Capítulo 26: Ningun secreto dura para siempre.

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Narra Erick

Supe que algo estaba mal cuando salí del despacho del rey Kristopher y mi estómago dio un vuelco avisándome de un problema cercano.

Era Alicia. Me lo dijo esa conexión brillante que estaba comenzando a formarse entre nosotros.

Anduve rápidamente a la habitación, buscándola temerosamente, mientras pensaba lo peor. Cuando abrí la puerta la encontré sentada a la cama con un papel fino en sus manos.

Y mis entrañas se hicieron un nudo.

Maldita sea.

Ella levantó el rostro y me miró con una mezcla de dolor y decepción que me dejó clavado en el suelo.

—¿Desde cuando lo sabes?

Abrí la boca para contestarle pero la volví a cerrar enseguida.

Supe entonces que no podía responderle con más mentiras, que le iba a hacer daño escuchar verdades a medias y yo... no quería lastimarla.

Pasé saliva.

—La llevaban consigo los soldados ingleses que atacaron el pueblo.

Pude escuchar el crujir de su corazón cuando se rompió en su pecho.

Guardó silencio analizando mis palabras.

—Ellos....—sabía a lo que iba—, dime por favor que no hicieron todo ese desastre para que la carta llegara a mis manos.

Cerré los ojos para no ver su dolor.

Asentí.

—Sí, por eso no te lo había dicho. No... quería que pensaras que había sido tu culpa.

Cuando volví a abrir los ojos me encontré con su mirada teñida de rabia.

—No, no fue mi culpa—se levantó de la cama y estrelló la carta en mi pecho—. Fue tuya.

Lo dijo con coraje, apretando los dientes, y liberando las lágrimas que sus ojos contenían.

—¡Fue tu maldita culpa!—repitió—. Todas esas personas que murieron o se quedaron sin hogar...fue a causa de ti y tú egoísmo.

No podía responder.

Mi cuerpo no reaccionaba.

Estaba helado.

—Alicia, entiendo que te duela, pero yo no...

—¡Tú los mataste!—rugió desesperada—. No tiraste del gatillo pero si les pusiste el arma en las manos cuando me secuestraste. Si no lo hubieras hecho, si yo todavía estuviera en casa... esas personas seguirían vivas. Y esto—arrugó el papel en su manos—, sería una estupida mentira.

Sus palabras dolían.

Ardían más que cualquier herida de guerra.

La rabia comenzó a dominarme aun cuando la contuve.

—Sé que estás herida. No es fácil enterarse de esa traición, pero yo no tengo la culpa.

A Merced Del ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora