Pijama

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Era un duelo a muerte y nunca dos enemigos habían estado tan sincronizados: la cremallera reventada en perfecta sintonía con el botón saliendo disparado. El gemido. El rugido. El arañazo. El beso que empieza con sabor a pintalabios y termina sabiendo a sangre. Una sangre que no es cualquiera, que la distingues, que la conoces, aunque nunca has conseguido saber muy bien si es tuya o suya, ¿y qué más da, si es a lo que llevan sabiendo vuestros besos desde que tuvisteis esa mala fortuna de conoceros?

Porque fue mala fortuna...

¿O fue suerte?

-Estás jodidamente loca, eres una víbora, y lo peor es que lo sabes.

-No. Lo peor no es que lo sepa. Lo peor es que te gusta.

-Me encanta.

Robert terminó de rasgar el vestido de Mia. No era de seda pura, sino de un satén cutre que había conocido días mejores, pero era, al fin y al cabo, ese vestido, su vestido, el que llevaba puesto en la primera cita, el que años atrás Robert tuvo que quitarle con cuidado de no romperlo, haciendo contorsionismo en el asiento trasero de su Yaris porque era, entonces, su vestido nuevo, comprado para la ocasión, naranja como una llama. Había llegado su día, el día de hacerlo pedazos con las manos, con los dientes, con un enganche en el filo de la mesa.

Mia correspondió la atención haciendo lo propio con aquella camisa impoluta que aún dejaba escapar ese olor a vapor que tiene la ropa recién planchada.

Robert la alzó, cogida por los muslos y la echó en la mesa con el ruido seco de la piel aterrizando sin delicadeza en el nogal. Puso la mano en su cuello, estrechándolo hasta conseguir clavarle las uñas cortadas a ras de los dedos.

-Aquí no -dijo Mia, articulando forzosamente las palabras, haciendo vibrar con dificultad las cuerdas prisioneras de la mano asfixiante.

-Porque tú lo digas...

Robert mordió su hombro como un lobo que se encuentra con una gaviota en medio de un naufragio. La sangre asomó, tímida, por los surcos de los dientes en la piel. Una mordida impecable, digna de cualquier manual de ortodoncia: filosa, alineada, precisa como esa rabia que sobrevive al impulso y se perfecciona en la capacidad de odiar con calidad, con rigor, a consciencia.

-Me has jodido la vida, Mia.

-Pues deja que te lo compense -Mia hincó las diez uñas en el pecho firme, prominente, cincelado, y apartó a Robert para incorporarse y bajar con un movimiento grácil de la mesa.

Le puso una mano en la cadera y con la otra cogió su miembro firme, como una marinera haciéndose con el timón en una noche de tormenta, y lo guió hasta la habitación. Le hizo un gesto con la mirada y Robert se tendió, sumiso, en la cama inmensa y perfectamente hecha. Sintió el ligero olor animal del pelo de crin que mullía el topper. Sintió cómo las sábanas de seda se acomodaban acunando cada músculo de su espalda. Y sintió a Mia, trepando a cabalgar sobre él como una amazona dispuesta a exprimirle el alma.

-¿Pero qué mierda es esta? ¿Tú quién coño eres?

Mia le guiñó un ojo a Robert y, sin dejar de balancearse sobre él, giró ligeramente la cabeza, dibujando una media sonrisa para encontrarse con Erick, observando la escena desde el umbral de su habitación.

-Erick, este es Robert, mi marido. Robert, este es Erick, mi... 

-Su casero y un súper huevón de los que ya no existen -Erick aguantó el tipo como pudo, poniéndose un escudo de sorna-. Mia, cuando termines de follarte a la visita, ofrécele algo de beber, no me seas maleducada.

Robert apartó a Mia con violencia y se incorporó para, acto seguido, empezar a buscar erráticamente su ropa.

-No me puedo creer esta mierda, Mia, por Dios, esto es bajo, ¡hasta para ti! Este idiota es tu ex, ¿estás viviendo en casa de tu ex y follando conmigo en casa de tu ex? Por cierto, que te quede claro, que yo también sigo siendo tu ex, por mucho que todavía no hayamos firmado el divorcio, yo no quiero nada con un bicho como tú.

-Un bicho que te encanta.

-Maldita psicópata de mierda. Estás mal, nena. Estás jodida de la cabeza. Estás putamente loca, que lo sepas. Este imbécil de tu ex te va a echar a la calle y a mi casa no vas a ir...

-Nuestra casa, todavía no la hemos vendido...

-¿Nuestra casa? ¿En serio, Mia? ¿Nuestra? Si no pusiste un duro...

-Pero la firmamos a la mitad.

-¡Porque soy un grandísimo imbécil!

-¡Somos dos! -Gritó Erick desde el salón.

Robert salió al salón y se encontró a Erick en el sofá, aparentemente trabajando en su portátil.

-Te he apilado ahí unos trapos que se supone que son tu ropa. Buena juerga.

-Mira, tío, si yo hubiera sabido...

-Ni caso -Erick interrumpió a Robert-. Mia es así, ¿qué me vas a contar? Por cierto, que sepas que no solo te la has follado a ella, sino también a vuestra orden de alejamiento. Yo no me voy a chivar, pero bueno... a título informativo.

-Perdona, tío, de verdad...

-¿Quieres ropa? Total, ya de perdidos al río, no me va a pasar nada si ejerzo de huevón un poquitito más y te dejo ropa.

-Pues una camiseta no estaría mal... y... ¿Tienes un pantalón de chándal o algo parecido?

-¿Qué? ¿Te tienes que ir ahora a jugar al pádel?

-No, me refiero... joder, no te quiero quitar ropa buena...

-Ah, da igual, es ahí... donde estabais... bueno, ahí, en la habitación de matrimonio, esa puerta pequeña de al lado es el vestidor. Y si encuentras un frac, todo para ti, que es de cuando me casé con esta puta loca y no pienso ponérmelo más... bueno, sí, a lo mejor pido que me lo pongan en mi funeral.

Robert cogió una camiseta y un pantalón de pijama de entre las cosas de Erick, se vistió con ello y abandonó el piso sin decir nada más.

OTRO INCENDIO POR LLEGARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora