La casa se sentía vacía. Como si con ella se hubiesen ido no solo el sonido, sino también el color y el aroma.
Es por eso que el trabajo después de clases había resultado ser una agradable distracción. Salvo el hecho de la compañía de cierta individua que no dejaba de incomodarme, y que había aparecido por sorpresa, no sola.
—Creo que le gustas —susurró Josué. Él era el más divertido con la situación. Y es que además ella no hacía ni siquiera el intento de ocultar sus intenciones. Era descarada, y lo disfrutaba. Me coqueteaba abiertamente y lanzaba miradas furtivas que me entorpecían a causa de los nervios. La niña tímida había sido una alucinación mía, al parecer—. Síp, en definitiva.
—Josué. Mejor ayúdame con las sillas. Llevas de a una, y a ese ritmo nos llevará una eternidad. Lleva de a cuatro, dos por lado —le señalé, explicándole que se podía colocar una silla sobre otra y sostener cada par por separado de una forma que no era incómoda—. Eres alto, no es un problema para ti.
El chico no estaba acostumbrado a trabajar, y se notaba. Era torpe y lento, casi como si sus brazos fueran de hilo y pudieran cortarse en cualquier momento. Me reí ante su vago esfuerzo por montar una silla sobre otra. Su cara era de completa concentración, como si ese enlace no fuera el de unas simples sillas plásticas, sino el de una bomba atómica.
—No te rías, es mi primera vez —se excusó.
—Y la última, seguramente —me burlé.
Nos habían solicitado trasladar todas las cosas de la bodega del gimnasio, que se encontraba en el piso -1, hasta su superficie. Por ende teníamos que subir alrededor de quince escalones empinados. Con Josué nos ofrecimos, puesto que la otra opción era decorar, cosa que nunca se me ha dado y mucho menos a él.
—¡Yo! ¡Nosotras! ¡Nosotras! —había gritado Isabella, entusiasmada. De una forma que nadie se explicaba, había convencido a la chica que se sentaba a su lado en todas las clases, la misma que había dicho que no nos quitaran la oportunidad.
Solo éramos cuatro estudiantes. El profesor de matemáticas era el que dirigía todo, así que fácilmente accedió ante su entusiasmo y les explicó su tarea.
Ellas se encontraban recortando material sobre un conjunto de mesas que habían ordenado, justo al lado de donde teníamos que dejar todas las sillas con Josué.
Para el cuarto viaje, ambos sudábamos tanto que nos habíamos sacado la chaqueta y quedado únicamente con la camisa blanca remangada hasta los codos, sin la corbata ni los dos últimos botones del cuello.
—¡Qué horror, chicos! —exclamó el profesor al vernos en ese estado tan decrépito y desaliñado. Después de habernos dado las órdenes había desaparecido para ir a la sala de profesores por un café—. Aguarden un momento, esto es mi culpa. Regreso enseguida con algo para ustedes.
Dejó su taza humeante sobre la mesa donde estaban trabajando las chicas, y volvió por sobre sus pasos, saliendo una vez más por la entrada principal.
—Mmh, yo no me quejó, la verdad —mencionó la pelirroja, mirándome directamente. Aparté la mirada y me senté en el suelo, dándole la espalda para descansar un momento. Estábamos haciendo el trabajo más eficiente a costa de más de nuestro esfuerzo físico, y la ropa no era la más cómoda—. No me quejo nada de nada.
Josué se rio por lo bajo y yo simplemente negué, sacando el celular para ver si tenía algún mensaje o noticia de mamá. El día anterior dejó de conocerme por un momento, y me asusté. Me asusté en serio. Tanto que, ante su desconcierto, corrí preocupado en busca de un doctor, quien me explicó que su tumor estaba creciendo y la falta de memoria era una de sus secuelas, junto con la posible parcial disminución de visión.
