Había tormenta.
Me encantaba que el cielo me hiciera sentir insignificante.
También me gustaba ser consciente de que mi existencia era efímera, única, y no relevante. Por ende, no me gustaba complicarme demasiado. Aunque a veces no pudiera evitarlo. Me desmayé otra vez. Por suerte, Josué estaba conmigo. No sé de dónde sacó fuerzas, pero logró subirme hasta el gimnasio. Allí junto con Karen alertaron al profesor de matemáticas y juntos me llevaron a la enfermería.
—¿Y los exámenes de sangre, Ripley? Ya son dos veces, en menos de una semana.
Asentí, cerrando los ojos. Me molestaba la luz fría artificial, y el malestar en mi cabeza no era solo un palpitar como la última vez, ahora se sentía como si me estuviesen taladrando el cerebro. Me dolía demasiado.
—Me los haré esta semana, sin falta.
—Lo raro es que tu presión es estable. Tienes un poco de temperatura, pero nada alarmante. ¿Qué tal estuvo tu alimentación hoy?
Arrugué la nariz.
—Desayuné, merendé, y almorcé con completa normalidad. Nunca me salto las comidas.
—¿Has pasado por mucho estrés últimamente? Marta me dijo que no has ido a tus sesiones hace varias semanas.
Marta era la psicóloga que opinó sobre mis estudios y la poca importancia que el dinero debía tener en mi vida, pues era muy joven para preocuparme por ello. Por supuesto, nunca estuvimos de acuerdo. Puesto que ella pertenecía a una de las familias que por generaciones estudió en el Signum Fidei, y tenía el concepto de la realidad un tanto alterado.
—Lo normal —le respondí—. He preferido no ir, es una pérdida de tiempo.
Se hizo un pequeño silencio, así que abrí los ojos. La enfermera estaba anotando algo en su libreta.
—Deberías ir, la ayuda psicológica es indispensable.
—Ya fui mucho tiempo. Solo iba a discutir, prefiero estar tranquilo.
Zanjado eso, la enfermera prosiguió haciéndome chequeos de rutina. Revisó mi vista, el tiempo de reflejo de mi rodilla al ser golpeada, y me preguntó otra vez sobre cuándo me haría los exámenes de sangre, para descartar cualquier enfermedad.
—¿Sabes qué?, yo misma solicitaré una hora de atención para ti en la clínica. No quiero que luego me culpes por no saber cómo ayudarte. Sin información es difícil.
—Por lo pronto, ¿tienes algo para el dolor de cabeza? Me duele mucho.
—Sí, paracetamol. Sugiero que bebas más agua, cuando el cuerpo se deshidrata puede producir dolor de cabeza, mareos..., o incluso desmayos. El agua es muy importante.
—Antes de desmayarme no me dolía la cabeza —quise señalar, para que no se hiciera ideas equivocadas—. La vez pasada fue igual, el dolor de cabeza vino al despertar.
Sinceramente, lo del agua no era del todo descabellado. Era pésimo para hidratarme en invierno, y no me gustaban las bebidas calientes tampoco. Mamá siempre me retaba por ello. En la mesa a la hora de la cena ella acostumbraba a servirme un vaso de zumo natural y yo apenas le daba un sorbo.
—Mmh. Pediré la hora de atención hoy mismo, para que te hagas los exámenes mañana. Teniendo eso sabremos enseguida qué es lo que te ha estado pasando.
No quise revelarle que el estrés sí era un nuevo factor alarmante en mi vida. Porque si bien era cierto, el primer desmayo fue antes de enterarme sobre la enfermedad de mamá. Así que no calzaba del todo.
