༒El olor de las Mandarinas 〄༒

II

La travesía hasta la hacienda fue algo corta, primero tomó una carruaje que le dejó en el otro poblado, donde le esperaba uno de sus peones a caballo. Montó en el animal andando a paso ligero mientras conversaban sobre la cosecha, volver a casa le llenaba el alma. El peón se detuvo pidiendo permiso para ir hacia otro lado, donde le esperaba un grupo de peones para ir a buscar un rebaño en el siguiente poblado, William le dejó ir acelerando el paso a caballo ya que se encontraba solo.

Corrió por el campo abierto, admirando a su paso los árboles frutales a un lado, del otro se apreciaban las vacas y algunas ovejas pastando por separado, todo lo que un día había sido de su padre ahora era suyo y él sabría cuidarlo. Llegando a la hacienda bajó del caballo, dejándolo a manos de un peón que al verle a lo lejos salió a recibir al animal, las sirvientas llegaron donde él ofreciendo agua y comida, aunque Will nomás se negó a comer en ese momento, deseaba ir a su habitación.

Pasando por uno de los pasillos que daba a un patio interior notó la presencia de una sirvienta parada allí, detuvo el paso y se sorprendió al ver una persona atada de las manos a un poste. La camisa colgaba del interior de sus pantalones hacia afuera, respiraba con dificultad y se notaban heridas de azotes en su espalda. Miró con atención dándose cuenta de quién era, no podía creerlo, justo frente a sus ojos estaba aquél hombre, se indignó ¿cómo podían hacerle eso a un ser humano? ¿Quién era el responsable de aquello?

En su hacienda, en sus terrenos, no permitiría aquél tipo de tratos a nadie. Se acercó a la sirvienta, la cual miraba con pena como el Sol golpeaba el cuerpo de aquél. Phileas respiraba con dificultad, desde el día anterior había estado allí, sin beber una gota de agua ni probar comida, su mente estaba algo confusa por tantas horas al Sol y no dormir en la noche, la deshidratación no ayudaba, ¿cómo había llegado allí? Ahora no recordaba bien, a penas y podía sostenerse.

Las heridas en su espalda dolían mucho, cada que el sudor caía sobre estas no podía evitar quejarse, y el calor del sol le estaba matando. William frunció el ceño quitándose el sombrero, habían otras sirvientas caminando por el lugar y unos peones que miraban desde los pasillos del segundo piso. Decidió preguntar a la muchacha, al parecer era nueva por allí ya que no le reconoció como las otras.

— Señorita, ¿me puede explicar que está sucediendo? ¿Por qué el caballero está atado y?... Sin camisa.

Preguntó confundido William, observando al hombre que suponía él tenían castigado, le conocía, lo había visto aquella vez y según recordaba no era un mal tipo. La mujer a su lado no demoró en responderle, parecía un poco inquieta también, no gustosa de estar allí, como si lo que presenciaba fuese lo peor que había visto en su corta vida.

— Es el señor Phileas Fogg, según tengo entendido trabaja para el dueño de este lugar, descubrieron algo sobre él y lo castigaron, pobre hombre —murmuró al final.

— ¿Perdón, como dijo?

— Que trabajaba para el dueño de este lugar —le miró—. ¿Por qué?

— Porque yo soy el dueño de este lugar y en ningún momento lo he mandado a castigar, ni sabía que estaba trabajando aquí.

Se colocó el sombrero y caminó hacia donde estaba atado Phileas, todos los que observaban la escena sabían que llevaba dos días allí, bajo Sol y sereno, sin comida ni agua. El pobre hombre estaba adolorido y agotado, pensaba que no iba a salir de aquello bien, pero cuando aquél hombre se le acercó no pudo evitar pensar que había un rayo de esperanza, o tal vez no, ya ni siquiera lo sabía.

— ¿Quién te puso en esta situación? —dijo William al estar frente a él—. Habla...

— Ah... ¿No lo sé? Un hombre de aquí —cansado respondió, algo delirante—. Si va a azotarme hágalo de una vez.