Amenazas de muerte

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-A ver, Ruth, no creo que puedas alargar este bulo mucho más.

-Ya, Paula, pero necesitamos seguir calentando la calle, al menos unos días. ¿Cómo está Erick?

-Bien. A ver, está muy feo de cara, con la piel de un color raro, demacrado y va hasta arriba de medicamentos, pero está vivo que, visto lo visto, no es poco.

-¿Qué recuerda de lo que ocurrió?

-Más o menos todo, pero está en sus cabales, pensando perfectamente, así que se adaptará sin problemas a la versión que demos.

-¿Me vio en la rueda de prensa?

-Sí, pero no ha dicho mucho al respecto. No sé hasta qué punto le ha parecido una jugada maestra o se está cagando en tus muertos.

-Tenemos que tener mucho cuidado con la enana de mierda esa, la de Diario El Inmigrante. No me ha dado buena espina. Me parece la típica mosca cojonera que busca protagonismo.

-La información que tenía era bastante buena, no nos vamos a engañar.

-Por eso mismo, hay que hacer algo con ella para que se relaje. ¿Te encargas?

-Lo intento, pero ya sabes que el experto en locas es otro. Yo haré lo que pueda, sin más.

Paula acompañó a Ruth hasta la puerta del despacho de Erick, sabiendo que la hija del aspirante a Presidente les había metido en un lío del que era complicado zafarse. Dejando que la gente entendiera que un sicario se había cargado al jefe de campaña en lo que, según esa versión, era un intento de matar a Don Leo, había conseguido que miles de personas repartidas por todo el país salieran cada noche a la calle a crear disturbios que ya se prolongaban casi una semana. 

Aunque cada día iba mermando la cantidad de personas en los puntos de concentración, Paula sabía que la violencia de los manifestantes, en realidad, no era una reacción al hecho de poder ver morir a alguien, sino a la frustración de que cualquier persona pudiera estafarles. No era empatía, ni amor, ni ideología. Era ira porque alguien les había visto la cara de idiotas y se había pensado que podía tomar un atajo para sabotearles el voto. Ahora bien, cuando se supiera la verdad, que Erick Matallanas estaba vivo, esa sensación de estafa, esa frustración, esa defensa de la inteligencia colectiva, fácilmente podría volverse contra ellos.


Erick cabeceaba, casi dormido, en la cama del hospital, agradecido, en parte, por tener un respiro entre las insistentes visitas de Paula y Mia. Estaba agotado y atontado por los medicamentos, pero también sentía una ansiedad que le impedía dormir, por mucho que deseara hacerlo para aprovechar de desconectar de todo lo que había ocurrido, sí, pero, sobre todo, de todo lo que sabía que se le iba a venir encima en cuanto recibiera el alta y tuviera que retomar su vida.

Entonces, distinguió una figura pequeña y menuda que le observaba desde el umbral de la puerta. Una figura desconocida que, no obstante, le resultaba familiar. ¿Era una niña?

-Eh, tú... ¿Qué haces? Ven.

La pequeña se acercó a paso lento, pero decidido, mientras observaba detalles de la habitación y de los aparatos a los que Erick seguía conectado, con la misma atención con la que uno observa los detalles de una casa cuando la va a comprar. No fue sino hasta que estuvo junto a la cama de Erick que este logró reconocerla... de la televisión.

-¿Quién te ha dejado entrar?

-Qué pregunta más estúpida, señor Matallanas. La gente como yo tiene amigos hasta en el infierno.

-¿Qué es la gente como tú?

-¿Sabe? -Mary Mantilla llenó el vaso de plástico con el agua que estaba en la jarra a juego, y se lo ofreció a Erick-. Normalmente me enfado cuando fallan mis fuentes, pero he de decir que me alegro de verlo bien.

OTRO INCENDIO POR LLEGARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora