Antoine estaba orgulloso de haber restaurado el cañón. También se hallaba contento de haberlo podido disparar, haber demostrado su funcionalidad. Eso le dio mucha confianza, de cara al momento de la instrucción con los mosquetes. Al fin y al cabo, eran cañones, solo más pequeños. Áneka era la diligente y severa instructora. Adelaide estuvo presente en esas sesiones de instrucción, así que, él quiso aprovechar la ocasión para lucirse un poco. Dispararon muchas veces, hicieron ejercicios para recargar lo más rápido posible. Áneka daba instrucciones y Adelaide aplaudía. Su amiga se tapaba los oídos con cada detonación, sobresaltada, luego daba saltitos, contenta. Áneka cerraba los ojos, suspiraba e iba corrigiendo detalles en el quehacer de los alumnos. Travis, Thomas, Thierry y Antonie mismo. Todo fue muy divertido, luego de practicar, se sentaron en el porche, tomaron ponche y galletas que les trajo Mamá Leroy. Era menester disfrutar los momentos de felicidad y esparcimiento, pues ya luego tocaba regresar a las labores diarias.
Áneka, no compartía el mismo entusiasmo de sus discípulos. Reconocía que habían aprendido a recargar y lo hacían en un tiempo decente. Sin embargo, su puntería era horrible. No le atinarían a un elefante a dos metros de distancia. Fue suave con ellos, Madame Legrand, le había pedido que no fuera tan dura. “Infúndeles confianza” había dicho. Tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para hacerlo. La verdad, eran un desastre. Ya no eran tres los tontines, sino cuatro. Tontoine, tontón, tontín y tuntún. Los valientes y orgullosos mosqueteros. ¡Ja! Estaban allí, tomando ponche, felicitándose los unos a los otros, describiendo las grandes e imaginarias hazañas que habían realizado. ¿Cómo no se daban cuenta de lo patéticos que eran? Le sonrieron a la distancia. Ella le correspondió. Acatando la orden de Inanna, no les quitó su pequeña felicidad, al final ella tenía la suya propia. Y la iba a reclamar. Aprovechó la primera ocasión que se presentó, Adelaide, se había separado del grupo, le interceptó en el pasillo.
—Adela, vayamos a pasear. Deseo estar a solas contigo.
—¿Y los muchachos? Les llevaba más ponche.
—Deja esa jarra allí —le indicó —están entretenidos y muy contentos. No se darán cuenta de nuestra ausencia hasta que ya sea muy tarde. Mamá Leroy, se encargará de ellos. Igual ya terminó la instrucción y deben regresar al trabajo.
—¡Sí! ¡Están felices! Los he felicitado, han hecho un buen trabajo. Quería compartir un rato más con Antoine, casi nunca le veo.
—¡Ja! ¡Ja! Son malísimos. Le he enseñado todo lo que pude, no creo que puedan mejorar. Y luego habrá tiempo para Antoine, necesitamos aprovechar el nuestro. ¡Vamos!
—¡Ah! ¡Qué pena! Yo no sé nada de esas cosas. Me pareció que lo hacían bien.
—Claro que lo hicieron bien. Solo bromeo —mintió, para no preocuparla —¡Vayamos a caminar! —insistió, empujándola con delicadeza hacia el lado contrario donde estaban los chicos.
Adelaide asintió, dejó la jarra en una mesa. Áneka hizo una seña a Sarita, para que llevara el recipiente al porche. Tomó de la mano a su amiga, conduciéndola hacia el sendero que daba a la capilla, en la montaña. Allí no iba nadie, de forma regular. Conocía un claro, hermoso, con muchos árboles alrededor y pasto suave sobre el que yacer. Además, estaba escondido. Protegido de las miradas curiosas. Allí podrían ser ellas mismas, sin interrupciones, ni tener que simular. Aunque Inanna y Lidia, sabían lo que ocurría entre ellas, los demás no. Por los momentos parecía mejor así, que nadie más lo supiera. La única persona que podía censurarla, su madre adoptiva, no lo hizo, aunque tampoco expresó apoyo ni confianza en el desenlace de la situación. Era lo que podría llamarse como una posición imparcial. Tenía carta blanca en el asunto, con una advertencia implícita acerca de los peligros del amor. Siendo de esta manera, tenía sentimientos encontrados al respecto.
El amor. Qué cosa tan curiosa era el amor. Allí estaban, ella y Adelaide; dos chicas neófitas en cuestiones del corazón. Ella había obtenido experiencia en relaciones con Lidia, sin embargo, no le alcanzaba. Había sido pura pasión, solo piel. Era, la rusa, maestra en diversas artes, una mujer hermosa, una fábrica de placer, una criatura única, aun entre los suyos, eso era innegable, pero también era cierta su frialdad. La relación que tuvieron fue fruto de una promesa de desamor, considerando los sentimientos como accesorios circunstanciales, no una necesidad. Según lo que Lidia pensaba, si algo o alguien se convierte en una necesidad, entonces se pierde el control. “Nos convertimos en esclavos de la necesidad”. Decía. En este respecto, ella únicamente se permitía a Inanna, como una necesidad. Su único y verdadero amor. Aunque su relación siempre fue del tipo mentor/acólito.
Adelaide, en cambio, fue fruto del destino. La cautivó desde el primer momento. Su arrojo, su inocencia, su tez morena, sus pequeños ojos marrones. Su elegancia. Que fuese de origen noble le otorgaba una esencia implícita de grandeza, aparte que, en cuestiones de estatura, ella, era sobresaliente. El aspecto prohibido de la relación, le daba un toque de picante y aventura. Era correspondida, eso era lo mejor. La hermosa damita de cabellos encrespados le prodigaba cariño. La pasión se hallaba pausada, pero estaba allí, agazapada, esperando el mínimo descuido para desatar un vendaval de sensaciones. El amor impulsaba los vientos y a la vez era escudo contra la tormenta. Tentación y deseo contra prudencia y respeto. Y el tiempo transcurría, cada nuevo Sol era una luna menos. Su glamorosa presencia cambiaría de fase, la señorita De Laborde se convertiría en la señora D’Estreux de Beaugrenier. Pensar en ello, le perturbaba.
Tenía una decisión que tomar y aún no sabía qué hacer. Los momentos felices le recordaba lo efímero de su duración.
Llegaron al claro, Adelaide estaba emocionada. El lugar era precioso. Había flores, estaba fresco, la iluminación era tenue. Los árboles circundando, las mariposas, la fragancia. La compañía de su amiga. Todo, todo era magnífico. Áneka, fue preparada. Extendió una manta, colocó la cesta con galletas, ponche y emparedados. Se sentaron, una frente a la otra. Acercaron sus rostros, las miradas se cruzaron, entretejidas. Con suavidad iniciaron el acercamiento de los labios. El primer beso, de cada ocasión, era tan mágico, tan gratificante. El cosquilleo, los nervios a flor de piel, los ojos cerrados. A ciegas, buscaban la boca, como un par de quirópteros hurgando en un durazno, impregnando sus músculos gustativos del jugoso néctar. Recompensa del que hacer de sus dientes en la oscuridad. Había un éxtasis, un sentimiento de blancura, donde los pensamientos huían de sus cuerpos, flotando entre soles y cometas. El tiempo también hacía maletas, atrancaba las puertas, martillaba las tablas. Las ventanas cubiertas y las cortinas cerradas, anunciaban que el dueño de casa se había ido y no se esperaba pronto regreso. Sin embargo, al separar los labios y abrir los ojos, el segundero volvía a discurrir, adquiriendo sentido. El tiempo retornaba, indefinido, desproporcionado, buscando cohesión y razón para existir. Las miradas sonreían con nerviosismo.
Alguna que otra lágrima de felicidad se colaba en la escena. Mientras realizaban un último contacto para estar seguras de que no había sido un sueño. El minúsculo y postrero beso sellaba, con excelso simbolismo, la unión de aquello que no debía ser unido.
—¡Te amo Adelaide! ¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo! —le expresó con ternura, con cada “te amo” le tocaba la puntita de la nariz con un dedo.
La mencionada, no respondió, se recostó en la manta, boca arriba, mirando las hojas. Áneka, hizo lo propio, le tomó de la mano y buscó entre las ramas aquello que veía su amada, aquello que le sustraía de la réplica anhelada. Entre los resquicios de la vegetación, la luz se filtraba, titilaba con cierta cadencia, bajo el silvestre impulso de la brisa. El árbol bailaba, mientras ellas yacían en solemne silencio.
—Sé qué esperas la respuesta, sobre lo que también debo sentir. No sé lo que siento, Áneka. Siento que te amo y a la vez no. Mi ser se revela. ¿Cómo puede haber amor entre mujeres, que no sea el de madre a hija, de hermana a hermana o entre amigas? Transgredimos las leyes de Dios y de los hombres. Dios, creó al hombre y la mujer, los formó como pareja y ordenó que fueran fructíferos.
—No pienses en eso querida Adelaide. No hay tal cosa como las leyes de Dios. El dios cristiano no existe y no hay ley de los hombres que pueda prohibirme amarte.
—¿Cómo puedes decir eso? Como buena creyente deberías ser más respetuosa.
—Yo no soy cristiana —afirmó Áneka.
—¡Santo Dios! ¿Mi tía no te crio bajo la luz de la iglesia? ¿Cuál es tu fe?
—No puedo decirte y aunque te lo diga no lo comprenderías.
—Ponme a prueba.
—¿Tú recuerdas a tu madre?
—No. Murió cuando yo era un bebé. ¿A qué viene esa pregunta?
—Yo tampoco recuerdo a la mía. Murió ahogada en un naufragio. Pero tuve dos hermosas madres, Adrienne Legrand y Mamá Leroy, con una aprendí que los dioses no existen y con la otra aprendí a sentir los espíritus de la naturaleza. Una es lo más cercano a una deidad que conoceré en la vida, la otra es un portal hacía un colorido mundo espiritual. No tengo tus dones, todo lo que sé y puedo ejercer, en ese aspecto, ha sido fruto de mi constancia y mi necedad. Lo he obtenido de esas dos maravillosas mujeres.
Adelaide seguía sin entender, no había respondido la pregunta. Sintió que Áneka estaba eludiendo el tema.
—Adelaide, tus dones. Creo que provienen de tu madre. Tengo esa percepción, aunque no pueda asegurarlo por completo.
—Áneka, sigo sin entender. No estoy segura de lo que hablas.
—Ven. Tengo una idea de cómo averiguarlo. —le dijo levantándose.
Adelaide, se reincorporó.
—Toca tu frente con la mía —le pidió Áneka.
—¿Así?
—Sí, así. Toma mis manos, entrelaza tus dedos.
—Listo.
—Bien. Ahora trata de sentir, no con tus manos, sino con tu mente. Ve lo que hay dentro de mí. Que siento, mis pensamientos, mis latidos. Cómo corre la sangre por mis venas. Voy a tratar de canalizar mis pensamientos y sentimientos hacia ti para ayudarte a despegar.
Adelaide, a pesar de seguir confundida, hizo lo que le dijo su amiga. Cerró los ojos. No percibió nada, solo su respiración inquieta. Una parte de ella quería parar, no encontraba sentido en lo que estaban haciendo. Continuó. Las inhalaciones y exhalaciones de Áneka, fueron bajando de ritmo, hasta que estuvieron a la par con el movimiento de su propio diafragma. Entonces ocurrió que siguieron bajando la cadencia, juntas, hasta alcanzar un nivel casi imperceptible. Oscilaban con lentitud. En la coordinación, energías iban y venían. Creando un ciclo ourobórico, desdobladas, circulando sin aparente fin. Ya no sabía dónde terminaba ella y dónde empezaba su amiga. Sintió una invasión. Sutil. Era apenas un brillo de luciérnaga. Encendiéndose cada cierto tiempo, con iguales momentos donde las celdas cesaban su fosforescencia química.
Empezó a discernir imágenes. Primero sombras, luego siluetas. Más tarde llegó la nitidez. Vio a una mujer, morena, de cabello encrespado, negro. Se parecía mucho a ella misma. Sostenía un pequeño bulto entre sus brazos. El bultito comenzó a llorar, la señora acercó la boca del bebé a su pecho. Era una infanta, de pocos días de nacida. La unión brindó paz y amor en una sola acción. Sintió el calor, el sabor, la protección llenando todo su ser. No solo el estómago, también el espíritu. Supo que aquella niña era ella misma y la mujer mestiza, su madre. Su papá hizo presencia, se arrodilló frente a ambas, les abrazó, con felicidad.
La invasión finalizó, difuminándose la imagen. Cómo una marea, donde el mar se retira, con la influencia de la luna, así sintió el cambio de flujo. La energía no era recibida, ahora era ella quien la emitía. La sensación de invadir era una cosa muy distinta, combustión, actividad, dinamismo. No había imágenes únicamente percepciones. Divisó el amor de Áneka, era brillante, sincero y fuerte. Era un calor distinto al percibido en la visión de su madre. Este era más suave. El sabor era dulce y a la vez amargo, un mar de chocolate y avellanas. Le dio cosquillas, sonrió y su amiga también. Se dio cuenta de que ambas sentían lo mismo, se correspondían. Sí, la respuesta a su pregunta se hallaba allí. En verdad amaba a Áneka. Por más prohibido que pudiera ser, imposible o no. Estaban conectadas, si una reía, la otra también. Una lágrima gemela recorrió ambas mejillas, encontrando en su recorrido dos labios unidos. Percibían el dibujo de su sonrisa, fue la cosa más hermosa.
ESTÁS LEYENDO
Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y Poder
Vampiros20 de enero de 1778, Cabo Francés, Saint Domingue. Un visitante, recién llegado al puerto, se suma al acontecimiento social más comentado de la colonia: la inminente ejecución de un esclavo sedicioso. Curioso y guiado por la intuición, inquiere sobr...