Chorizo y calabaza

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Erick apagó el motor del coche justo a la entrada de la Residencia Los Nenúfares e intentó, por última vez y sin éxito, llamar a Mia. Decidió enviarle una nota de voz.

-Mia, sé que estuviste en el mitin. Te vi. Necesito que hablemos. Necesito que me digas, por favor, si has ido a la residencia a visitar a mi madre. Te lo suplico, aunque sea contéstame con un o con un no. Si fuiste al mitin es porque lo sabías. Sabías que yo iba a aparecer. Sabías lo de mi madre.

Bajó del coche y dio unos pocos pasos hacia la entrada de aquel recinto que pretendía parecer un hogar, pero parecía, a duras penas, un manicomio del montón: muros de hormigón, neones amarillentos fingiendo una calidez que se les hacía esquiva, ventanas que no se podían abrir, cortinas de hule supuestamente térmicas y definitivamente cutres. Una postal fidedigna de la vejez más desangelada, de esa estafa piramidal que es el sistema, de ese karma que les llega a los vanidosos que tienen hijos casi únicamente para que les limpien el culo en el futuro. Se detuvo a medio camino y envió otro audio.

-Mia, tantas veces me has pedido que te ayude y que te crea... y sé que no en todos los casos he sabido estar a la altura. Puede que no tenga derecho a pedirte esto, pero: ayúdame tú, por favor, te lo suplico, porque estoy desesperado, me estoy volviendo loco. Y tú lo sabes muy bien. Tú lo sabes y nadie más lo sabe. Todos me ven como el puto amo que sabe tener a la gente cogida por las pelotas. Solo tú sabes que soy un huevón, un súper huevón, al que elegiste precisamente por eso. Te lo ruego. Ayúdame esta vez y dime si fuiste tú quien dejó entrar a Alicia Suárez a la residencia de mi madre.

Y un audio más, justo antes de cruzar el umbral.

-Cuando no sé de ti, no soy capaz de pensar.

Cogió aire abriendo mucho la boca y cerrándola como si quisiera morder la bocanada y romperla. El traqueteo de los dientes y los huesos de la mandíbula se reflejó en forma de tirón en las sienes y en el cuello. Sabía que no podía permitirse parecer tibio, dubitativo. Que tenía que proyectar aplomo, indignación, incluso rabia. Nada que no sintiera realmente.

Cruzó la recepción sin anunciarse. Daba igual. Fuera del horario de visita, tras lo ocurrido aquella tarde, siendo, como era, una figura más que reconocible, no necesitaba seguir ningún protocolo barato.

Abrió la puerta del despacho de Jaime Merchán, el director de la residencia, con la agresividad con la que lo haría un padre que abre de golpe la habitación de su hija pensando en pillarla con un noviecito. El shock fue el mismo al ver a Gloria Díaz de Matallanas, su madre, con una sonrisa opiácea, mirándole desde su silla de ruedas.

-¡Mamá!

Corrió hacia ella y se agachó para abrazarla. Con la cabeza sobre el hombro de la mujer, levantó la mirada, ya vidriosa, para encontrarse al director de la residencia observando la escena con una media sonrisa. "Hijo de puta", le dijo sin voz, marcando mucho el movimiento de sus labios.

-¿Que si le gusta la fruta? -Respondió Merchán-. ¡Le encanta! ¿Verdad que sí, Gloria? Si tenemos una guerra con ella porque desde hace mucho casi no come otra cosa. Le encanta abrir melones.

-Andrés, ¡qué guapo estás! -Gloria sostenía entre sus manos la cara de su hijo-. ¿Ha venido contigo el niño?

-No, mamá, yo...

-Tiene que estar muy preocupado -siguió ella-. Llevo muchos días aquí, ¿está comiendo bien? ¿Se está tomando la leche?

-Sí, hoy desayunó un trozo de bizcocho de calabaza -Erick decidió mentir, mientras fracasaba en su intento de evitar las lágrimas-. Le gusta mucho, no le pone pegas...

-¿Lo hiciste como te dije? ¿Con dos huevitos?

-Exactamente así. Y cambiando el agua por leche, para que por lo menos así se alimente mejor.

-¿Y el colegio? El niño ese, David, ¿le sigue molestando? Tú vigílalo bien, Andrés, que ya sabes que no nos cuenta nada... pero llora mucho por David.

-A mí sí me ha contado. Ahora tiene muchos amigos. Le invitan mucho a fiestas de cumpleaños y hasta se pelean por él para las pachangas de fútbol -las lágrimas caían, como esmeraldas derretidas, desde los ojos de Erick, proyectados en los iris idénticos de Gloria, que le miraba con un gesto de satisfacción y confusión al mismo tiempo.

-Andrés, qué alegría que el niño haya sacado esos ojazos verdes que tienes tú. Os parecéis mucho.

-¿A que sí? -Respondió Erick, recordando la mirada azabache de su padre y dejando escapar una de esas sonrisas de felicidad retroactiva, de deuda saldada con el mundo, porque, en cierta manera, aquel desvarío mostraba que Gloria, esa mujer sumisa que en sus años de lucidez nunca pareció gustarse mucho a sí misma, en el fondo sí que se sentía bonita.

-Tú dile que en nada estoy en casa, que esto no ha sido nada. Un accidente de coche, sin importancia...

-¿Un accidente de coche? -Erick exploraba los recovecos de la mente de su madre, impredecible, desorganizada, privada de aquellos recuerdos verdaderos que él sabía que a ella le encantaría conservar, pero, al mismo tiempo, aliviado por comprender que esa nube blanquecina que opacaba su memoria le habría hecho olvidar, en menos de un día, el dolor de creer muerto a su hijo.

El teléfono del despacho sonó con un anuncio desde la centralita. Jaime lo cogió a la primera, ante la mirada rabiosa de Erick.

-Sin problema, que pase, es normal en fechas tan especiales -dijo, sin expresión alguna, y colgó para dirigirse luego a Gloria-. Señora Matallanas, después de tantos meses sin que por aquí volara una mosca, resulta que hoy se le acumulan las visitas.

Las bisagras de la puerta hicieron que Erick se girara.

Vaqueros anchos, botines cómodos, bolso a juego, un confortable jersey de lana gris perla y su inconfundible cascada morena, esta vez atada a un lado de la cabeza con un discreto lazo negro, como una cortina de terciopelo cogida con un alzapaños.

-¡Mia, hija! ¡Has venido a comer! Pero hoy me tienes que comer, ¿eh? Que estoy haciendo cocido.

-¡He venido justo por eso! -Mia pareció volar, como una mariposa, feliz de que Gloria la hubiera reconocido, hasta arrodillarse en el suelo, frente a la silla de ruedas, cogiendo las manos de la que una vez fue su suegra y siguiendo su fantasía-. No me iba a perder por nada tu cocido, ¿le has puesto muchas patatitas?

Erick extendió tímidamente su mano, quería tocarla, quería abrazarla, también quería estar enfadado con ella por haberlo dejado, por haberse ido, por haber llevado a Alicia Suárez a la residencia. ¿Había llevado a Alicia Suárez a la residencia? El asunto de las cámaras de seguridad seguía pendiente. Esta jugada de Jaime Merchán, meter a Gloria en su despacho, no solo era una guarrada, sino que además estaba funcionándole de perlas. Erick tocó ligeramente el brazo de Mia para conseguir que lo viera y le hizo un gesto con la cara, algo así como un "cuida tú a mi madre", que ella entendió de inmediato.

-Jaime, después de este momento tan emotivo que has tenido a bien proveernos sacando a mi madre de la cama a estas horas para ponerla como escudo en tu despacho, ¿podemos ver ya la grabación de las cámaras de seguridad?

-Por supuesto, señor Matallanas -Jaime giró su portátil, dejando la pantalla a la vista de Erick-. Aquí tiene todo lo que se registró en las últimas veinticuatro horas.

-Me voy con tu madre a vigilar los garbanzos, ¿vale, Erick? -Dijo Mia, señalando con la vista la pantalla, queriendo evitar que Gloria pudiera ver u oír cualquier detalle de lo que se había emitido en televisión.

-Vale -contestó, abriendo mucho los ojos, como si le dijese un "gracias por darte cuenta"-. ¿Me guardáis un poco de...

-Chorizo -rió ella, mirándole, cómplice de mantener la ilusión de Gloria, mientras tiraba de la silla de ruedas hacia la salida del despacho- y calabaza. Te los saco yo aparte, los trozos más grandes, no te preocupes.

OTRO INCENDIO POR LLEGARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora