LLEGADA AL HOSPITAL

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Aquella mañana me levanté temprano, quería darme una ducha antes de salir y maquillarme de forma sutil. Había elegido a conciencia la ropa para mi primer día en el hospital, daba por hecho que solo sería una presentación al equipo de neurología y una visita guiada por la unidad y zonas comunes del hospital.

Dudé si elegir zapatos de tacón o no, dado que no formarían parte de mi uniforma habitual, preferí cambiarlos por unos mocasines, quizá daría un aspecto demasiado arreglado para alguien que iba a batallar a diario con pacientes vestida de uniforme. Me miré al espejo y di un último sorbo al café recién hecho. Tenía aspecto relajado, había dormido a las mil maravillas en aquella cama y durante más de ocho horas seguidas, dudaba que en unos días eso se repitiera de nuevo. Cogí el bolso, las llaves, comprobé que el teléfono estaba cargado y salí de casa.

Lo que más me iba a costar era adaptarme al idioma, por suerte hablaba inglés con fluidez, pero ya me había advertido Irina que no todo el mundo en ese país lo hablaba, por lo que preguntar por indicaciones podría llegar a ser complicado, así que mi móvil era indispensable si no quería verme a la deriva el primer día en aquella gran ciudad.

Madrid me recordaba por su nivel frenético de vida a Moscú, salvando las distancias, sobre todo porque en aquel país la calidez de la temperatura era un abismo comparado con mi país natal. Aún así estaba contenta, mi mejor amiga estaba allí, mi oportunidad laboral también y aunque no tenía el apoyo de mis padres que me habría gustado, estaba haciendo lo que realmente quería.

Tenía que coger tres líneas de metro interconectadas para llegar a mi destino, no estaba a acostumbrada a coger de forma habitual transporte público, siempre había un chofer dispuesto a llevarme donde quisiera, pero aquello me parecía divertido y curioso. Las estaciones estaban abarrotadas, era hora punta de trabajo, por lo que cuando me metí en el primer vagón, pude comprobar que había todo tipo de personas. Ejecutivos, gente que vestía más casual, estudiantes con sus mochilas abarrotadas, algunos escuchaban música, otros leían en silencio y otros, como yo, observaban.

Me encontré con varias miradas de algunos ejecutivos que no tenían ningún impedimento en devorarme con los ojos. Estaba acostumbrada a ese tipo de hombres, de hecho, había aprendido a interpretar lo que significaba y ni siquiera me molestaba. Si mantengo la mirada o les sonrío, se acercarán para que les dé mi teléfono o concretar una cita, es como darles una invitación. En cambio, si aparto la mirada o finjo que no existen, entenderán que no estoy interesada en absoluto, a pesar de eso, algunos persisten, esos son los peligrosos, porque se vuelven pesados e intensos y más difíciles de hacerles entender que no me importa su interés.

La suerte de que el vagón fuera tan lleno, es que si uno de esos era ese perfil, ni siquiera podría acercarse entre tanta gente, así que me limité a ponerme los cascos para escuchar una clase de español para principiantes.

Tenía que aprender el idioma y rápido. Al menos lo indispensable si quería tratar con pacientes.

Llegué diez minutos antes de la hora prevista, así que me dirigí hacia la cafetería y solicité un café para llevar. Era muy distinto al policlínico en el que había estado trabajando los últimos años, el Gregorio Marañón, del que aún no sabía ni pronunciar bien su nombre en su idioma original, era el hospital más grande de Madrid y con una unidad de neurología destacable a nivel europeo, así que suponía una oportunidad única para mi.

El Diamante RusoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora