🍊Especial✨

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—William —llamó una voz gastada, con habla pausada—, William.

—Dime, mi amado —respondió otra voz, muy lenta también.

—¿Me amarías incluso en nuestra próxima vida?

William levantó su mano, cansado y pausado, ahora arrugada por el paso de los años, colocándola sobre la huesuda mano de su esposo, quien le miraba desde su balance. Ambos se balanceaban, sostenidos de las manos, muy cerca uno del otro. William tomó su tiempo para responder, mecía suave su balance, a la par de su esposo, asintiendo con suavidad.

—Como los árboles de mandarinas, que florecen y dan frutos cada año, y cuando plantan una nueva semilla de su fruto, vuelve a crecer un árbol. Así te amaré yo a tí, por la eternidad, si existe una próxima vida, o sí existen muchísimas vidas más, yo te buscaré y amaré en todas ellas.

—Yo también te amaré, por toda la eternidad, incluso si somos dos hormigas, buscaré un terrón de azúcar para tí.

William soltó una risita, haciendo también a su esposo reír, se recostó un poco al otro besando su mejilla, Phileas suspiró admirando el horizonte. Desde allí podían ver el mandarinal, anaranjado por tantas mandarinas maduras, enlazaron sus dedos escuchando a Estelle llamarlos. La muchacha los ayudó a levantarse de los asientos, caminando hacia dentro y guiando a estos al comedor.

—Hay que hacer una carrera a caballo —propuso Phileas, haciendo reír por lo bajo a Estelle.

—Pa', ¿cómo crees que podrás hacer una carrera a caballo? Ni cuando yo era una niña sabías hacer carreras.

—William, mi amor, Estelle no me deja hacer carreras a caballo. Dile, dile a nuestra hija que soy muy bueno.

—No te preocupes mi amado, yo haré que traigan un coche e iremos al hipódromo para ver muchas carreras.

—Jejeje, y yo me montaré en uno, jejejeje.

—Si, pero con cuidado, con cuidado.

Estelle negó sin aguantar sus ganas de reír, sus padres eran tremendos, no dudaba que si se fueran a correr caballos y es que hasta una vez habían ido al río a pescar y terminaron pescando un resfriado. Les ayudó a sentarse y una sirvienta colocó los platos, comieron mientras contaban cosas graciosas, haciendo a Estelle sentirse nostálgica. Recordaba cuando ella era una nena y sus papás le daban de comer, y jugaban con ella, ahora el tiempo había pasado, y cada día esperaba que ellos siguieran allí por un año más, y otro, y otro. Las risas y los bellos momentos no faltaban, la alegría se escapaba por la ventana de la cocina, llenando de armonía los días en la hacienda.

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En las calles de Londres un hombre joven, de nariz aguileña, con un bigote muy bien arreglado y pecas sobre su rostro, vendía periódicos pregonando por cada calle. Ahorraba para ver si le alcanzaba ese mes, luego tendría que trabajar en la floristería y en la noche en un bar, todo para ahorrar y ver si podía comprar un cuartito. Si tenía suerte podría incluso conseguir un trabajo mejor en la próxima ciudad, pero tendría que ahorrar más para comprar un boleto, y alojarse en un motel. Pensaba mucho en qué hacer, aún indeciso, pronto se acercarían los días fríos y no tenía donde dormir, podría morir de hipotermia como el señor que dormía fuera de la oficina de correos, y no quería morir.

Un hombre de unos sesenta años, acompañado de su hijo; un hombre joven que rondaba los treintas, se acercó al hombre que vendía periódicos pidiendo uno. Phileas sacó uno con cuidado de mantenerlo liso y perfecto, sonrió extendiendo su mano esperando el dinero. El hombre le hizo una seña a su hijo, William metió su mano en su bolsillo sacando una bolsita y dejó caer las monedas en la palma del castaño. Hubo un contacto visual, ambos quedaron en silencio por un momento que pareció eterno, Phileas apartó la mirada con una sonrisita nerviosa, Will sonrió de medio lado, dijo adiós con la mano y se fue junto a su padre.

༒El olor de las Mandarinas 〄༒Donde viven las historias. Descúbrelo ahora