FAMILIA FELIZFRED
La casa de campo se mantenía tal como la recordaba: con ese inmenso jardín de árboles abundantes, y amaneceres que teñían el cielo de tonos anaranjados. Los muros exteriores conservaban aún ese distintivo color verde esmeralda. A pesar de las remodelaciones evidentes, como el establo ahora impecablemente restaurado, el lugar seguía siendo parte de mí, de todos mis recuerdos.
—Bienvenida a la pequeña casa de campo de mis abuelos —expresé, extendiendo mis brazos en un gesto de fingido recibimiento. Realmente me resultaba irónico todo esto, es decir, jamás había imaginado que Hayley llegaría a conocer a mis abuelos, especialmente cuando al principio sus preguntas parecían más un interrogatorio que una charla amistosa.
—¡Guao! Esto es…, no tengo palabras —exclamó, cubriéndose con las manos su expresión de asombro.
Y no era para menos. Este lugar, que había sido parte importante de mi infancia, era increíblemente fascinante.
—Ya, pero no has visto nada. Esto solo es el jardín, aún falta por visitar el lago.
Por primera vez, después de tanto tiempo, intentaría abrir mi corazón por la pelirroja.
Porque ella era una razón suficiente para atreverme.
—¿Lago? ¿Hay algún lago por aquí? —inquirió, con la voz más insistente que había escuchado en toda mi vida.
La miré, divertido.
—Así es. Aunque no sé si te gustaría ir, puede ser medio riesgoso. Imagina que te resbalas y ¡pum!, al agua. Eso sería gracioso —bromeé, ensanchando mi sonrisa.
Esto me resultaba más divertido que estar encerrado en mi habitación.
—No te preocupes, sé nadar muy bien —se defendió ella, cruzándose de brazos y alzando la barbilla con orgullo.
—Como digas —comenté, en tono de burla.
Quizás mi pasatiempo favorito era hacerla enfadar. Me encantaba verla roja de molestia.
Ella me observó, mordiéndose el labio como si estuviera pensando a toda velocidad.
—Ah, ahora lo entiendo —contestó ella, dando un paso adelante y apuntándome con un dedo acusador.
—¿El qué?
Hice una mueca, sin saber a qué se refería.
—Que el único asustado de caer al agua eres tú y ahora intentas culparme a mí. Eres un miedoso —respondió, y su risa, clara y contagiosa, resonó por todo el lugar, mientras yo fingía indignación y me llevaba una mano al pecho.
—¿Yo? ¡Qué va! Nada de eso.
La miré con mala cara.
—Cobarde —acusó divertida.
—Esto…
No logré concluir la frase porque, justo en ese instante, mis abuelos aparecieron. Los dos sonreían como si acabaran de recibir la mejor noticia del mundo.
¿Por qué nadie habla de lo importantes que son los abuelos?
De niño, los veía como luciérnagas eternas, centelleantes de vida y luz en la oscuridad. Pero con el tiempo, comprendí que todo tiene su final, incluso lo más pequeño. Y aunque suene cruel y despiadado, esa es la verdad. La vida es un ciclo de nacimientos y despedidas, de encuentros y partidas, de comienzos y puntos finales, de momentos que florecen y otros que se desvanecen, pero que al final son lo que nos construye y nos da forma. Son la base de lo que somos.
—Oh, vaya Rupert, nuestro pequeño ha crecido tanto. Estos últimos años le han sentado de maravilla —comentó la abuela con una voz llena de cariño, mientras sus ojos verdes brillaban de emoción. Su cabello plateado estaba trenzado y adornado con pequeñas flores silvestres. Llevaba puesto un vestido largo de color lavanda y un sombrero café.
—Así es. Se ha convertido en todo un joven —agregó el abuelo con orgullo.
Él, por su parte, lucía un atuendo clásico. Vestía una camisa de rayas con tirantes azules y pantalón gris. Además, sus anteojos resaltaban la mirada cálida de sus ojos marrones.
Hacía meses que no los veía. Y, sin lugar a dudas, había días en que su ausencia pesaba más en mi corazón. Porque ellos, eran simplemente lo mejor que había sucedido en mi vida.
Claro, sin olvidar a la pelirroja. A mi dulce chispitas.
—Los he echado de menos, mucho. Me han hecho bastante falta —mencioné, mientras me acercaba para envolverlos en un abrazo.
Siempre me había cuestionado qué cosas me hacían recordarlos. Al reflexionar sobre ellos, se desataba un millón de pensamientos.
Los abuelos son destellos de felicidad en nuestra existencia: son como las luces de Navidad que nos envuelven en calidez, las risas que se propagan con facilidad, el café que tomamos al despertar, las conversaciones que fluyen sin fin, las mantas que atesoramos como reliquias, los faros que guían e iluminan nuestro camino, y sobre todo, son la representación más genuina y pura del amor incondicional.
Sonreí, por ellos, por mí, pero principalmente, sonreí al saber que ahora formaba parte de una familia feliz.
—Y yo a ti, pequeño Fredy —reconoció la abuela, acariciándome la espalda con ternura.
Sacudí la cabeza y me apresuré a dar mi desacuerdo.
—Por favor, abuela, no me llames así. Ya no soy un crío —añadí, separándome ligeramente del abrazo.
Ese apodo era bastante vergonzoso para mí.
—Oh, ¿cómo podría olvidarlo? Eras tú quien insistía en ese apodo cuando eras pequeño —bromeó, con una sonrisa juguetona.
—Abuela —insistí, con una voz firme.
Ella empezó a reírse.
—Está bien. Pero dime, ¿quién es esta encantadora señorita? Oh, ¿es tu novia?
—Exclamó ella, emocionada. Mientras le sonreía a la chica que estaba a mi lado.
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Mi Chica Francesa
Teen FictionHayley Dufour es risueña, fuerte y simpática. Fred Russell es frío, misterioso e inexpresivo. Ella vive en Francia, y ha seguido adelante después de la trágica muerte de su padre. Él ha crecido con su madre en Melbourne, siempre soñó con...