Víspera

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Luego es cierto que el tiempo pasa rápido en los momentos felices, mientras que el tiempo transcurre con lentitud en la infelicidad

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Luego es cierto que el tiempo pasa rápido en los momentos felices, mientras que el tiempo transcurre con lentitud en la infelicidad. Áneka lo estaba experimentando de primera mano. En un abrir y cerrar de ojos ya había llegado la fecha de la boda. Trató de disfrutar al máximo el amor con Adelaide, pero el reloj no se detuvo. El sol y la luna no dejaron de alternarse en el cielo, mientras ellas alternaban la respiración con los besos. El día más temido, estaba por llegar en 24 horas.
Se encontraba de camino a Cabo Francés, una última vez, terminando con la preparación del viaje. Inanna se lo había dicho esa mañana. Consideraba que, su presencia en Nueva Orleans, podría entorpecer y perturbar la vida matrimonial de su sobrina. Permanecer en la isla, con todos los rumores de guerra y la amenaza silenciosa, ni hablar, esa opción también estaba vedada. Como Áneka, no declaró una resolución al respecto, Inanna, decidió llevarla consigo. Estuviese de acuerdo o no. Eso la separaría de Adelaide, quizá para siempre.
Áneka entendía y aceptaba la decisión. No por ello dejaba de dolerle. Aguantó todo lo que pudo. No lo hizo mientras permaneció en la finca, pero en el camino, lloró desconsolada. Adelaide, no le acompañaba en ese viaje. Se había quedado en la mansión, afinando los detalles del vestido y la boda. Sus tres hermanos adoptivos, sin saber que ocurría, no supieron qué decirle. Thomas, por toda acción, la abrazó, quizá era mejor el silencio que mil palabras.
Significaba este viaje el cargamento final del equipaje. La carreta iba hasta el tope y les acompañaba el coche de Madame Legrand, conducido por el carretero trayendo también gran cantidad de bultos. Entre los que sobresalía una gran caja de madera. Semejante a un armario, conteniendo ropa y vestidos. El coche tenía dos caballos extras, esto para proporcionar mayor tracción y a la vez para dejarlos en la ciudad, disponibles para cualquier eventualidad. Una parte de la carga estaba destinada a un almacén arrendado, ubicado en la Rue du Picolet. La otra parte, armario gigante incluido, era para llevarlo al Hotel Paraíso, a escasas tres cuadras de la iglesia, allí cuidarían de los caballos. El Vizconde había alquilado todas las habitaciones, instalaciones, dependencias, cocinas, servicios y establos del referido hotel. No escatimó en gastos, apoyado, eso sí, en el aspecto financiero, con el aporte del padre de la novia. Allí se realizaría la fiesta luego de la boda. Los invitados eran, en su mayoría, de parte del novio. La comitiva de la familia De Laborde era pequeña: Adrienne Legrand, Áneka Legrand y Mamá Leroy. Sara y Julia, estaban como apoyo y asistencia de la novia, no como invitadas. Adelaide De Laborde, era la novia, no podía contarse entre los invitados.
No hubo incidentes en las operaciones de descarga, tanto en el almacén como en el hotel. Áneka, permaneció en una de las habitaciones, mientras que los hermanos Leroy regresaron a la finca junto con el cochero. Luego de instalarse, arreglar todo, se sintió sola y fastidiada. Y del aburrimiento a la depresión únicamente había un paso. Salió del cuarto. El edificio muy poco se diferenciaba de las otras casonas de la ciudad. Era un típico ejemplo de la arquitectura colonial francesa. No era un paraíso, pero si acogedor. Dos pisos, balcones, amplias puertas y ventanas. Tenía una particularidad: las ventanas estaban protegidas por falsos portones, colocados en la parte exterior. Cerrados, daba la impresión de tener muchas puertas. Cinco del lado norte y tres del lado oeste. Ya que uno de los arcos estaba reservado para el acceso principal y el otro, al final de la propiedad estaba destinado para el portón que daba a las caballerizas. El pasillo de la entrada no era muy ancho, apenas permitía el paso de dos personas, tomadas de la mano, lo cual le pareció inadecuado para una boda. Tenía dos puertas, una para acceder al patio y otra para ir al exterior. En el centro, un pequeño patio rectangular, albergaba una fuente y un pozo. Ninguno de los dos estaba funcional, solo eran ornamentos de un jardín, bien cuidado, eso había que admitirlo. Por uno de los pasillos se accedía al salón. No era muy grande, supuso que era adecuado tomando en cuenta la cantidad de personas que asistirían.
Entró. Dentro del salón, la actividad era incesante, el personal del hotel y la servidumbre del Vizconde iban de un lado a otro. Dirigidos por una mujer madura, cabello recogido, mitad rubio, mitad blanco. Sentada en una otomana, cerca de la entrada del salón. Su rostro era redondo y cachetes rosados. Emanaba cierta jovialidad en su sonrisa. Era hermosa a pesar de sus años.
Un hombre, de largo cabello negro, elegante, vestido de blanco, rebosante de joyas y brillo, se encontraba junto a ella. Aparentaba unos treinta y tantos años. Estaba muy animado, hablaba sin parar, haciendo reír a una dama. Este, al ver a Áneka, se disculpó con la señora, dirigiéndose a ella. Áneka salió hacia el pasillo, en un intento de eludir al personaje. Sin embargo, este, actuó rápido, alcanzándola cerca de la fuente. No estaba de humor para galanteos, menos de un hombre. Y eso, de manera exacta, fue lo que recibió: lisonjas y palabras hermosas al oído.
Ella, por instinto, retrocedió, el tipo era agresivo en sus artes de seducción, la intencionalidad era clara, a pesar de que quisiera enmascararla con sutileza y cortesía. El tipo cortó distancias. Como un prestidigitador de feria pueblerina, hizo brotar de la nada una flor, luego otra. Las había tomado del jardín. Le habló de joyas y oro, mencionando propiedades, castillos y tierras. Sus promesas de amor estaban acompañadas de opulencia y desgarbo.
A ella, no le interesaba nada de aquello. Era incómodo. Su mirada era penetrante. Sintió que aquel libertino le revisaba de pies a cabeza, como si pudiera ver a través del vestido. Se sintió desnuda frente a él, a pesar de su ropa conservadora, que no dejaba espacios de piel desprotegida. El descarado la olfateó, sin pudor, como si buscara algún olor en específico, fue algo desagradable. Como ella no respondiera, de una manera positiva a sus insinuaciones, cambió el ángulo de ataque.
-¿Viene usted de parte de la novia? Conozco a todos los invitados del novio y no la recuerdo a usted. Recordaría tal belleza, su cabello de fuego, el caramelo de sus ojos. Bella, linda, hermosa.
El bellaco quiso besar su mano. Ella la retiró con presteza.
-Es obvio. Que vengo de parte de la novia. ¿Quién es usted? Le pido, guarde su distancia. No me confunda con una impúdica joven que pierde la cabeza por un par de halagos y piedras que brillan. No se confunda, caballero, aunque no le considero como tal. Un hombre decente no aborda de esta manera a una dama -le respondió ella, de la forma más elegante que pudo.
-Soy Charles D'Estreux de Beaugrenier, hermano del Vizconde. Poeta, pintor y declarado admirador de su belleza. Ya me había presentado antes ¿no me escuchó usted?
Áneka se sorprendió. El hombre, resultaba ser muy diferente a su hermano. Era un gandul, sí. Pero era varonil y elegante. No como el Vizconde, al cual no le cabía una pluma más en el trasero. Aquello, lejos de tranquilizarle, le enfureció. Había prometido a su madre comedimiento y mantener el comportamiento de una dama, sin embargo, ya estaba al borde de su límite.
-No, no le oí. Le pido por favor que me deje en paz. Me retiro a mis aposentos -dijo, tratando de flanquear al impertinente.
-¡Oh! ¡Perdone usted, Madame Legrand! Excuso mi comportamiento pues estoy borracho de amor -expresó, apartándose -he bebido hasta la última gota de su copa ambarina. Los rumores acerca de su belleza no le hacen justicia. ¡Oh dulce néctar de los dioses! ¡Aguamiel...!
-¡Ya! ¡Ya! ¡Ahorre la saliva! ¡No soy Madame Legrand! Y créame tiene usted más oportunidad de conquistar a la reina de Inglaterra que Adrienne Legrand. No está usted a su altura.
-¡Vaya! Error mío -exclamó con mal simulada sorpresa -es usted tan cruel como hermosa, al decir eso. Si no es usted Adrienne Legrand. ¿Puede corregir a este humilde servidor y otorgarme el honor de oír su nombre?
Áneka suspiró. Cerró los ojos. Lo que deseaba era otorgarle un porrazo en la oreja y borrarle su humilde sonrisa. Hizo acopio de toda la paciencia. Sin embargo, al cerrar los ojos, sin querer, bajó la guardia. El hombre aprovechando el descuido, le dio un pequeño beso en la boca y salió corriendo como un atolondrado adolescente.
Ella, por instinto, buscó el maletín con las pistolas. ¡Rayos! No lo llevaba consigo. Lo había dejado en la habitación, suerte. Quizá era mejor así. De haberlas tenido encima pudiera haber cometido una imprudencia. Apuntó con la mano, siguió los movimientos del rufián, hasta que este salió por la puerta. Sí, hubiera podido encajarle un par de balas en la espalda. Miró a su alrededor, nadie mostró signos de haber visto nada. O se hicieron los desentendidos.
La señora, quien era la que estaba más cerca, se hallaba de espaldas a la acción, dando instrucciones a una criada. Por lo que, quizá, no había visto nada, no prestó atención a lo que ocurría a su alrededor o no le importaba. Quién sabe, los nobles son una clase aparte con sus ínfulas de grandeza. Regresó al cuarto, ahora, además de triste, estaba enojada. Enjuagó la boca varias veces. Se miró al espejo. Revisó con detenimiento. El atrevido usaba pintura de labios. ¡Qué asco! Cuando lo viese en la ceremonia se las pagaría. Tomó las pistolas, comprobando que estuviesen cargadas. Buscó unas dagas, ajustó las fundas con correas, alrededor de sus muslos. Observó que era incómodo sacarlas. Ni modo. Las conservaría igual, podría necesitarlas. Sus manos tropezaron con la catana. Era muy grande para portarla sin llamar la atención. Sin embargo, se le ocurrió una magnífica idea para tenerla a mano. Por si acaso.
Fuera del hotel, el impertinente ladrón de besos, subió a un coche cerrado. Otro hombre le aguardaba, dentro, en la cabina. A una orden suya, el cochero puso en marcha al vehículo.
-¿Y la chica inmortal? -le preguntó el hombre que esperaba.
-No la traje -respondió, quitándose la peluca.
-¿Por qué, massa? François la necesitaba. Para hacer pruebas.
-La chica no es inmortal -explicó Odart Saboulin, ya prescindido el disfraz.
-¿No es inmortal?
-Eso parece. No estoy del todo seguro. Si bien no puedo identificar cuando alguien puede ser o no convertido, cuando estoy en presencia de otro como yo, puedo saberlo. Es algo instintivo. Es algo en la piel. Busqué el olor de nuestra sangre. No lo hallé. Mi instinto me dice que no.
-La hubiera traído igual. François, le hubiera hecho una esclava blanca.
-Había mucha gente alrededor. Hacerlo con tantos testigos no era buena idea. Consideré que no valía la pena el riesgo. Si hubiese estado seguro de su condición, perpetro el rapto. Sin embargo, sabemos que eso pondría a Inanna, en estado de alerta. No quisiera estropear el plan por un acto impulsivo.
François, estaba molesto y contrariado. Si algo gustaba hacer era convertir en esclavos a los blancos. Y si era una mujer, mucho mejor.
-Tranquilo François, te prometo conseguirte unos blanquitos para que hagas lo que quieras con ellos.
-Massa se ríe, massa se burla del negrito. Pero era bueno hacer prueba para convertir a Inanna.
-No te pongas así.
-Massa se burla porque es inmortal y François no.
-No es eso. ¡Oye! Hoy amaneciste sensible. ¿De qué lado de la cama te levantaste?
-A veces pienso que Massa, aún sigue enamorado de la mujer. Massa, cuando la vea se va a olvidar de la promesa hecha al negrito. Los blancos son así.
Odart negó el asunto. Aun sabiendo que François, tenía algo de razón. Lo dejaría todo si Inanna lo aceptaba como su consorte. Cuestión en extremo difícil. Las cosas entre ambos habían terminado mal. Dos veces. Por eso optaba a usar medios desesperados.
-Al menos le di el besito a la chiquilla. Dame el antídoto -dijo, escupiendo un cartucho esférico que tenía en la boca.
François le alargó una vasija de barro. Odart, bebió el contenido con repugnancia.
-¡Puaj! ¡Qué cosa tan horrenda! Debemos hablar sobre mejorar la sazón en las pócimas, también de colocarlas en envases más bonitos. No sé qué es peor, el sabor o el tarro. ¡Jolines!
-Es antiveneno massa. La muerte tiene gusto feo, su remedio también.
-Sí, lo sé. Lo he aprendido de primera mano. ¿En cuánto tiempo hará efecto en la chica?
-En unas horas. Pero tan poquito veneno no le hará mucho. Solo le dio un piquito. Vi que usted escupió la bolita. No se la hizo tragar.
-Fallé en ese aspecto. Solo fue el veneno que tenía impregnado en los labios. No fue mucho, pero algo hará.
-Se sentirá mal, quizá le dé fiebre. Tendrá dolores en las junturas. Pero nada más.
-La idea era, si fallaba el secuestro, como falló, incapacitarla. ¿Quedará incapacitada?
François negó con la cabeza.
-El veneno no era para matar, es para activar el cacombre zombi. Usted lo sabe.
-¡Qué contrariedad! No logré nada. Fue una pérdida de tiempo. Creí poder seducirla para introducirle en la garganta la mezcla de cacombre zombi. Si no lo logré con la hija, difícilmente lo lograré con la madre. Habrá que desechar ese método.
-Yo se lo dije massa, a esa chica no le gustan los hombres.
-Me lo dijiste. Solo quise probar. Hasta ahora pensaba que ninguna mujer podía resistir mis encantos. ¡Ja! ¡Ja! Me estoy haciendo viejo para estas cosas.
El negrito no sonrió. No entendía el sentido del humor de su amo. Se encogió de hombros. Recogió la envoltura hecha de hojas de maíz. La guardó en su bolsillo y el tarro, en un maletín. Mientras funcionase no importaba si era feo. Por un momento se comparó con el tarro. Él era un tarro feo, su amo, un frasco bonito. Ambos llenos de maldad, ninguno de los dos se escondía tras excusas. Sus motivos eran egoístas, no les motivaba tanto la venganza o un ajuste de cuentas, equilibrar la balanza u obtener la justicia por sus propias manos. No, no era nada de eso. Su motivación era querer ser inmortal, la de su amo era más complicada, no la entendía del todo. Eso le daba temor. Arrellanándose en el asiento, miró por la ventana. Cuestionando el éxito de sus planes, mientras el atardecer caía sobre Cabo Francés.
Adelaide, en la mansión, se probaba el vestido, asistida por Mamá Leroy y bajo la atenta supervisión de su tía. Se vio en el espejo. Sería la novia más bella de Saint Domingue y también la más triste. No solo por el amor que dejaba atrás, por el desconocido destino que le aguardaba, una casa, otro país, otra mudanza. Quién sabe si definitiva. Si no por su padre. Le echaba de menos, en ese momento tan crucial de su vida estaría ausente. Había recibido una carta suya. Dándole un poco de felicidad. Felicitándola y tratando de acallar sus preocupaciones.
Muy a pesar de que su padre describía lo contrario, las cosas en Francia no iban bien para el Rey. Las veces que acompañó a Áneka, al puerto escuchó cosas terribles. Se hablaba de revolución y violencia contra los nobles. Su padre estaba en peligro, pero no lo decía. Prometió, entre líneas, ir a Nueva Orleans, una vez que se hubiese resuelto la situación política de Francia. Lo juraba por su honor y el de su casa: Iría a visitarla. No era el Marqués de Meréville un hombre de jurar cosas en vano. Debía confiar en él. Resolvió escribir una respuesta, luego del matrimonio, cuando ya fuese otra persona: vizcondesa y no marquesa.
Antoine, por su parte, no se hallaba más animado que Adelaide. Gracias a Dios. La copiosa actividad le permitía poco espacio a la tristeza. Esta se colaba, como no, en sus huesos, pasos y latidos. Se ocupaba de otra tarea, distinta al quehacer diario de los sembradíos. Algo que era crucial. Como en una procesión religiosa, caminaba junto a las mujeres y niños de color hacia el pueblo de Dondon. El señor Pablo conducía la carreta, atiborrada de enseres y corotos. Estaba muy ancianito para hacer casi cualquier cosa, no digamos ya combatir. Por eso se le incluyó en el acto de protección. Además, aportaba presencia blanca en el grupo. En plena época de esclavitud era extraño y hasta peligroso, unas personas de color viviendo solas, más si trataba de mujeres y niños.
Allí, en el pueblo, Madame Legrand, había comprado una casa, para alojar, de manera temporal, a las personas más vulnerables, mientras transcurrían los días de incertidumbre. Ella, tenía la idea fija: la finca sufriría un ataque, por ello alertó a las autoridades locales. Estas, no le prestaron cuidado. Desestimaron la situación. Ella no pudo proporcionarle las pruebas que solicitaron o algo que ellos pudieran aceptar como concluyente. La trataron con solapada condescendencia.
Para ellos, únicamente era una viuda con los nervios alterados por la reciente muerte de su esposo. Se sentía sola y fabricaba amenazas en su mente, como una forma desesperada de llamar la atención. Le despacharon con falsas promesas de patrullar la zona, en previsión a cualquier agresión. Ella lo percibió. No harían nada. La defensa de sus tierras, debía correr por sus propios medios.
Ahora, Antoine entendía, en parte, el porqué de la instrucción con los mosquetes, las armas blancas y el armado del cañón. Si no hubiese presenciado el incidente que ocurrió en el baile, hubiera pensado lo mismo que pensaron las autoridades. Sin embargo, Madame Legrand, no era una mujer que se asustaba con facilidad. Ni aun en esos momentos, ante una presencia sobrenatural, le vio asustada. Era una mujer dura, digna de admiración. Determinada a defender lo suyo y a los suyos. Confiaba en ella, si ella decía que debían prepararse para un combate, eso había que hacer. Los mosquetes estaban cargados, la culebrina presta y los machetes afilados. Hora de ser hombre. Por más tristeza y pena que embargara a su corazón.
Se hizo de noche mientras instalaba a las mujeres y al señor pablo, en la casa. No llegó a suponer que le iba a tomar tanto tiempo. Les dejó dinero, los documentos pertinentes a su emancipación y los mejores deseos. Montó en la carreta vacía, de vuelta a la finca.
El camino de regreso le pareció más largo. A pesar de no hacerlo a pie. La soledad era más fuerte en la oscuridad, ni siquiera estaba la luna para acompañarlo. El desánimo le embargaba. Sin embargo, debía continuar, tener cuidado, concentrarse en el camino, cosa que su tristeza le dificultaba. Luchó, sorteó los baches de la carretera, no todos, de vez en cuando tropezaba con algún desnivel, el golpe lo volvía en sí, recordándole su deber. La negligencia le podía traer consecuencias negativas.
Luego de salir de la zona montañosa, comenzó a ver los límites de la finca. Eso le animó un poco. A lo lejos, en dirección al este, percibió unas luces, juraría que eran antorchas. Encendían, apagaban. Eso le pareció al principio. Era extraño, había un avance, inquieto y descontrolado. Al rato, dejó de verlas. De esta manera, desestimó el asunto. O al menos quiso hacerlo. Las leyendas de fuegos fatuos vinieron a su mente. Algo muy europeo, nada que ver con los mitos de América. Tampoco es que fuese un experto en temas de fantasmas y apariciones, podría ser algo universal. El pesar se diluyó un poco en esas reflexiones sobre lo paranormal y antes de que pudiera darse cuenta, había llegado a casa.
Madame Legrand, en compañía de Mamá Leroy, le esperaba en el porche. Él dio parte sobre el buen resultado de su encomienda. Solicitó permiso para retirarse. El cual le fue concedido con amabilidad y gratitud. Antes de dormir, compartió con los hermanos Leroy y otros hombres de la finca. Cenaron, hablaron de los pormenores del traslado de los niños y mujeres a Dondon, la descarga de enseres en el almacén y el traslado de Áneka al hotel. Cosas sencillas, había cierta tristeza en los relatos. Todos sentían que algo estaba por suceder y las cosas no volverían a ser como antes. Aunque nadie lo mencionaba.
Madame Legrand, una vez los hombres fueron a dormir, aprovechó para conversar con Mamá Leroy. De una manera más libre.
-Mi querida Nassoumi, el día ha llegado. Mañana se define todo. Sea que suceda un ataque o no. Dentro de poco estaremos separados, los unos de los otros. Nuestra convivencia está a punto de terminar.
-Lo sé. Tienes mucho rato planeándolo.
-He llevado mucho tiempo ya esté nombre. Es necesario, no solo de cambiar el seudónimo, sino desaparecer por completo. Deseo un retiro. Estoy cansada de la humanidad, la vida social me abruma.
-Cuidaré de la señorita Adelaide. No te preocupes por ella.
-No es ella quien me preocupa.
-¿Áneka?
-Sí, mi pequeña cabeza de remolacha.
-Es una buena chica. Estará bien.
-Yo sabía de sus particulares inclinaciones y de la relación física que sostenía con Lidia. Eso no importó. Ella permanecía estable, fuerte. Es cierto que me gustó el cambio que ocurrió con la llegada de mi sobrina. Se empezó a vestir y comportar como una chica. Y ha sido feliz, muy feliz, conociendo el amor, pero los cambios traen cosas buenas y malas.
-Entiendo. Cuando se fue hoy, la vi muy alterada. Mi pobre niña.
-Cuando la adopté y la nombré mi heredera, pensaba dejarla aquí un tiempo, mientras ella decidía que hacer. Me hubiera gustado casarla con un buen hombre, que tuviera uno o dos hijos, antes de realizar una acción drástica que clausurara esa posibilidad. Y tal cosa parece no ser posible, no está en sus deseos y no es el mío empujarla a cumplir anhelos que su madre adoptiva no pudo. Es egoísmo, lo sé. Los pocos recuerdos que guardo de mi niñez, el que más viene a mi memoria es querer ser madre. Jugaba con mis muñecas. Eran mis bebés. Cuidaba de los animalitos de papá. No recuerdo a mi papá, mucho menos a mi mamá. Son figuras fugaces, sombras, solo sé que existieron y que éramos felices. ¡Ah! ¡Pero si recuerdo a mis muñecas y los animalitos! La memoria es cruel conmigo.
-La llevarás contigo. Eso está decidido. ¿Cumplirás sus deseos? Ella ha sido muy paciente, es algo que ha esperado por muchos años.
-Desde que era niña y descubrió la verdad.
-Desde que era niña y tú le dijiste la verdad -le corrigió Mamá Leroy.
Inanna se encogió de hombros. Nassoumi llevaba razón.
-Fue un momento de pánico. Pensé que iba a morir, se había caído desde tan alto. Cuando volvió en sí no pude contenerme.
-Lo sé. Yo creí lo mismo. ¡Se me despeñó la muchacha! De suerte que su travesura no pasó de unos raspones. ¡Ni siquiera se partió un hueso! ¡Esa niña es una sobreviviente! Así que, no te preocupes, Inanna, Adrienne Legrand, madre sobreprotectora. Ella sobrevivirá a todo esto, al amor y sus dolores.
-Espero que tengas razón. Y sobre la promesa que le debo, aún no me decido. No tengo plena seguridad, eso me cohíbe. Si quiero cumplir sus deseos, cumplir mi palabra. Pero únicamente si su vida no está en riesgo.
Mamá Leroy asintió, en silencio.
-Esta será una noche larga, lo sé, lo presiento. En la oscuridad, el sueño huirá lejos. Víspera de la tiniebla, perfecta estación del día moribundo. La cual gotea como una herida fresca y sangrante, en el oscuro cielo. Casi podemos nadar en su densa niebla, vivir la subterránea cruzada que nos aguarda. Hay tensión en el ambiente -añadió Inanna, suspirando -. El nivel de mi experiencia es tan personal que se pierde en el mutismo de mi propia historia. La memoria no funciona como debe, me apoya tanto como me traiciona. Hay sucesos importantes que se han perdido en la trivialidad. No me ha sido permitida la compañía eterna, alguien que lleve registro de mis pasos. Las paredes recargan su capacidad de eco, elevando las pérdidas. Se repiten y repiten en una letanía. Esta partida será un eco más y una parte de mí no quiere desprenderse de sus voces. La tuya, Nassoumi, la de Alexandre, la de todos. La cama deja de ser un suave descanso y se convierte en una pendiente, donde mi cuerpo rueda y cae, como una roca: inerte, rígida y pesada. Y no es así, estoy viva. No soy una roca. Quiero ser como el mar, profunda, inquieta, de idas y venidas. Playa peinada por las olas, acunada por las gaviotas. Mi espalda se resiente del contacto con las sábanas. Le huyo a la acción de dormir. Mis nervios se tensan, una señal previa al dolor y agotamiento espiritual. Yo lucho. De verdad que lucho. No temo a los hombres, ni espíritus o fantasmas. No debería temerle al tiempo y, sin embargo, lo hago. Temo el paso del tiempo en los seres que amo, pues el tiempo no perdona ni se detiene en ellos, mientras que a mí me ignora. La sensación de vacío no aumenta, siempre es la misma, pero se repite y repite. De allí su apariencia de crecimiento absoluto e infinito.
-Es hermoso lo que dices y también triste -comentó Mamá Leroy, comprendiendo a medias lo que dijo su ama.
-La tristeza posee atractivo propio, a veces es un rostro, a veces una palabra, una vida, una muerte. Hay una oscura relación de luz, sombras y eclipses, una extraña confluencia de circunstancias. Apagada está la vela que quise encender, extinguida como mi vida pública. No deseo caminar más entre mortales, hasta saber el límite de mi propia mortalidad. Debo tenerlo, eso creo, un final. Estoy aquí, en el presente, sumergida en el pasado. Derribando árboles, buscando claridad, ungida con los emblemas de la inmortalidad: la soledad y el desarraigo. Son mis escudos, los blasones imbuidos en esta armadura -dijo, golpeando su pecho -lejos de ampararme me persigue y desabriga. La muerte no está escrita en mi destino, a menos que sea solo para presenciarla u otorgarla. Es irónico no temerle a la muerte sino a la vida.
Mamá Leroy no supo qué contestar. Inanna poseía un pensamiento demasiado profundo para ella. Logró atrapar el sentimiento sin por eso llegar a una comprensión total. Inanna, continuó hablando y ella escuchando, como buena confidente.
-Las utopías de ayer se han convertido en realidades extranjeras hoy. Las ilusiones que vivían en mí. Han terminado su agonía. Y aun en estos últimos momentos persiste el engaño. Llegué a pensar que los años me prepararon para asumir cualquier rol. Parecía ser cierto. De alguna forma me engañé a mí misma y acepté, una vez más, vivir una vida ajena. Los ideales de antaño se han desmoronado bajo mis pies, convertidos en un alud quejumbroso. Ya no soy la misma de antes. Cerradas quedaron las puertas del amor y yo no quiero abrirlas otra vez. Sería una tentación inmensa, volver mis pasos atrás. De seguro, regresaría en busca de los fantasmas del pasado como ellos me buscan a mí.
-¿Te refieres al hombre de blanco?
-Sí. Creo que es alguien de mi pasado. Lo hemos hablado antes. Perdona si soy reiterativa. La luna me soltó la lengua.
-O la falta de ella. Esta noche es luna nueva.
Inanna miró al cielo. Observó las estrellas, algunas nubes de tormenta, nada más. Sonrió. No se había percatado de ello. No había luna.
-Tú eres mi única y verdadera confidente. Lidia es una fiel compañera, honesta y siempre dispuesta a oír. Sin embargo, su excesiva frialdad le impide ser empática. Ella, lo intenta, de alguna manera quiere hacerlo, pero no lo logra.
-La niña Lidia. ¡Tan hermosa siempre! Es cruel que una criatura llena de tanta belleza sea incapaz de sentir amor.
-No es así. Ella ama, pero solo a mí. Siente simpatía por algunas personas y tiene un fuerte sentido de compañerismo.
-Sé que alguna vez me contaste que la encontraste en el polo norte. En las tierras del eterno hielo, era cazadora de focas o algo parecido.
-Sí, era cazadora, pero de vampiros.
-¿En serio? Esa parte no me la dijiste o no presté atención.
-La primera opción. Por increíble que parezca, en diversas épocas, hubo cazadores de vampiros. Sus métodos y armas fueron evolucionando a la par del mito. Al mito menguar, ellos también. Sin embargo, el mito persistió y ellos desaparecieron.
-¡Madre Santa! Luego es cierto.
-La conocí por esa causa. Era parte de un clan familiar. Lo ejercía como una profesión alterna. Cazaba focas, ballenas y otros animales polares. De cuando en cuando, cazaba vampiros.
-¿Llegó a matar a alguno? Digo, de tu raza.
-Muy pocos. La realidad fue que muchos eran falsos positivos. Cuando mató, junto con su familia, a varios de los míos, actué en consecuencia.
-¿Y qué ocurrió?
-Masacré a su familia. No dejé a ninguno vivo.
-Solo a ella.
-Solo a ella -reiteró Inanna -me desafió a un combate singular.
-¡Luego es cierto! -exclamó Nassoumi asombrada -entonces perdió y le perdonaste la vida.
-Ella cayó, vencida, no sin antes cortar mis ojos. Me dejó ciega por un tiempo.
-¡Inanna!
-Así fue. Así de hábil es. La trajeron ante mí, percibí que su sangre era compatible y decidí convertirla. No que ella estuviera de acuerdo, pero estaba demasiado herida como para oponerse.
-¿Y tus ojos?
-Curaron. No te preocupes. Como puedes ver -le dijo abriendo mucho los ojos -aquí están, más azules que nunca.
Mamá Leroy, a su vez, abrió mucho la boca.
-Mis ojos eran de color café, antes de ese incidente. Se volvieron azules luego de la curación. Desconozco el porqué de tal cosa.
-¿Fue doloroso?
-Muy doloroso, para ambas. Su proceso de conversión fue muy traumático y largo. Casi dos semanas. Recuperé primero yo la vista, antes de que ella superara la conversión.
-La niña Lidia es sorprendente. ¿Te costó mucho perdonarla?
-No, fue algo rápido. Quien tardó un siglo en perdonarla, fue Amadi. Y ella, me perdonó casi de inmediato. La consanguineidad es poderosa, nos une y se refuerza con el tiempo.
Mamá Leroy no salía de una sorpresa para enterarse de otra. ¿Quién lo diría? Esos dos, los celosos guardianes de Inanna, no solo fueron rivales alguna vez, sino que mantenían rencor entre ellos.
-Sé lo que piensas, Nassoumi. Eso es pasado. No son amigos, no se estiman entre ellos, pero son compañeros. Y en esa dualidad de hielo y fuego hay una gran compenetración.
-Luego es cierto -manifestó Mamá Leroy, bostezando.
Era ya bastante tarde y el café se había acabado. Las dos mujeres permanecieron sentadas en el porche, el resto de la noche. Conversando hasta donde pudieron. Nassoumi se quedó dormida en la mecedora, Inanna mantuvo los ojos abiertos hasta que el amanecer rompió la cortina nocturna. ¿Hacía cuánto ya, que el sol había dejado de molestarle? Siglos enteros, supuso.
-El conocido sentimiento de enfrentar lo desconocido. Una vez más, la luz se abre camino en la oscuridad, revelando secretos ante tus ojos -declamó Inanna sin recordar de donde había sacado esos versos.
Áneka, en la habitación del hotel, no pudo dormir bien. Aparte de las tristezas y preocupaciones, se sentía mal. Le dolían los huesos y las articulaciones. Vomitó un par de veces. Tenía fiebre y escalofríos. "Mal momento para enfermarse". Pensó.
En un inicio, le echó la culpa a la comida del hotel. Se había atiborrado de cuanta golosina pudo tomar de la cocina. En un descuido que tuvieron los organizadores, se coló y robó una bandeja de dulces, caramelos y galletas. Calmó su ansiedad, pero se dañó el organismo, eso creyó. Aun así, sentía muy exagerado el malestar. En algún momento de la madrugada, logró dormirse. Tuvo varias pesadillas, entre ellas, que la obligaban a casarse con el hermano del vizconde, el desagradable ladrón de besos. Dio a luz veinte niños y todos se parecían a él. Ella estaba gorda, demacrada y pálida. Su inmensa barriga tenía vida propia, estaba embarazada de nuevo. Despertó, sudando frío. No pudo imaginar que su fiebre provenía de un veneno, de un beso robado.
Adelaide, tampoco pudo dormir mucho. No soñó con bebés o su propio casamiento. Aunque si con su futuro esposo. Éste estaba tirado en la tierra, con los ojos abiertos, no parpadeaba. Había cruces alrededor, era un cementerio, de noche, lúgubre y lleno de musgo. Antoine cavaba una tumba, sonreía con macabra perversión. A su espalda estaba el negrito del sueño aquel. Junto a él, el hombre de blanco, sin rostro, pero sí con una sonrisa.
No tardó mucho su amigo en excavar, salió del rectangular hoyo, con facilidad, como quien realiza un acto habitual. Tomó al hijo del vizconde por los hombros y le hizo una seña. Ella obedeciendo una orden tácita, lo levantó por los pies, se sentía ligero. Balancearon al cuerpo y lo lanzaron con poca eficacia en el hueco. Este rebotó de las paredes y cayó boca abajo. Ante aquello, Antoine pareció molestarse, saltó dentro, acomodó al chico, con los ojos al oscuro cielo. Luego, se acostó encima de él, con los pies en la cabeza y la cabeza en los pies. Y se quedó allí, mientras, ella comenzó a palear y a palear, sin descanso, hasta que cubrió la tumba. Enterrando ambos hombres.
Áneka, apareció de la nada, con una cruz sin nombre, blanca, nada ostentosa, simple y vulgar. La sembró en la tumba recién tapada. Colocó flores: unos lirios blancos. Luego montó en un corcel, negro y fantasmagórico. Adelaide quiso ir con ella, pero esta, azotó al caballo con tal fuerza que sus cuartos traseros sangraron. Alejándose a todo galope, dejando la sola, entre mil cruces. Sin Antoine, sin Jerome y sin ella misma. El negrito y el hombre blanco también habían desaparecido. No despertó, siguió soñando cosas feas.
Pierre, tampoco durmió bien. Otra noche en el descampado junto a ese ejército de pies descalzos. Le daba escalofríos. Cuerpos sin alma, así les llamaba su amo, que no su patrón, a ese grupo de esclavos especiales. 287 en total, aparte estaban con él: 15 hombres, normales, y la chica mulata. Quien se comportaba de una manera extraña, no como una chica esclava. Se había hecho rulos, el cabello lucía encrespado, aunque antes era lacio. Usaba unos zancos de tacón grueso, lo cual le daba un poco más de altura. Actuaba, estaba personificando a alguien o a algo.
Eso le hizo pensar en él mismo. Admitía que algo le habían hecho. Ya no solo procedía por su propia cuenta, había algo más. Vendió su alma y sus acciones. Habría un pago de oro, eso le prometieron. Sin embargo, en el ritual, sin saber qué o cómo, lo habían hecho esclavo. Eso sentía. Su voluntad estaba atada a la de Odart Saboulin y a la del tal François. Eso era escalofriante. Servir a un blanco adinerado le parecía bien, por muy loco y malévolo que fuese, pero servir a un negrito, harapiento y desdentado era humillante. ¿Cómo lo había hecho? No lo tocó, ni ingirió cosa alguna durante el ritual. Eso le tenía pensativo desde que lo notó. Nunca llegó a saberlo.
De haber podido desentrañar el misterio, habría sabido que el bokor, François Mackland, había esparcido wangas, un polvo especial para atrapar el Ti Bon Ange, por toda la Mansión Le Petite. Él lo había aspirado, pisado, tocado, sin darse cuenta y el baño que le prepararon los esclavos estaba impregnado de esencias para activar el polvo. Lo demás fue esperar que las sustancias hicieran efecto. Le había dejado preparado para robarle el alma. Algo que podría hacer cuando quisiera.
Si no lo hizo fue porque el señor Saboulin, se lo había impedido. Era necesario que Pierre conservara algo de voluntad propia para la tarea impuesta. Le alcanzaba, a su amo, tenerlo atado, comprometido con los objetivos. No fuese que un arranque de conciencia o misericordia le hiciera desistir de sus acciones.
François no perdía las esperanzas de robarle el Ti Bon Ange por completo a su odioso y forzado compañero de planes. Lo odió desde el primer momento que le vio, no soportaba que su amo tuviera otro sirviente aparte de él. Mucho menos blanco, los blanquitos siempre desprecian a los negritos.
Y era verdad, Pierre despreciaba y temía, con la misma intensidad, al bokor. En sueños golpeó aquel macilento rostro con apariencia de anciano. Le complació mucho soñar con ello. Sonrió dormido.
Mientras, muy lejos de allí, François acariciaba el cántaro destinado para contener el alma de Pierre. ¡Pronto! ¡Pronto sería suya!
Amaneció al fin. Pierre escondido entre los matorrales, con un catalejo, echó un vistazo a sus objetivos: La Mansión Legrand, estaba al alcance de la mano, los cultivos y, sobre todo, la sección de la montaña donde estaba ubicado el Santuario. Su verdadero objetivo. Aunque no sabía lo que encontraría, pero su amo... su patrón quería algo que estaba allí. Un secreto, una especie de criatura. Cuando le preguntó las características de aquello que buscaba, le contestó:
-No tengo una idea clara, solo sé que, cuando lo veas sabrás que es y lo traerás.
En cualquier otra circunstancia desestimaría la misión. Por lo irreal, la falta de información, la poca claridad de los propósitos. Sin embargo, una extraña convicción le empujaba a seguir. Le había dado una orden, él debía cumplirla. Las cartas estaban echadas.

Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora