidente comentado en la mañana de ese día. Alguien, haciéndose pasar por él, había intentado secuestrar a la hija de Madame Legrand, a quien había confundido con la madre. ¡El hombre de blanco era el secuestrador! Coincidía la descripción, exceptuando los elementos agregados del disfraz. La sustancia que le había suministrado a Adrienne Legrand era, de seguro, algún narcótico para anular su voluntad y poder perpetrar su felonía. Reprochó sus propios pensamientos. Pidió perdón, al adorado deseo de su corazón, por haber pensado tan mal de ella. Ahora la furia era para el desgraciado rufián que osaba sustraer la libertad de la dama, quien sabe para qué horribles y perversos designios.
Desenvainó su espada, con un grito de guerra, atacando al detestable criminal. Este, advertido por el alarido, sacó una daga, deteniendo el descontrolado asalto. No tuvo otra opción, se desentendió de su labor transgresora. Desplegó otra daga. Sería un enfrentamiento de cuchillos contra espada.
Intercambiaron ataques, se estudiaron el uno al otro. Pronto comprendió Odart, que el oponente hacía honor a su fama: el peor espadachín de Francia. Mientras, Charles, a pesar de estar furioso, intentó recordar las clases de esgrima, aquellas a las que nunca asistió. Paso adelante, romper, vuelta en guardia, hacia adelante. Era lo básico. El resultado fue previsible, su ataque, de nuevo, fue fallido. El hombre de blanco cerró distancias, hundiendo una de las dagas en su estómago, mientras con la otra mantuvo a raya el filo de la espada. La lucha había terminado.
Charles cayó, herido, al lado de la damisela en peligro que pretendía salvar. Algunas personas, curiosas, eran testigos horrorizados de la pelea. No lograban entender por qué los soldados, apostados a tres palmos de la escena, no intervenían. El hombre de blanco recogió la espada del suelo, con la implícita intención de rematar al inoportuno entrometido. Hubo un murmullo general, preludio de la finalización, el cual fue apagado por un agudo silbido. Odart detuvo su acción, alguien osaba a interrumpirlo de nuevo, en un claro desafío. Volteó, justo para escuchar el disparo. Áneka, con mano firme y paso seguro avanzaba hacia él. La primera bala le dio de lleno en el hombro izquierdo, le hizo tambalear, la siguiente hizo blanco en su cuello. Aquella herida era grave, taponó como mejor pudo el sangrado. Corrió hacia uno de los inmóviles guardias, subido en un caballo. Lo tumbó de su montura y se subió con dificultad. Áneka soltó las pistolas, desenfundó las dagas, ocultas bajo el vestido. Fue incómodo, apremiante y tardío. Las lanzó con toda la fuerza y puntería que pudo reunir. La primera dio en la cabeza del fugitivo, pero de revés, con el mango. Rebotó en el cráneo y cayó en medio de la calle. La segunda, se clavó en el cuarto trasero del caballo. No fue su intención herir al noble animal, quien no tenía la culpa de su montura. Tanto jinete como corcel se quejaron de la agresión. Hubo corcoveo y reticencia de parte del animal, que, apremiado por el hombre, continuó su galope. La huida no pudo ser detenida.
Mamá Leroy, quien venía detrás de la chica, se hizo cargo de Madame Legrand. El vizconde, avisado por los curiosos, se llevaba las manos a la cabeza. Su hermano yacía, moribundo, frente a él.
Áneka observó que su madre adoptiva estaba en buenas manos y reaccionando, imitó la acción de Odart Saboulin. Empujó a uno de los momificados soldados, tomó pistolas, maletín, y catana. Rasgó su vestido para montar con mayor facilidad, iniciando la persecución, a todo galope. Aún le faltaba cobrar afrentas al hombre de blanco.
Inanna quiso gritar, para detenerla, pero aún se hallaba afectada por la sobredosis de veneno. Su hija estaba persiguiendo, sola, a un peligroso enemigo. Astuto, sin escrúpulos, hábil e ingenioso. Mamá Leroy le dio a beber del antídoto que había preparado. Era apenas un pañito de agua fría para el mal que afrontaba, sin embargo, era mejor que nada. El Vizconde asistió a su hermano, desesperado, pidiendo ayuda, un carruaje. Los soldados, dos de ellos tirados en el piso, tal cual como habían caído, no hicieron nada. Charles, con las últimas energías que le restaban, alargó la mano hacia Adrienne Legrand. Esta, algo recuperada, la sostuvo, se acercó, ayudada por Mamá Leroy.
—¡Gracias, amigo mío! No soy merecedora de tanto cariño. Has sido valiente. Y yo no puedo devolverte la vida que se escapa de tus venas. Apenas puedo hablar.
—Adrienne, amor mío, te pido perdón. Quiero morir en paz conmigo y contigo.
—No digas eso, hermano. Te salvarás y podrás cortejar a la dama que es dueña de tus suspiros.
—Martín, paciente hermano. Tú sabes que no será posible. La vida se me va y la dama también.
—No hay nada que perdonar, Charles. Me has salvado. Si alguien debería solicitar perdón, soy yo. Te he puesto en riesgo de forma innecesaria. Hubiera preferido permanecer cautiva a que tú sufrieras daño.
—Mi querida Adrienne, sí hay causa para mi solicitud de perdón. Irrumpí en la escena porque, presa de celos desproporcionados e injustos, perseguí a quienes pensé eran desvergonzados amantes. Siendo que el desvergonzado era yo y tú, la víctima de una agresión, no consentidora de un deseo indecente.
—Luego es cierto que los celos son amor. Por amor me perseguiste y por amor me salvaste. No puedo retribuir tu sacrificio, pero si despedirte con un beso.
—Es apenas justo el pago de un beso tuyo con mi vida. Quedo en deuda y, desde el más allá, velaré por ti, esperando que la eternidad sea suficiente tiempo para cancelarla.
—Eres un dulce bribón hasta en el momento más aciago. Charles D´Estreux de Beaugrenier.
—Como dice mamá: Genio y figura hasta la sepultura.
Adrienne cerró el ciclo de los latidos del héroe caído con un beso. Charles dejaba al mundo feliz, en paz y lleno de esperanza.
Para el Vizconde, así como para todos, no hubo respiro. De la caballeriza, un carruaje emergió, a toda prisa, cruzando hacia la izquierda, conducido por un negrito muy particular. Dentro, se pudo observar a tres figuras dormidas: Adelaide, Jerome y Silvain. El bokor, fantasmagórico y burlón, se despidió, quitándose el sombrero de copa, dejando al descubierto su canosa y desordenada cabellera.
Sin tiempo que perder, el Vizconde, derribó a uno de los soldados de su montura. Al parecer solo servían para eso: caer de bruces y prestar su caballo a quien lo necesitaba.
La Rue Royale era un camino de persecuciones. Odart había huido en dirección Oeste, el carruaje, en dirección Este.

Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora