8 El cuadro

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Hemos retomado el viaje, no puedo divisar al frente sin encontrarme con la espalda del hombre que nos guía, sus palabras me siguen intrigando y eso aunado a mi desvelo hace que me duela la cabeza.

El sol está en su cenit cuando cambiamos de dirección. Los caballos ya no tienen que soportar el peso de la escalada, descendemos hasta encontrarnos con una superficie plana, aunque el bosque se ha vuelto más espeso.

A pesar de que no nos detuvimos a la hora del almuerzo, la marcha sigue constante sin cuestionamientos, al amparo de la sombra que nos brindan los arces. Intento conversar con Daria, al preguntarle en qué lugar nos encontramos, en respuesta me dedica una mirada de fastidio y simula que no ha escuchado mi pregunta.

La noche nos sorprende aun sobre el camino, pero el rey no hace amago por levantar la mano, sino al contrario apresura el trote de su corcel sobre la llanura a la que hemos llegado. El resto de los jinetes hace lo mismo, como si todos supieran algo que yo no.

―¿Qué sucede?

―¡Andando! ―me ordena Daria.

―¿Pero?

―¡Estamos demasiado expuestos, somos blanco fácil aquí, muévete!

Golpea con su látigo mi caballo, el cual resiente el golpe e inicia la carrera.

Cabalgamos sobre la planicie sin detenernos hasta que llegamos nuevamente al resguardo del bosque de arces, y avanzamos, esta vez a paso lento hasta que vislumbramos el río justo al frente, obligando al rey a que por fin alce la mano.

Los soldados repiten las tareas anteriores hasta que vuelven a dormirse. Daria me señala el sitio donde un tronco seco descansa sobre el suelo y me recuesto, después ella se sienta a mi lado. Mis parpados se cierran y caigo presa del agotamiento.

Cuando despierto, el cielo se ha llenado de nubarrones a los que pronto disolverá el sol. Mi guardia se ha quedado dormida, recargada sobre el tronco. Miro alrededor, el bosque ha sido pintado de un azul claro. Me pongo en pie y estiro las manos, esta vez busco que nadie me observe a la lejanía, y al parecer no hay nadie, puesto que todos siguen dormidos.

El sonido del agua abriéndose paso entre el bosque me atrae. Me deslizo con cautela entre los grupos de soldados, y para mi sorpresa me encuentro con uno de los caballos que llevan carga aun sujeta de su lomo, y no cualquier carga, reconozco mi baúl con las iniciales de mi nombre grabadas en la madera.

Me acerco al caballo que como yo se ha despertado, y con mi dedo índice sobre mi boca le pido que no haga ruido, y como si pudiera entenderme, el dócil ejemplar no se mueve ni relincha. Desato los nudos que lleva encima y mi equipaje se resbala, rápidamente lo sujeto para que no alerte a los demás con el estruendo del golpe, aunque es pesado logro deslizarlo hacia el suelo.

El cerrojo ha sido abierto, supongo que para inspeccionar su contenido. Lo abro y de inmediato busco lo más importante que guarda. Volteo las prendas y en el fondo está mi ansiado tesoro: el retrato de mis padres poco después de su boda, una pintura hecha por un pintor muy reconocido en Elea sobre un marco de corte circular, del tamaño perfecto para ser colocada sobre una mesa o llevada a un viaje.

Nunca conocí mi madre, por lo que este cuadro es mi forma de saber cómo lucía. Mi padre solía describirla como: Poseedora de una belleza especial en sincronía con su excepcional cabellera castaña que llegaba hasta sus talones, y unos preciosos ojos marrones que le concedían una mirada dulce que conmovía a cualquiera que la conocía.

En mi baúl también están mis vestidos, me pregunto si será posible abandonar de una vez por todas los despojos de lo que era el vestido de novia incómodo que aun traigo puesto. Tomo el primero que veo, de color negro, con la capa nadie notara el cambio. Guardo el retrato en el fondo y lo cubro con las prendas. Cierro el baúl, no puedo devolverlo a su sitio pues pesa demasiado, pero confío en que los soldados volverán a amarrarlo.

Ahora tengo otro problema, ¿Dónde puedo cambiarme? Empiezan a escucharse murmullos de aquellos que se han despertado. Debo darme prisa si quiero lograrlo. Corro rumbo al río en busca de un sitio libre de hombres. La corriente fluye hacia abajo, a poca distancia dobla a la derecha, por donde está un cúmulo de juncos que han crecido altos sobre la orilla.

Los murmullos se acrecientan, debo correr, ya podré excusarme después si Daria no me encuentra ahora que despierte.

Me dirijo hacia el lugar que he visto llevando conmigo el vestido. Una vez ahí, me deshago de la capa, cuando una brisa matutina fresca golpea el agua y luego mi rostro. No sé aun a cuántos días se encuentre Zoria, así que no puedo dejar pasar esta oportunidad de lavarme. Me agacho y recojo un poco de agua en el cuenco de mis manos y la llevo a mi cara, después a mis brazos. Aquello no solo refresca mi piel sino también mi espíritu.

Ojalá pudiera deshacerme de una vez por todas de este olor heredado del calabozo y del viaje, si tan solo pudiera meterme a nadar por un momento.

Mi pie descalzo comienza a deslizarse sobre la orilla, cuando de la nada siento un tirón del pelo.

―¡Ven aquí, puta! ―grita una voz desconocida.

El rey de hierroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora