16 Segunda vez

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La tarde se ha cernido sobre el castillo, atrapando a los apurados sirvientes que tratan de terminar con sus tareas antes de que la oscuridad se los impida. Faris y Lilia me han dicho que todo se debe al día de mañana, el tercer y último día de los festejos de la boda, el día del Torneo del Rey de Hierro, donde se llevaran a cabo una serie de justas y juegos entre los nobles caballeros y pobladores que gusten participar, por el honor y la gloria, pero principalmente por el oro que se ofrece como premio. Es una de las pocas celebraciones en las que se otorga a todos los asistentes comida y bebida.

Faris, una mujer de silueta magra en su trigésimo año de vida, solo cinco años mayor que yo, parece más emocionada que Lilia, una joven que no sobrepasa las dos décadas de edad. Al parecer a Faris le emociona las competencias entre caballeros, algo que presencie hace ya bastantes años y no recuerdo mucho la impresión que me causó, pero si recuerdo a las monjas del convento condenar a quienes participaban describiéndolos como bárbaros y codiciosos.

Mis doncellas recién se han marchado cuando escuchó un portazo que me hace apartar la vista del libro de Torrel.

¿Qué sucede ahora?

―¿No creyó que olvidaría darle su regalo de bodas? ―exclama el rey, arrojando un saco de grano que cae a mis pies.

El saco parece contener algo redondo dentro, su cubierta parece estar manchada de sangre.

¡No puede ser, es la cabeza de aquel hombre!

―Adelante, mi reina, vea su regalo, no tuve tiempo de ponerlo en charola de plata, pero no creo que eso importe ―señala altanero.

―No, no deseo verlo. ―Abrazo el libro en mi pecho y niego con mi cabeza, horrorizada ante lo que se esconde dentro del saco.

El rey me arrebata el libro y lo arroja al suelo.

―¡Le prohíbo que lea este y cualquier otro libro!

―¿Por qué? ―reclamo con indignación―. ¿Qué motivos puede tener para ello?

Una sombra aparece sobre el contorno de sus ojos.

―¡Estos son mis dominios, yo gobierno sobre todo, y me entero de todo lo que sucede... así que le aconsejo que se abstenga de mantener conversaciones en privado con varones, pues no es bien visto!

¿Se refiera a Bastian? ¿Acaso el sirviente le hablo de nosotros o es que fue Daria, supuse que se encontraba en la reunión, acaso me espía?

―¿Dice que es un crimen conversar con alguien? ¿Debo entonces mantenerme callada hasta que usted me diga con quién puedo o no hablar?

El rey se acerca a mí, su mano sujeta mi mentón desafiándome con su mirada.

―¡Si! ―responde sin dudarlo―. ¡Bien ha dicho que aquí no tiene libertad como la que encuentra en sus libros, pues hágase a la idea de que no la tendrá ni siquiera en su literatura! ¡Hará lo que le ordene, estará a mi disposición, se presentara cuando la llame, se ira cuando yo lo indique!

―¡No soy su mascota! ―refuto apartando mi rostro.

Un sonido se escapa por la lámina de hierro. ¿Qué ha sido eso? ¿Una risa? ¿Es posible? ¿Cómo desearía saber lo que ocurre tras esa máscara?

Sin pensarlo, mi brazo se alza y mis dedos se posan por el borde de la careta con miras a quitársela. Aquello lo toma por sorpresa, pero mi cometido falla, puesto que está muy ajustada. Enseguida el rey toma mi mano y la lleva a mi espalda en un solo movimiento que no deja dudas de lo colérico que se ha puesto.

El rey de hierroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora