Capítulo 22

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Cualquiera que caminara por el área de oncología del NorthBay Medical Center percibiría algo raro en el aire. Incluso yo, que no estaba familiarizado con el lugar, podía notar un silencio poco común que se extendía por los pasillos de toda la planta. Era una de esas tardes nubladas en las que el bullicio del hospital iba en consonancia con las calles poco transitadas de Fairfield; un preludio perfecto para el motín que estábamos organizando en la habitación número cuatro.

A pesar de mi metro noventa de estatura, me estaba resultando difícil ayudar al señor Friedman a incorporarse en la cama, pues tenía un montón de vías y cables conectados a sus brazos. Mis manos sujetaban su cuerpo esquelético por las axilas, intentando no hacerle daño.

—Ya soy una carraca vieja. Por crujir, me crujen hasta las pestañas. Hago más ruidos que una pelea de gatos callejeros —bromeó el señor Friedman, mientras April acercaba la silla de ruedas hasta nosotros.

—Menos lobos, caperucita. Yo le veo como un roble. —Para darle más credibilidad a mi afirmación, dibujé una amplia sonrisa en mi rostro. Aunque quise fingir que aquella palidez cadavérica no existía, su mirada vidriosa, similar a un par de bolsas de agua medio vacías, hablaba de alguien que estaba preparándose para partir.

El equilibrio del anciano no era muy bueno debido a la enfermedad, así que cuando sus ojos giraron en las cuencas como si le hubiera sobrevenido un vértigo muy intenso, poniéndose tan blanco como la nieve, lo sujeté con mayor firmeza, impidiendo que se cayera al suelo.

—Señor Friedman, ¿está seguro de que se siente con fuerzas para seguir adelante con el plan? Si no se encuentra bien podemos dejarlo para otro día. —April, con su nariz roja y la cara maquillada de payaso, miró al buen hombre con una mezcla de preocupación y ansiedad.

Me sorprendió su sinceridad. Y, aunque las comparaciones son odiosas, no pude evitar pensar en mi novia, recordando la falsa cordialidad que solía mostrar a ciertas personas, un gesto que desaparecía tan pronto los otros se marchaban. Había normalizado tanto esa actitud, que ahora me sentía desconcertado al ver como aquel genuino sentimiento lograba sacar una sonrisilla traviesa al anciano.

—No la pienso diñar hoy, pequeña. O, por lo menos, no hasta que vea a mi mujer —afirmó lleno de convicción, dejándose caer sobre la silla.

—¡Jesucristo! —exclamó ella, haciéndome sonreír de manera involuntaria. Cada vez que utilizaba esa expresión me hacía mucha gracia; me recordaba a una de esas beatas de pueblo, vestidas de negro y con la biblia en la mano.

—Entonces, ¿está listo para la aventura? —le pregunté al buen hombre, quien asintió sin el más mínimo atisbo de duda.

El respeto y la admiración que sentía por él aumentaron considerablemente. Era la tercera vez que lo visitaba en el hospital y, durante ese escaso tiempo que habíamos compartido juntos, su enorme vitalidad y tozudez hacían difícil creer que estuviera tan gravemente enfermo.

—Cuando era apenas un polluelo, solía escaparme de la escuela para ir a pescar, saltando por la ventana. —El señor Friedman se acomodó en el asiento, entretanto April colgaba todas las bolsas con los tratamientos en el portasueros—. Claro que en aquella época no tenía tantos cacharros conectados a mi cuerpo, y todo era mucho más sencillo. ¡La maestra nunca me pilló! ¡Qué tiempos aquellos!

—Crucemos los dedos y recemos para tener la misma suerte hoy. ¿Estamos todos preparados? —April me hizo un gesto afirmativo con la cabeza, al mismo tiempo que el anciano levantaba el dedo gordo de la mano para dar el visto bueno.

Sujeté con firmeza los mangos de plástico y giré la silla de ruedas suavemente, apuntando hacia la salida. Uno de nuestros "gorrioncillos" estornudó una vez para indicarnos que todavía no podíamos abandonar la habitación. Ese era el nombre en clave que habíamos elegido para los niños que participaban en nuestro plan de fuga.

LA CHICA DE LOS VIERNES ·ϿʘϾ·Donde viven las historias. Descúbrelo ahora