Flor sedada

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En Soledad dormía, yo acudía a ella.
En la villa, por las madrugadas,
sacudía las hojas mojadas
de los árboles en el camino,
soñolienta recuerdo su mirada,
lucero de una primavera herida.

Me invitó a pasar
a su casa, a su vida.

Una luz tenue, el silencio de un templo
y el aroma de la antigüedad de libros,
en el sofá nos dejamos el abrigo y tiempo,
sirvió budín y yo hube cebado el mate,
siempre he sido intruso, pero bienvenido.

Su gata echaba a andar
ahí dentro, afuera llovizna.

¿Cuántas veces esta intermitencia
había sido para los dos un salvataje?
¿Y cuántas una perdición a conciencia
elegida, esquivos al zozobrar salvaje?

Lo cotidiano pesa.
«¿Y si tomás mi mano y me besas?»

En mi naufragio, palabra y estro
donde ella, magia entre el gentío,
a cada costilla va y me encuentro
la risa en sus dedos, reo de su brío.

Un beso bravo hubo cautivo,
un rezo exhausto desde una cornisa,
rosal carmesí, frenesí y sonrisa,
oleaje adverso que cruzamos furtivos.

Me apegué a su sabor,
no me negué a su caricia,
a cuya soga que asfixia
corta lozana y sublime,
y como un pincel esgrime
en su piel un humilde rubor;

y quise encontrar su mano,
o quisimos una distracción,
o justificar esta atracción,
socorrernos o reconciliarnos;

fueron horas mudas las de tantos días
y despedirse nunca ha sido fácil,
pues, ¿cómo podría abandonar esa frágil
paz en mi pecho cuando, en él, ella dormía?

Retales de un hombre polillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora