Pimienta

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La fragilidad de la vida, a veces, habla en alto, para que la escuches y no puedas fingir que no lo has hecho. Otras tantas se muestra, como esos neones de las casas de putas que no puedes evitar ver, incluso si no te interesa lo que ofrecen. Erick conocía esa sensación, la de luchar por hacerse notar. La primera vez que la sintió fue en el colegio. Tendría nueve años, o diez, y era el más bajito de su clase, el más moreno, el que mostraba un bigote cantinflesco, absurdamente adelantado al resto de su desarrollo. Un niño feo, al que no salvaban ni siquiera ese par de ojos verdes que habrían sido un bosque misterioso en la cara de cualquiera, pero que en la suya eran más bien una especie de lago podrido.

Erick no tenía amigos y eso era un problema, pero no era el peor de sus problemas. El peor de sus problemas era que pasaba tan desapercibido, que tampoco tenía enemigos. Tenía una nada perfecta, un vacío sólido, como una roca preparada para abrirle la cabeza a alguien. Puede que por eso, una vez cejado cualquier intento de encontrar un compañero de aventuras, con el que esconderse a hojear las revistas para mayores que le robaba a su abuelo, Erick haya decidido que una búsqueda inversa tendría mayores probabilidades de éxito. Así que decidió empezar a trabajarse odios pequeños, nimios, pero de goteo constante que, con un poco de suerte, acabarían en algo que le diera un mínimo de protagonismo: un insulto, una paliza, una citación a sus padres, una expulsión tras la cual hacer una entrada triunfal como quien cruza entre olivos las puertas de Jerusalén aun sabiendo que se lo van a cargar en breve.

Apuntó alto, sabía que se trataba de un todo basto como pocos o de esa nada consabida, la de siempre. Eligió a David, el cabronazo mayor del reino, el jefe de los matones de la clase, un hijo de puta nato, no solo por su maldad, sino porque corría el rumor -alentado, incluso, por él mismo- de que su madre conseguía el sustento familiar a fuerza de astucia y sexo y de que él mismo había nacido de una de esas transacciones. David era su opuesto perfecto: el más alto de la clase, ancho como el través de un barco, con la piel rosa y velluda como la panza de un cerdo, el pelo abundante y clarísimo y los ojos de un azul grisáceo que, en su cara de simetría perfecta, eran como adularias reflejando la luna.

Erick sabía que enfrentarlo con algo físico no tendría sentido, no solo porque David lo aplastaría como a una mosca, sino porque toda su pandilla de matones saldría en su defensa y disolverían cualquier intento en un santiamén, quedando reducido a una anécdota ridícula que no conllevaría la visceralidad de un ensañamiento, la creación de ese ansiado rival que pusiera a Erick en boca de todos. Tenía que ser mejor que un puño mal dado, mejor que un empujón desde la espalda que le hiciera rodar por las escaleras: los empujones por las escaleras tienen esa dualidad de ser efectivos para hacer daño, pero retratarte como un cobarde y esa era una foto que Erick no se podía permitir. Contempló, por un instante solo, la opción del chisme siniestro, de soltar una habladuría que dejara la reputación de David por los suelos pero, ¿acaso se puede esparcir un rumor peor que el hecho de que todo el mundo diga que tu madre es puta?

La idea brillante, ese clic en la cabeza que surge para cambiar tu destino, le llegó un sábado por la tarde, viendo cocinar a su abuela. La abuela tenía un guiso en marcha y decidió añadirle un poco de pimienta, con tan mala suerte que el polvillo subió con el aire hasta colarse en su nariz y hacerla estornudar, primero con cierta gracia, pero enseguida de forma absolutamente grotesca, liberando una catarata de lágrimas, mocos y flemas que acabaron flotando en la olla y con la abuela hablando como la voz rasgada, como Bonnie Tyler, esa cantante del disco que la madre de Erick no paraba de poner en el coche. Mientras su abuela desplegaba un dispositivo de defensa ante el ataque de la pimienta, bebiendo alternadamente sorbitos de agua, miel y leche, Erick se hizo con el bote.

No pudo dormir el sábado. Tampoco el domingo. La ansiedad por llegar el lunes y dejar a David en la situación más embarazosa posible mordía su mente como termitas en una biblioteca. Se lo imaginaba estornudando, lagrimeando, dejando escapar un moco, bebiendo leche a la desesperada y hablando el resto del día como un viejo fumador. Fantaseaba con los vítores de los débiles, redimidos por aquella venganza y adeptos a su héroe salido de la nada más abyecta: ese Erick justiciero y popular. Ese contrapeso a los malotes: el malote moreno, el que combatía con la inteligencia, con planes elaborados capaces de desarticular a la mayor de las fuerzas brutas.

El lunes llegó.

Erick se deslizó sin ser visto -no habría sido visto ni aunque, en lugar de deslizarse, hubiera entrado dando palmas- al armario donde se guardaban las tarteras con la merienda. Cogió la de David y en su interior encontró una botella reutilizable con dibujos de Tom & Jerry. La abrió y dejó caer la pimienta molida dentro. La cerró, la agitó, la devolvió a su sitio.

-¡Oye! No, Erick, no te hagas esto ahora, te necesitamos a tope -La voz de Paula le sacó de sus recuerdos-. Ven, dame el recorte, por favor, no te tortures así. Sé que era tu mejor amigo.

Paula se acercó a Erick y le abrazó aun estando él sentado y acto seguido hundió sus uñas en el pelo rizado y negrísimo, masajeando la cabeza de su amigo.

-Yo metí a Mia en ese colegio, Paula.

-Y eso es tu culpa, tu puta culpa, y estoy odiándote muchísimo, no tanto por hacerlo, sino por no habérmelo dicho -Paula giró la silla de Erick y se puso de cuclillas delante de él, apoyando las manos en sus piernas para mantener la posición-. Pero que Mia quemara el colegio no entraba en tus planes y no es justo que te culpes por eso.

-Paula, sobre David...

-Esto no se parece en nada. Sé que te duele, aunque no me hayas contado mucho nunca, sé que era tu amigo, que te preguntas si todavía lo sería, que te da rabia que no haya podido hacer toda la vida que has hecho tú, pero no puedes entrar en barrena por esto ahora, por favor. Porque yo te necesito, Ruth te necesita, y este país te necesita todavía más... ¿O acaso te vas a esconder a culparte en una cueva y vamos a tener que poner de jefe de campaña a Coromoto Restrepo?

Dejaron escapar una risa boba...

-¿En qué momento...

-Eres imbécil, Erick, te lo digo de verdad -dijo Paula, sin dejar de reír.

-¿Has hablado con él?

-Está más contento que un perro con dos colas, imagínate... Ven, dame esto, no necesitas esto ahora.

Paula le quitó de las manos aquel recorte de prensa de hacía tantos años que Erick atesoraba, plastificado, en un cajón de su despacho. Era una nota pequeña, de la sección de sucesos, que mediría cinco por diez centímetros en el mejor de los casos. En ella se leía:

Muere niño por shock anafiláctico en colegio privado de Madrid.

OTRO INCENDIO POR LLEGARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora