Sueños de Gato

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Áneka, con la ayuda de las dos chicas de color, preparó el baño

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Áneka, con la ayuda de las dos chicas de color, preparó el baño. Apoyaron a la señorita Adelaide, en su proceso de desvestido, acomodando toda la ropa en los escaparates. Entre las cajas y equipaje, hallaron un pequeño baúl, con ropa y cosas de hombres. Era evidente a quien pertenecía.

—¡Antoine! —exclamó Adelaide.

Con tantas atenciones y emociones se había olvidado por completo de él. Sintió algo de vergüenza. No lo hizo a propósito, se vio arrastrada por la fuerza y magnetismo de Áneka. Decidió preguntar. La chica, le dijo que no se preocupara, Mamá Leroy, se encargaría de su amigo. Lo instalaría en una habitación asignada, para que descansase del viaje.

—Estará bien. Por ahora concentrémonos en tomar un baño, arreglarnos y comer. No sé usted, pero a mí, ya me está rugiendo el estómago —le comentó sobándose la panza.

Adelaide no pudo evitar sonreír. Áneka era divertida. A una orden de ella, las chicas de color sin nombre, salieron con el cofre de Antoine, presurosas.

—Es mi amigo de infancia, lo quiero mucho —dijo, cuando estuvieron a solas —y ha sido mi apoyo y principal compañero desde que salimos del castillo.

—Lo sé señorita. Sé que es su amigo. Sin embargo, su posición es distinta a la suya. No tengo idea de cómo era la relación del Marqués con él, allá en Francia, pero acá, en Saint Domingue, deberá trabajar duro para ganarse un lugar de confianza.

—Él es muy trabajador, de entera confianza mía y de mi padre. En Francia vivía con nosotros en el castillo.

—No lo dudo Señorita, no dudo que sea un chico de confianza y trabajador. Madame Legrand será quien decida su puesto, sus labores. Es una mujer justa y con excelente criterio para calificar a las personas. No se preocupe por ello. Recibirá un trato adecuado.

Dicho esto, Áneka entró a la bañera. Procedió a bañarla como si fuese una chiquilla, con suavidad y esmero. Adelaide se relajó. No era tan extraño como pudiera pensarse, hasta hacia unos pocos años, una doncella la había asistido en el baño. Así que, en realidad, era bienvenido el mimo. Estaba cansada, aunque no lo demostrara; habían sido meses de largo viaje. Carreta, caballo, barco, más carretas. Posadas, hoteles, habitaciones pequeñas, feas, camas incómodas. Recibir trato de niña consentida no era malo, todo lo contrario. Recordó su cambio de infancia a mujer. Una vez cumplió los doce años sufrió un enorme estirón. De la noche a la mañana había dejado de ser la pequeña de papá y muchas de esas complacencias fueron aminorando, hasta desaparecer por completo. El desarrollo había sido portentoso, no solo de estatura, también en formas y redondeces. Su cuerpo adquirió adultez, mientras su mente aún luchaba por alcanzar el siguiente nivel. Era mujer por derecho, estirpe y presencia, mientras su rostro conservaba aquella candidez de niña. Sus ojos, su mirada, algunas maneras, exultaban inocencia.

Miró a su recién obtenida amiga y doncella. A quien al principio había confundido con un chico, ahora que la miraba bien, observaba a una joven hermosa. Era delgada, percibía cierto desarrollo muscular, nada exagerado que deformara su femineidad. Los brazos se sentían fuertes, Adelaide apretó con curiosidad. Áneka, entretenida con todo aquello, flexionó el bíceps y se dejó tocar. La expresión de sorpresa de la señorita le complació. No había flacidez y suavidad, era dura aquella pequeña protuberancia, formada en la contracción del tejido. Sonrieron, nerviosas. El siguiente blanco de su intriga fue el cabello, corto, a nivel de los hombros, no era morado, como había pensado. Examinándolo con más cuidado, más de cerca, se percató que en realidad era rojo, solo que bastante oscuro. Quizá la acción del sol lo había quemado un poco y por eso, a primera vista, lucía tintes violáceos y marrones. Otra cosa: su cuerpo estaba lleno de pecas, no así su rostro. Nariz puntiaguda, labios pequeños y finos. De ojos rasgados, mongoloides, diría un antropólogo. Satisfecha su curiosidad, se entregó de lleno al cuidado que recibía. Áneka, le colmó de atenciones, haciéndole sentir tan mimada, con sus masajes y acicalado que, sin querer, se quedó dormida.

Adrienne Legrand, Obsesión de Sangre y PoderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora