Erin

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Aquel día Erin no fue a la escuela, en lugar de eso se fue directo a la plaza principal de la ciudad. Era el tercer día consecutivo que lo hacía, y aunque sospechaba que los profesores comenzaban a hacer preguntas, lo cierto era que le importaba muy poco, lo peor que podría pasar sería una larga charla con la directora del orfanato, no tenía nada que perder, además, todos sabían que la primera semana no contaba. En aquel momento, solo le importaba una cosa, la chaqueta de cuero.

La había visto unos días antes, en una de sus excursiones al centro comercial, solía ir allí a menudo, a observar todas las cosas que no podía tener y soñar que un día entraba con una tarjeta de crédito y compraba absolutamente todo. Después de aquello todo el mundo voltearía a verla y sentirían admiración, incluso desearían ser al menos la mitad de fabulosos de lo que era ella.

Pero eso era tan solo una fantasía, a diferencia de la chaqueta, que era definitivamente un objetivo. Porque iba a comprarla, sin importar cuantos días tuviera que faltar a la escuela.

Así que ahí estaba, al centro de un grupo de personas que la observaban recitar Hamlet con una pasión que solo ella podía ponerle a la obra de Shakespeare. No ganaba mucho, pero todas las otras ideas que se le habían ocurrido para ganar dinero le habían parecido horribles y desgastantes, además disfrutaba de la atención que los transeúntes le prestaban.

Unos segundos después de mencionar la última frase de su monólogo, Erin hizo una dramática reverencia y su entusiasmado público le aplaudió, la mayoría se acercó a dejarle unas cuantas monedas en la pequeña caja que había depositado en el suelo. Y poco a poco la muchedumbre se fue desvaneciendo hasta que únicamente quedó un hombre que se le acercó y depositó un billete con unos números que sorprendieron a Erin.

―Eres realmente talentosa ―le dijo.

A Erin se le hinchó el pecho de orgullo y sonrió amablemente.

―Muchas gracias, he estado practicando desde hace un buen tiempo ―respondió levantando la cajita de metal y sostuvo el billete entre sus manos― . Nadie me da esta cantidad de dinero, en verdad muchas gracias.

El hombre sonrió.

―Eso es porque la mayoría de las personas no reconocen el talento cuando lo ven, o si lo ven no le dan importancia, pero yo no soy así. ― Rebuscó entre los bolsillos de su pantalón y sacó un volante un poco arrugado, lo alisó con sus manos y se lo entregó a la chica.

Cuando lo vio se le aceleró el corazón, era un volante del club de teatro más importante de la ciudad. Y claro que lo conocía, después de comprar todo lo que había en el centro comercial, ser actriz en el "Teatro Rouge Fenetre" era su más grande sueño.

―Deberías venir, las clases que ofrecemos te darían lo que te hace falta para ser toda una estrella.

―No puedo pagarlas. ―La sonrisa se le borró del rostro ―. Soy huérfana y vivo en el orfanato de Santa Cruz, ya he pedido que me dejen ir, pero no me pueden pagar las clases.

―Entonces ven al teatro, dentro de dos semanas, el jueves a las 5 de la tarde, si logras impresionarnos, quizá podamos llegar a algún acuerdo.

Erin levantó la mirada nuevamente, con un cambió de ánimo repentino que pasó desde la decepción hasta la determinación en tan solo unos segundos.

―Ahí estaré, y más vale que esperen algo asombroso.

El hombre rió.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.

—Erin.

—Un gusto, mi nombre es Guillermo Gutierrez.

Cuando estuvo lo suficientemente lejos, Erin se puso a gritar y dar saltos de felicidad, nada podría detenerla, conseguiría ser parte del club de teatro.

La muchacha delgada, con piel morena y un cabello negro y lacio que le llegaba a la altura de los hombros, continuó dando su espectáculo cada vez más animada. Cuando llegó el momento de volver al orfanato, estaba ya muy cerca de poder comprarse la chaqueta de cuero.

Levantó el sombrero que contenía sus ganancias del día y colocó todo dentro del viejo bolso que la acompañaba. Inició su camino de vuelta a casa.

Hacía calor, como siempre. La urbe cubierta de asfalto no era un lugar que mantuviera las temperaturas frescas y la gente a menudo se quejaba de la falta de espacios verdes en la capital. Sin embargo a Erin no le molestaba, era consciente de que unos cuantos parques más serían agradables, pero había algo en los altos edificios de Ciudad de Mexicoamerica que le parecía alucinante, en su opinión eran creaciones majestuosas. Por supuesto que todo sería mejor si no tuviera que utilizar el metro y meterse entre la marea de gente que intentaba llegar a su destino al igual que ella, arrugó la nariz al percibir ese olor característico que solo tienen los vagones de las grandes ciudades y se colocó cerca de la puerta, agradecida de que solo necesitaba recorrer un par de estaciones.

Cuando salió de la estación del metro se encontró con Montserrat, o Monty como todo el mundo solía llamarla. Ella iba un poco más adelante y por un momento pensó en caminar más lento para no tener que hablar con ella, pero cambió de parecer y se acercó hasta ella.

―¿Qué tal Monty? ¿Cómo estuvieron las clases?

Monty se sobresaltó al notar su presencia.

―Estuvo bien ―respondió―. Pero los profesores se preguntan dónde estás.

Erin le pasó un brazo sobre los hombros.

―¿No les dijiste que estaba enferma, como te lo pedí esta mañana?

Monty se soltó del brazo de la chica y se alejó un poco.

―Lo hice, pero imagino que no me creyeron.

―¡Es porque ni siquiera te esforzarte en la mentira! ―reclamó Erin.

―No me gusta hablar en público Erin, debiste pedírselo a alguien más.

―Tú eres quien vive conmigo, tiene mucho sentido que sepas que me pasó ―argumentó.

―Déjame sola Erin, ni siquiera te caigo bien, ¿Por qué habría de ayudarte? ― Su mochila comenzó a golpear su espalda conformé apretaba el paso para alejarse.

―Porque siempre ayudas a todos ―argumentó Erin alcanzandola.

―¡Bueno pues a ti no! Porque tú solo usas a las personas.

Al escuchar aquello Erin apretó los puños, se adelantó y chocó su hombro contra el de Monty para darle un empujón mientras se marchaba molesta.

Y en la puerta del viejo edificio se encontró la situación, que a pesar de saber en el fondo que iba a ocurrir, había querido evitar.

La directora del orfanato, recibiendo a una de sus profesoras.

Soltó una bocanada de aire y puso su mejor sonrisa.

―Erin, creí que estabas muy enferma ―dijo en cuanto la vio.

―¿Entonces por qué está aquí señorita Fernández? ―la profesora soltó una risa.

―Nada se te escapa ¿Verdad?

Aquella noche su mente se mantuvo ocupada pensando en tres cosas, la primera era una maraña de ideas sobre la presentación, tenía que idear algo espectacular; la segunda eran maneras en las que evadir el castigo que le habían puesto por faltar a clases y así tener tiempo de practicar; y la tercera era en qué momento iba a juntar el poco dinero que le faltaba para comprar la chaqueta de cuero.

Crónicas del Zodiaco - La caída de los doce reinosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora