Capítulo XXIV

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Samuel Martínez

12 de abril de 1994, Seattle, Washington

Miré ambas cajas y no podía creer que mis amigos estuvieran ahí. En mis adentros, yo estaba llorando amargamente, sin embargo, toda esa tristeza, fue intercambiada por preocupación, principalmente por lo pequeños niños que habían adoptado. ¿Quién cuidaría de ellos? No tenía idea.

—Los conocí en una de las mejores etapas de mi vida y debo decir que fueron ángeles para mi, gracias a ellos hoy soy un hombre correcto —suspiré— Sólo le pido a Dios que los lleve con él al cielo, ellos merecen el descanso eterno y no sufrir perezas, porque lo único malo que hicieron, fue ser buenos en un mundo donde la envidia es el pan de todos los días.

Arrojé la tierra a sus ataúdes y empezaron a echar el resto.

Cargué a Michael, quien no entendía nada de lo que estaba pasando, él únicamente se sentía confundido.

—Lamento mucho la pérdida de ambos —sentí una mano sobre mi brazo y al girarme, vi a Anna— En cuanto me enteré, vine para darte el pésame.

—Gracias —me abrazó, estuvo así como por un minuto, hasta que sentí que Michael pataleó— Tranquilo, pequeño.

Nos separamos y John se acercó igualmente para darme el pésame. Estuvieron charlando conmigo acerca de la muerte de Elizabeth y Christian, hasta que salimos de ahí y fuimos a una cafetería por algo de tomar y de comer, para tratar de calmarnos.

—¿No tenían más hijos? —preguntó Anna al ver únicamente a Michael.

—Estaban en el cementerio, pero pedí que los sacaran antes y los llevaron a casa —suspiré— No sé qué será de ellos, ahora que Eli y Chris ya no están.

—Si, es una pena —bebió de su café.

Admito que tenían un comportamiento extraño, pero intenté ignorar eso y seguí con la platica, para que no se sintieran incómodos. Pasaron dos horas y salimos de ahí. Mike se había quedado dormido en el asiento trasero, lo vi dormir plácidamente y sentí un coraje inmenso. Si yo no hubiese hecho mi estupidez, él no estaría pasando por estas cosas. Pero quizás yo lo estaría haciendo sufrir con mis acciones.

Llamé a mi abogado para hacer que los niños se queden conmigo, y me advirtió que el proceso podría tardar un poco, pero que pondría en marcha todo para hacerlo rápido.

—Te fallé una vez, pero no lo haré de nuevo —murmuré al cargar a Michael y llevarlo hasta su alcoba.

23 de mayo de 1994, Seattle, Washington; 9:41 a.m

Los pasillos eran muy largos de recorrer, y las manos me temblaban al sostener esa carpeta con los documentos. Los guardias abrieron la puerta, seguí caminando hasta mi asiento junto al abogado. Al entrar, había visto a los niños sentados al otro extremo junto con la trabajadora social y otro abogado. La única que hacía falta era Sam, y eso me preocupó, ya que solo tiene 1 año de edad.

—Buen día —entró el juez y todos nos levantamos— Que bueno que estén todos presentes para dar inicio.

Volvimos a sentarnos y comenzó a hacer preguntas, me citó al estrado y el abogado contrario comenzó a bombardearme con preguntas, las cuales respondí sin titubear.

—¿Hace cuantos años conocía a Elizabeth Anderson Manchester y Christian Baltimore Aster?

—Aproximadamente 17 años —lo miré— Elizabeth estudiaba Administración de Empresas y Christian estaba por cursar si segundo año de Finazas, mientras que yo estaba en trámites de ser catedrático en su institución.

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