23. Esen | El refugio de los condenados.

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Capítulo 23:
El refugio de los condenados.

No podía confiar conmigo cerca de Raizel, mucho menos cerca de un edificio lleno de humanos desprotegidos.

En cuanto Caín comenzó su parte del trabajo supe que sería inútil, no resistiría el olor de la sangre.

Él me lanzó una mirada de entendimiento y decidí esperar afuera.

No percibí a Constantino por ninguna parte.

Di vueltas por el patio por quizás una media ahora, o una eternidad, hasta que recibí un mensaje de Caín diciendo que ya había liberado a Cavale y él dijo saber dónde estaría Raizel.

Exhalé de forma pesada.

La niebla se enredaba entre las cortezas de los árboles, rozaba las copas, descansaba sobre el pasto y el rocío húmedo se metía por las suelas de mis botas.

Me concentré en el olor de la brisa nocturna, del fresno, el pino y sus hojas húmedas, de la tierra blanda y el pelaje de los animales.

No sirvió.

Me llegó el olor puro y denso de la sangre.

Caminé hasta el Internado con la misma voluntad de un condenado yendo a la guillotina.

Las tablas de madera crujieron debajo de mis botas, hice caso omiso, solo podía pensar en el hambre, en esa sensación de dolor que me estrujaba el estómago.

Arranqué un trozo del marco de una puerta al cruzar, el olor de la sangre en toda la habitación me descolocó, me obligó a dirigirme escaleras arriba, intenté huir pero mi voluntad estaba quebrada, con una esclavitud resignada me encontré yendo directo a una habitación en el segundo piso.

Ni siquiera podía recordar en qué sección me encontraba.

El hambre me nublaba cualquier sentido de orientación.

Abrí la puerta para encontrarme a tres hombres atados y temblando, supe que debería pensar con claridad, desatar las cadenas del hambre, pero no podía.

No con su miedo latiendo de forma tan incesante.

El primer tipo apenas duró unos minutos hasta que lo terminé desangrando en el suelo.

Temblé ante la idea de probar otro bocado y fui por mi siguiente presa.

Luego me advirtió el crujir de la puerta, solté al segundo tipo y vi a Constantino en el umbral.

Aparecía pálido y fantasmal, un espectro viniendo para acecharme.

No tuve tiempo de preguntar qué hacía ahí hasta que él me empujó contra la ventana.

El vértigo se retorció en mi estómago, mi piel se erizó y mis sentidos se mantuvieron adormecidos, luego el agua los ahogó todos.

Constantino se aferró a mí, aun cuando las piedras amenazaron con hacernos trizas.

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