Capítulo IX

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Esa mañana había amanecido adolorido de todo el cuerpo, como si me hubiera arrollado un automóvil en la noche. Observé algunos rayos de sol asomándose por las rendijas de la ventana y me dí cuenta de que mi día tenía que empezar en ese momento, aunque sinceramente no tenía ganas de hacer nada. Solamente quería encerrarme en mi habitación y beber whisky hasta olvidar esos putos recuerdos de cuando falleció mi esposa, por mi maldita culpa.

Por mi mente vagaban esos recuerdos de cuando me contaba sus planes acerca de su carrera. Ambos éramos tan diferentes, pero nos habíamos logrado complementar muy bien. Ella había estudiado pedagogía, así que su pasión por la docencia era notable, y por esos planes que ella tenía es que decidí que empezáramos con una escuela privada, ella era la directora, se encargó de todos los trámites y yo me emocioné de verla trabajar en lo que le encantaba.

Al bajar a desayunar, no había nadie en la cocina, en ese momento, mi mente trajo varias maletas con bombas de realidad, en las que me hacía reaccionar de forma abrupta a lo que estaba pasando y que jamás en mi puta vida he querido aceptar. Que estoy solo y siempre estaré solo.

—¿Ahora lo entiendes? —salió Anna de la cocina, con dos tazas de café, ambas de color negro— Mírate, mira a tu alrededor, ¿lo entiendes?.

—Si —asentí.

—Te matas trabajando todos los días, mal comes, mal duermes, desgastas tu salud, todo en vano, porque no tienes a quien destinar tu trabajo —dejó una taza de café frente a mi— Todos están haciendo su vida, ¿y tú? ¿Piensas seguir atado a ese trabajo lo que resta de tu vida? Viviendo por vivir, sin sentido alguno.

—No sé —la miré— Hago las cosas porque para eso me educaron, pero no sé realmente qué quiero o a dónde ir.

—A eso me refiero —bebió de su café— Solamente te buscan cuando necesitan algo, hoy que es tu cumpleaños, nadie te ha venido a ver, ni siquiera un maldito mensaje, o una llamada, ¿de verdad ellos son a los que llamas familia y amigos?

Aunque no lo quisiera admitir, en el resto de los días, les vale tres hectáreas de pepino, quizás el problema ha sido que he puesto como mi prioridad el trabajo y por eso no suelo recurrir a salidas con otras personas.

Maldita sea, tengo 35 años y toda mi maldita vida se basa en ir a la oficina a las 8 de la mañana, ir a reuniones todo el día, comer galletas, tomar café y whisky cada vez que me siento estresado, y llegar a mi casa a las 9 de la noche, para seguir trabajando hasta la madrugada y si quiera, dormir un poco e ir de nuevo a la puta oficina. ¿En qué puto momento puedo tener vida? ¿De verdad vale la pena? Supongo que si.

Sacrifico mi vida personal para obtener méritos en mi vida profesional, algo que me han hecho saber en los últimos años, en cada reconocimiento, premio o congreso al que asisto. ¿Todo eso me hace sentir satisfecho? No, porque no lo hago con ganas, simplemente porque es una obligación que me fue otorgada hace muchos años atrás.

—¿Qué piensas? —dio un sorbo.

—¿Qué mierda quiero de verdad? —suspiré.

—Te hicieron pensar en los demás antes que en ti mismo, pero en algún momento tienes que ser egoísta, mientras tanto piensa en lo que quieres tú y no lo que los demás esperan de ti —bebí de mi café— Y feliz cumpleaños, querido.

Me abrazó y dejó una caja de color azul con listón plateado, y un sobre.

Escuché como cerró la puerta y yo me quedé un rato más, sentado en el enorme comedor de madera, con la taza de café frente a mi.

Pasaron 10 minutos más o menos y vi llegar a la señora Collins con Taylor y Laura, traían un pastel en las manos y venían cantando para mi.

—Muchas felicidades —me abrazó Laura— Ya eres un viejo.

Ruleta de SecretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora