—¿Estás dispuesto a mandar a tu propia madre a la orca solo por vengar a un alma impura?
Todos los ojos del salón me veían como si yo fuera el malo.
Mi cuerpo temblaba en rabia. Llevaba la camisa manchada de sangre donde había cargado a Alicia hasta la habitación, los puños apretados, el estómago revuelto y el cuerpo hirviendo de coraje.
—Eres una bestia—respondí chillando los dientes.
Mi madre me veía desde la mesa del consejo real, rodeada por los hombres desaliñados que se habían levantado a la carrera cuando los carruajes reales llegaron de urgencia por ellos. John estaba a su derecha y mi padre agonizante a la izquierda, resaltando con el rostro pálido entre los reunidos. Había insistido en estar presente para defender algo que no tenía defensa alguna.
—Lo hice por mi reino. Colocarle la corona a tu capricho pasajero sería condenarlo al desastre.
Nadie respondió en su contra.
Seguían mirándome como si estuvieran de su lado.
La rabia crecía dentro de mí.
Comencé a negar llevándome la mano a la frente.
—Alicia es tu reina y esto es considerado un acto de traición a la corona que debe ser pagado con tu vida.
—¡Tu madre solo estaba haciendo lo correcto!—gritó mi padre pero el esfuerzo lo terminó ahogando en una tos incesante. A su lado, un hombre del consejo le ofreció un vaso de agua, pero mi madre lo rechazó sirviéndole su té medicinal.
—Mi madre secuestró y torturó a mi esposa, ¿qué harías tú si la cosa fuera al revés?
John contestó por él:
—Ella fue más que digna para la corona mientras que todos los aquí reunidos sabemos que Alicia no lo es.
—Esto no te incumbe—lo regresé a su lugar—. Alicia se ha ganado el título. Todos en el pueblo la aman, incluso los sirvientes del castillo.
—Eso no es suficiente. Sería como ponerle la corona a un mono y llamarlo rey. Claramente todos lo amarían por sus malabares y espectáculos.
La voz de John resonó en mi cabeza y rompió la poca cordura que me quedaba.
Me abalancé sobre la mesa provocando un estruendo cuando golpee la madera en mi camino para tomarlo del cuello y apretarlo con fuerza.
Los hombres del consejo nunca se habían metido en nuestras discusiones pero en esta ocasión se tomaron el atrevimiento de tocarme para que lo liberara.
Los ojos hipócritas de mi madre me rogaban que lo soltara, mientras mi padre, a su lado, aún luchaba por respirar.
—¡Es suficiente!—intervino Hilarius con un alarido que nos detuvo a todos en seco—. Esto es una vergüenza para cualquier familia, más para una que lleva la corona de una nación.
Aún tenía a John del cuello. Su rostro ya se estaba tornando morado, y los hombres del consejo tiraban hacia atrás de mí para que lo soltara.
—Majestad, arregláremos esto como gentes civilizadas.
Mis dedos de a poco lo fueron dejando libre pero muy dentro de mí algo rogaba que lo asesinara en ese preciso momento sin compasión.