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-Dale otra vez, que se ha quedado abierta.

Robert abrió la puerta del coche de Erick y volvió a cerrarla con un movimiento firme, fuerte, mucho más que el intento anterior, pero no tanto como para resultar en un golpe excesivo, grosero.

-Te he traído el pijama de... 

-No hacía falta.

-Lo he lavado. Bueno, la asistenta lo ha lavado. No sabía si iba a tener la oportunidad de devolvértelo algún día. Hasta se me pasó por la cabeza enviártelo por Glovo y, tío, creo que tengo que pedirte perdón. No estuvo bien lo de tu casa, Erick...

-Tú no sabías que era mi casa y, de todas formas, a pesar de la orden de alejamiento, ella sigue siendo tu mujer.

-¿Tú sigues enamorado de ella?

-Como un gilipollas.

-Como yo entonces.

-Hasta hace unos días mi mayor miedo era que volviera contigo -Erick clavó sus ojos verdes en los ojos oscuros de Robert-. Hoy era la mayor de mis esperanzas... encontrarla en tu casa. ¿Qué raro es uno, no?

-Si sirve de algo... yo dormía tranquilo pensando que contigo estaría más segura. No sé por qué, pero siempre he tenido la sensación de que yo podía controlarla, atarla, mantenerla a raya, pero nunca descubrí cómo estabilizarla. Tú sí.

-A Mia no se le puede estabilizar...

-Me ha contado de ti, de vuestra relación, ¿crees que no lo sé? Si alguna vez ha estado bien, ha sido cuando estaba contigo. Y durante mucho tiempo te busqué en Google, en Facebook, te vi en las noticias, en cada entrevista, en cada mitin, en todo lo que pudiera, solo por intentar copiarte en algo, pero nunca supe en qué tenía que copiarte exactamente para conseguir que ella viera nuestro piso como un hogar. A mí, como su hogar.

-Robert, yo no quiero entrar a coment...

-¿Sabes que me cagué de miedo, Erick? Cuando salió todo eso de que te habían matado, me volví loco, porque sabía que esto iba a ser demasiado para ella. Pensé en buscarla, pero sentía que eso iba a empeorarlo todo. Pensé en llamar a su médico, pero ella me odiaría si salía alguna orden judicial para ingresarla aun en su contra y con nuestros antecedentes... esa llamada al médico...

-Parecería que te sentías amenazado...

-¿Por qué se fue exactamente?

Erick sacó la carta de Mia de su billetera y se la ofreció a Robert, que la leyó sin poder evitar mostrar unas lágrimas en las que, sobre el dolor, prevalecía una envidia que, línea tras línea, fue mutando en sorpresa, asco, ira...

-¡Pero qué hijo de la gran puta! ¡Su puto padre, joder! Yo he visto a ese tipo, le he visto con ella, ¡por años, joder! ¡Por años! ¿Tú sabías esto? ¿Tú lo sabías?

-No, me he enterado por esa carta. Me he enterado como tú.

-Mia no está enamorada de mí, nunca lo estuvo...

-Robert...

-Eras tú, todo el tiempo has sido tú... yo solo fui el mindundi que pasó por ahí cuando tú la dejaste, ¿es eso, verdad?

-No...

-¿Y me pides que te ayude a buscarla? ¿Y me pides que me implique en buscar a la mujer que me quemó el coche y que se escribe cartitas con su amante...

-No somos amantes...

-¿Entonces qué carajo sois, joder?

-Gente rota. Sin más.

-¿Qué? -Robert pareció calmarse y ya no disimulaba el llanto.

-Lo que no sabías imitar de mí. Lo que a Mia le resulta familiar. No somos más que niños muertos penando en cuerpos que crecieron porque la vida es así de injusta. Tú has tenido una infancia feliz, vamos, me corto los huevos si no...

-¿Y eso qué tiene que ver?

-Un padre, una madre, hermanos, quizá. Navidad, Reyes Magos, partidos de fútbol... dinero desde siempre, ¿me equivoco?

-¿Qué coño me estás contando, Erick?

-Ni Mia ni yo hemos tenido lo que tú. Ni tú has tenido lo que nosotros... lo paradójico de esto es que lo que ella y yo hemos tenido no consistía en tener, sino en perder... eran pérdidas, ausencias, carencias... mucho de nada. Y eso nunca nadie que no lo haya vivido lo va a poder imitar.

-¿Por haber sido un niño feliz estoy condenado a que no me quiera? ¿Es eso lo que me estás intentando decir?

-No te preocupes, que a mí tampoco me quiere. Dicho por ella, más de una vez.

El silencio se expandió dentro del coche, como uno de esos panes pasados de levadura que acaban por desbordar el molde y esconderlo entre sus descontrolados pliegues, hasta rozar las paredes del horno y chamuscarse. Cada uno de ellos con la cabeza caída, mirando sin enfocar el bulto de sus propias rodillas. El aire se hizo denso, sofocante.

-¿Te importa si lloro en alto? -Preguntó Robert.

-¿Te importa a ti si lo hago yo? -Respondió Erick.

Se miraron a los ojos como quien se mira al espejo pero, pese a tener ese permiso recíproco para llorar como niños, se limitaron a hacerlo en silencio, sin quitarse la vista de encima, hasta vaciarse.

-Parecemos gays -Erick rompió el hielo, con su sorna habitual.

-Tienes los ojos bonitos, cabrón -respondió Robert, con una carcajada entre las lágrimas.

-¿Vamos a buscar a nuestra puta loca? No te creas que tengo muchas pistas o ideas de dónde podría estar, pero hay que intentarlo igualmente.

-Supongo que entre los dos la conocemos un poco... ¿La conocemos un poco?


A poca distancia, desde su moto, un Pedro Yánez urgido de limpiar su reputación de periodista tras filtrar el informe de salud mental de Don Leo que resultó ser falso, tal como indicaba el desmentido emitido por la Clínica López Ibor, captaba imágenes de Erick Matallanas vivo, en su coche, junto a un desconocido. Yánez siempre había sido un cazador nato y procedido como tal y aquel halo de misterio de su colega y exmujer, Mary Mantilla, seguido de la portada en la que se preguntaba por el cadáver del asesor político presuntamente asesinado, no había hecho más que disparar su olfato y dirigirlo hacia la posibilidad de que la búsqueda del cuerpo en morgues y tanatorios estuviera errada. Tal vez su compañera periodista, la también madre de su hijo, estaba fallando en la búsqueda por algo que la mismísima Biblia recogía: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?", una frase que llegó en forma de recuerdo del colegio y revelación a la cabeza del corresponsal de El Observador de Córdoba.

Un jalón firme, decidido, le sacó del asombro y poco después la asfixia se hizo patente.

-¡Dame el celular, pirobo, o te quiebro! ¡Que sueltes el celular, gonorrea!

Edwin, el compañero paisa de Coromoto Restrepo en los Latin Boys, había asumido con rigor el encargo de Erick de no despegarse de él, por si alguien intentaba algo en su contra. Aunque no era propenso a la paranoia, Mary Mantilla le había clavado la duda de que, quizá, el objetivo de las amenazas de muerte no era Don Leo. Además, el médico que le atendió tras la reyerta, el que le salvó la vida, le dijo claramente que sus heridas no parecían cosa de una pelea cualquiera, sino un ataque con la clara intención de matar. No lo había comentado con Paula para no preocuparla y Carlos Chávez, su amigo contratista privado, era más útil buscando a Mia que cuidando de él, así que Coromoto, su nuevo hombre de confianza, fue el depositario de aquel temor, y no dudó en asignarle como escolta a su compañero más sagaz y violento, un desmovilizado de la selva colombiana que, a pesar de su edad, había tenido tiempo suficiente para aprenderlo todo, o casi todo, dentro de las filas del paramilitarismo.

Edwin forcejeó lo justo con Pedro, a punto de desmayarse por la falta de oxígeno, y cogió el móvil con la intención de borrar las fotos que el periodista hubiera hecho de Erick. Entonces, se dio cuenta de que Pedro Yánez no estaba haciendo fotos, sino una transmisión en streaming en el canal de Instagram de El Observador de Córdoba.

OTRO INCENDIO POR LLEGARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora