Penélope

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Penélope estaba llorando. No era una escena rara de ver, la chica solía llorar con bastante frecuencia. Lloró cuando se encontró a un cachorro herido en la escuela; lloró con cada final de película que hubiese visto fuese triste o feliz; lloró cuando Manuel Valencia le dijo que no quería casarse con ella en la kermes de sexto grado. Y lloraba ahora. Pero esta vez era diferente. Porque nunca antes había llorado en la sala de espera de un hospital.

Se suponía que debía estar dentro del cuarto, haciéndole compañía a su abuelo y cuidando de él. Pero no podía seguir aguantando las lágrimas. Y tampoco quería que él la viera llorar, aunque ya lo había hecho infinidad de veces, pero en esta ocasión Penélope no podía concebir que él tuviera que consolarla, cuando debería ser al revés.

Se armó de valor y finalmente contuvo las lágrimas. Se lavó la cara en el baño, respiró profundo, se aclaró la garganta y entró al cuarto con una falsa sonrisa.

Su abuelo también sonreía, la suya no era falsa, tan solo débil.

—No tienes que salir de la habitación para llorar, ricitos.

Penélope se dejó caer en la silla a un costado de la camilla.

—No quiero que te preocupes por mí, soy yo quien debe cuidarte.

—No importa que tan viejo sea o qué tanto quieras evitarlo, siempre me voy a preocupar por ti. Además, cuidarte es mi trabajo.

—Pues ahora cuidarte a ti es él mío.

—Está bien, ricitos, pero no endurezcas tu corazón por mí, siempre me ha gustado tu forma de ver el mundo.

—Tranquilo, mi corazón es tan suave como siempre ha sido.

Otra sonrisa cruzó el rostro del anciano.

—Me gustaría haberte dado más años.

Penélope se puso de pie inmediatamente.

—No digas eso, abuelo, ¡Te vas a poner bien!

—No importa, solo quiero decir que me habría gustado ser joven cuando te encontré.

La chica se acercó y tomó su mano.

—Me encontraste cuando me necesitabas, eso es lo que importa.

—Y ahora yo voy a dejarte cuando tú aún me necesitas.

Una lágrima corrió por las mejillas oscuras de Penélope.

—No vas a dejarme abuelo.

El día que Ricardo Vazquéz perdió a la mujer que amaba fue el más triste de su vida, pero curiosamente muy cerca se encontraba otra mujer a la que iba a amar con toda su alma. Era de noche, el funeral había terminado y Ricardo estaba encontrando la fuerza para alejarse de la tumba donde se encontraba el cuerpo de quien fue su esposa durante 32 años. Fue entonces cuando escuchó el llanto.

Muchas personas habrían sentido terror al escuchar el llanto de un bebé dentro de un cementerio. Pero Ricardo era un hombre práctico y escéptico que no creía en lo paranormal. Así que se dirigió al lugar de donde provenía el llanto.

Encontró a la niña entre unos arbustos, sin rastro alguno de quien la hubiera dejado ahí.

Era una bebé de piel oscura y cabello rizado, tendría unos 6 meses y Ricardo no podía entender quién podría ser tan cruel para haberla dejado allí. Inmediatamente la tomó entre sus brazos y la cobijó con su chaqueta. La niña no paraba de llorar y el hombre la meció entre sus brazos.

—Ya, ya —le dijo —toda va estar bien Ricitos, no voy a dejarte sola.

La pequeña, de pronto, detuvo su llanto y se le quedó mirando con sus enormes ojos cafés.

—Sabes —continuó Ricardo—, mi esposa y yo siempre quisimos una hija. Nunca logramos tener una. Ella quería llamarla Penélope, le encantaba ese nombre.

La bebé seguía mirándolo, ahora con curiosidad.

—Mi esposa ya no está conmigo —el hombre tenía los ojos cristalinos— pero supongo que ahora estás tú. Vamos a casa Penélope.

Y así nomás, se la llevó a su nuevo hogar. Siempre le dijo que lo llamara abuelo porque ya era muy viejo para ser su padre, pero lo cierto era que él siempre la vio como su hija.

Y ahora, quince años más tarde, uno de los mayores miedos de Ricardo comenzaba a verse como una posibilidad bastante alta. El hombre sabía que tenía la casa y la tienda de abarrotes para dejarle a Penélope, y que sus vecinos la querían y se preocupaban por ella, pero era solo una niña, la idea de dejarla sola sin una familia lo atormentaba más que su propia enfermedad.

—Penelope, escúchame con atención —dijo con seriedad—. Sé que me puedo poner bien y que no hay necesidad de ser tan catastrófica, pero aun así no soy para siempre. Y necesito saber que el día que yo ya no esté, tú vas a estar bien. Sabes manejar bien la tienda y he ahorrado dinero para que vayas a la universidad, la señora Davis siempre estará dispuesta a cuidar de ti, ¿Lo sabes verdad?

La chica asintió, y se acercó para abrazar a su abuelo. Y entre el llanto le dijo:

—No te preocupes abuelo, voy a estar bien. —Aunque lo cierto era que no lo creía.

Crónicas del Zodiaco - La caída de los doce reinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora