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Después de una larga discusión entre el Rey de las maldiciones, el Concilio de ancianos y los estrategas imperiales fui enviada lejos de la Ciudad Prohibida. El caos se desató entre órdenes, gritos y disparos provenientes de todas las direcciones.

No comprendía nada de lo que estaba pasando, la población era presa del pánico, el sonido de las armas y las explosiones de energía maldita inundaban el interior del palacio. Sukuna prohibió a su ejército brindar detalles de la situación actual, no obstante, era evidente que el Imperio y la Dinastía maldita corrían peligro.

Volví mi atención a la ventana, el carruaje patinaba sobre un pedregoso acantilado, en los extremos divisaba frondosas y gigantescas montañas que parecían llegar hasta el cielo, cubiertas por coloridas flores de campiña. Aquella majestad contrastaba con el escenario de guerra que acababa de dejar atrás.

Con dificultad cruzamos un turbulento río hasta llegar a la hacienda.

—¿Dónde estamos?— pregunté recorriendo aquella cordillera con la mirada.

—No estoy autorizado a responder eso— recalcó Sugawara.

—No te estoy preguntando si estás autorizado o no, lo que necesito saber es dónde estamos. ¿Y por qué Sukuna no está aquí?— exigí fastidiada.

Sugawara se quedó callado durante unos segundos, al parecer estaba pensando cómo responder a mis preguntas. 

—Estamos en una de las propiedades privadas del rey y no puedo brindar más detalles— dijo finalmente —. No es seguro hablar de esto aquí...

El carruaje se detuvo en la entrada principal de la hacienda, caminé por el sendero siendo seguida por mis guardaespaldas, la construcción era modesta y no había mucho que hacer. Solo contaba con dos establos, un huerto de frutas y hortalizas y algún que otro animal.

Estaba lejos de la grandiosidad de la Ciudad Prohibida, de la finura y majestuosidad a la cual estaba acostumbrada en el Palacio Maldito o en el Monasterio Gazhali, pero no estaba en condiciones de quejarme, justo ahora cientos de personas pasaban hambre o morían en la guerra, solo podía confiar en que todo el caos terminaría pronto. El conductor se marchó una vez Sugawara y Zenin sacaron mi equipaje del maletero.

—No es un palacio, pero al menos podrá dormir y comer en paz — dijo Sugawara mientras se adelantaba a abrir la puerta con llave.

Me dejé guiar por él hasta ingresar a la que sería mi habitación. La madera crujía bajo mis pies y desde la ventana veía gran parte de la colina, el sol iluminaba un punto fijo en el monte y los bueyes pastaban a la distancia. La atmósfera de aquel lugar era silenciosa y pacífica. Sin la presencia de Sukuna y sus exageradas muestras de afecto parecía ser un buen lugar para vivir.

—¿Dónde desea sus pertenencias?— cuestionó Arata colocando mis maletas sobre el sofá.

—Puedes dejarlas aquí— ordené volviendo mi atención al campo.

—Como ordene, Suma Sacerdotisa—concluyó Arata, acto seguido se marchó.

Del interior del bosque salieron decenas de maldiciones, eran pequeñas y adorablemente inofensivas, corrían entre risas, detrás de una bola. Me sentí atraída por su inocencia, era como si el dolor y el horror de la guerra no fuera posible aquí.

༻𝑬𝒕𝒆𝒓𝒏𝒐𝒔 𝒎𝒂𝒍𝒅𝒊𝒕𝒐𝒔༺Donde viven las historias. Descúbrelo ahora