Desierto

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La brújula dejó de funcionar, el celular sin batería, mi cantimplora se empezaba a quedar sin agua y mi perro hace dos días que se había quedado atrás luchando con un zorro, dándome tiempo para correr. Me duele haberlo dejado, pero si no corría era muy probable que ambos pereciéramos en la arena helada del desierto en la noche.

La mente se nublaba y las ideas vagas de hacia qué dirección debía tomar se veían arrastradas por un viento de huracán.

Por la tarde apenas podía avanzar. Costaba mucho por el calor infernal que vivían mis pies y cabeza al caminar por la arena, por lo que me escondía debajo de la sombra de las dunas más grandes y cuando decidía caminar de nuevo, trataba de observar bien donde sería mi próximo punto de descanso. Medía muy bien el avance del sol y trataba de descansar acostado para poder avanzar lo más posible durante la noche helada, pues se me daba mejor a mí, a mis pies y a cualquiera que estuviese perdido en el desierto, aunque el peligro de toparme con zorros nuevamente era inminente, por lo que lo hacía con mucho cuidado.

Todo había sido culpa del espejismo que me hizo separarme de mi grupo, aunque en ese momento para nada sabía que había sido producto del delirio que el sol provoca en medio del desierto.
Mi perro debió haberme seguido sin alertar a los demás de mi alejamiento. Ellos siguieron maravillados con la explicación del guía.

Yo había sido distraído por una mujer que me llamaba usando su dedo índice y perdido en la piel tostada, ojos verdes, cintura que parecía curva de resbaladero y senos pequeños y firmes, no pude resistirme a caminar hacia ella, siempre un paso atrás, hasta que me encontré en un vacío lleno de arena y sol, sin pasos delante y solo las huellas de mis Vans que fueron alcanzadas por las patitas de mi perro.

El primer día en el mar de arena no fue tan difícil; había comida y agua para mi perro, pues por la mañana lo había equipado con un chaleco que guardaba porciones de croquetas y bolsas de agua; yo cargaba con fruta, sándwich, dos botes de agua y bolsas de papas en mi mochila. Fue tanta la ansiedad que no pensé en dónde me había metido y acabé con mis provisiones en esa tarde-noche mientras intentaba encontrar al grupo, olvidando, por completo, racionar para el peor de los escenarios… el extravío.

Después de un rato andando mi perro y yo, empezó a ladrar. En aquel momento juro que ambos veíamos a la mujer que me llamaba con su dedo, mujer inexistente que había hecho que me perdiera en la profundidad del desierto y que siempre fue un espejismo. Ahora sé que los perros, además de ladrar a ningún lugar y a nadie, también deliran al estar hundidos en el mar tostado. Después de un rato dejó de ladrar, camino hacia mí y ambos bebimos agua. Esa fue la última vez que lo vi tranquilo, noble, como cachorro, inocente, adorable… se acurrucó en mí y dormitamos debajo de una duna.

Cuando abrí los ojos, el zorro ya se acercaba y él, sin pensarlo dos veces, se puso en posición de ataque, sin embargo, nunca me quitó la vista de encima, sus ojos me decían lo que estaba a apunto de ocurrir y lo que él quería, entonces corrí, no sin antes tomar mi mochila, vacía de provisiones, pero llena de recuerdos. Probablemente el zorro nos había estado siguiendo al oler un humano, un perro y restos de comida. Si hubiese sido El Principito, mi perro aún estuviera con vida y tendríamos un nuevo amigo, el zorro.

No sé cuánto podré aguantar. Está por hacerse de noche, empiezo a sentirme resfriado por los cambios tan bruscos de temperatura, me siento débil, extraño a mi perro y el desierto parece ser infinito.

Me queda claro que hay más estrellas que arena. No sé si esperar quieto o seguir avanzando. Me pregunto también si ya habrán notado mi ausencia y la de mi perro y han montado camellos o motos para buscarnos.

Una parte muy optimista de mí me dice que mi perro salió vencedor y no ha parado de olfatear para encontrarme, pero de pronto, un viento lleno de pesimismo me da un golpe de realidad, aquella donde un perro nunca saldría vencedor en campo ajeno.

Perdí, literalmente, mi norte y cuando alguien me encuentre, si es que alguien lo hace antes que algún animal del desierto, podrá leer esta historia que escribí en una envoltura de mis emparedados. La historia de alguien y su perro que se ahogaron en la arena, observados únicamente por la luna, el sol y las estrellas, tratando de encontrar a aquella mujer espejo de piel tostada, ojos verdes y cintura de resbaladero.

Relatos que escribí en el tren a casaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora