Ross

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Enrique Rojas nunca respondió. Ni ese, ni el otro montón de mensajes que Ross le dejó en la bandeja de entrada. Aparentemente el hombre no tenía ningún interés en ayudar a la muchacha, eso o tenía tantos mensajes que los de Ross se perdían entre ellos y jamás llegó a enterarse de que lo estaba buscando.

—Solo queda una solución —le dijo a Adam.

Estaban en una cafetería cercana al despacho de contaduría. Adam ya se había acostumbrado a que Ross apareciera de vez en cuando en su oficina, la chica no tenía teléfono celular, pero si la energía y motivación suficiente para ir a buscarlo en donde sabía que lo encontraría.

—Tengo que ir al Rouge Fenetre —sentenció después de sorberle a su malteada de pistacho.

—Bueno, pues no puedo llevarte —aclaró Adam—. Y como el adulto responsable aquí, tengo que decirte que no vayas sola.

—Sí tu no puedes acompañarme, nadie más puede, vivo con monjas de clausura, esas son las que hicieron el voto de jamás salir del convento, ¿Recuerdas?

—No hagas nada estupido —pidió.

—No lo haré —dijo con sinceridad, ya que genuinamente pensaba que su plan no era para nada estupido, de hecho creía que era brillante.

—No confió en ti niña —juzgó—, pero antes de que hagas cualquier cosa ven a mi oficina mañana. Necesitas un teléfono.

—¿Me vas a regalar un celular? —dijo emocionada.

—Uno viejo, pero sí. No me gusta la idea de que vayas por la vida tomando malas decisiones sin la posibilidad de llamar a alguien cuando todo salga mal.

—Nada va a salir mal, relájate.

Adam suspiró pero no la contradijo.

Al día siguiente Ross tenía su primer celular, un plan cocinándose dentro de su cabeza y el mal humor de la madre superiora molestando cada momento que pasaba dentro del convento. Como era de esperarse, Ross había hecho caso omiso al castigo que la mujer le había impuesto, no solo llegaba tarde a todos sus compromisos con la iglesia, sino que a muchos ni siquiera se presentaba.

Karina levantó la vista del libro que leí cuando escuchó abrirse la ventana.

Ross entró con soltura pero cuando la vio soltó una sonrisa culpable.

—¿Creíste que no sería capaz de encontrar el lugar por donde te escapas? —preguntó divertida.

—No me preocupa que tu me descubras —dijo y se sentó a su lado.

—He intentado hablar con Mary Beth, decirle que su actitud se está volviendo absurda pero no me hace caso —colocó el libro en su regazo.

—No pasa nada Kari, la ignoraré y ya está —dijo estirando los brazos—. Pero todo esto me ha hecho pensar y en realidad no quiero tener esta vida.

—¿Por qué lo dices como si fuera una gran revelación? —Karina la miraba con cariño.

Ross se encogió de hombros.

—Las otras actúan como su debiera querer esta vida.

—Quieren que quieras esta vida, pero en el fondo saben que algún día te irás muy lejos.

—Vendré a visitar, lo prometo.

—Sí, siempre vuelves, eso es lo que siempre dices.

—¡Y lo hago! —exclamó—. Incluso si toca rezar el rosario por décima vez en el día.

—Más te vale que cumplas tu promesa, pero ese momento llegará cuando entres a la universidad, mientras tanto tendrás que seguir ingeniandotelas para escapar y seguiré pretendiendo que no me doy cuenta.

Las dos se dedicaron una sonrisa cómplice.

—Vamos abajo, ya va a ser hora...

—De rezar el rosario, ya sé —se quejó—. Déjame decir las letanías —pidió haciéndose al ánimo.

—Está bien.

Pero cuando llegaron a la sala principal se encontraron con un ambiente turbulento.

—¿Dónde estabas? —preguntó con dureza Mary Beth.

El resto de las hermanas se encontraban en la sala y se notaba que habían estado dialogando sobre algo importante, algo que aparentemente tenía que ver con Ross.

—Arriba, con Karina —dijo Ross muy tranquila.

—No me mientas —señaló a Karina—, y tú no mientas por ella.

—No dije nada. —Karina se expresó con serenidad— ¿Qué ocurre? ¿Cuál es el problema?

—La gente del pueblo vino a decirme que han estado viendo a Rosario acompañada de un hombre que le dobla edad durante varios días, que lo visita al trabajo y salen a comer juntos.

Karina miró a la muchacha sorprendida y a la espera de alguna explicación.

—Ah sí, Adam —comenzó a hablar mientras se hacía una coleta—. Lo conocí el otro día en la misa de las 7:00, pero no me dobla la edad, es más grande que eso, creo que tiene como treintaicin...

—¿Por qué sales con un hombre de treintaicinco? —preguntó la madre intentando mantener la paciencia.

Y entonces la gravedad del asunto se reveló en la mente de Ross.

—Oh —exclamó—, no, no es lo que piensan, Adam es quien me dejó aquí en el convento, cuando era una bebé.

Las madres se miraron las unas a las otras.

—¿Adam es tu padre? —Karina fue la que habló con un hilo de voz—. ¿Estás segura?

—No, no, él no es mi papá, él me encontró, sola en el bosque y luego me trajo aquí —explicó—. Estamos buscando a mis verdaderos padres, por eso salgo con él.

Mary Beth se apretó el puente de la nariz.

—¿Y no se te había ocurrido comentarnoslo?

—La verdad es que no —la muchacha mostraba aquella sonrisita que siempre ponía cuando vivía ese tipo de situaciones.

Karina intervinó.

—¿Y encontraste algo?

Ross las miró a todas antes de hablar.

—Mi única pista me lleva al director de la compañía de teatro del Rouge Fenetre, Enrique Rojas, intenté contactarlo pero nunca vió mis mensajes.

—Muy bien, intentaremos contactarlo nosotras —dijo la madre superiora—. Solo, presentate a tus responsabilidades con la iglesia, y por el amor de Dios, no salgas con hombres mayores que tú.

—Adam es una buena persona —lo defendió.

—Pues tuviste suerte —dijo la mujer—, pero en general no deberías tenerles tanta confianza —zanjó.

La paciencia de Ross solo aguantó dos días. Sabía que la única manera de encontrar respuestas sería si las buscaba personalmente.

Por eso, esa noche mientras todas dormían, hizo una maleta apresurada y escribió una nota.

"Perdón por esto pero necesito respuestas. No te preocupes por mí, estaré de vuelta tan pronto como pueda. ¡Y tengo un teléfono! Adam me lo dió porque pensó que eventualmente haría algo estupido, ¿Puedes creerlos? En fin este es mi número: 555 734 12 67. Llamaré en cuanto pueda".

Deslizó la nota por debajo de la puerta de Karina. Y luego se coló en el estudió, dónde sabía que guardaban el dinero de las donaciones. Ross sabía que "No robarás" era uno de los diez mandamientos de la ley de Dios, pero era una huérfana en busca de sus padres y eso dinero estaba destinado a la caridad, así que después de reflexionarlo durante un tiempo, había llegado a la conclusión de que aquello no era robar, era obtener la caridad que tanto necesitaba.

La última cosa que tomó del convento fue su vieja patineta. Y sin más, se marchó a la estación de tren.

Crónicas del Zodiaco - La caída de los doce reinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora