Capítulo 24

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La señora Friedman contemplaba a su marido con auténtica adoración, murmurándole una y otra vez que lo amaba mucho. Entretanto, el monitor de signos vitales marcaba el latido de su corazón algo más acelerado de lo normal. Seguramente, debido a la emoción de haberse reencontrado con su esposo.

—Y yo a ti, mi vida. No sabes cuánto... —La voz del señor Friedman tembló ligeramente—. Sentía como si me hubieran quitado el aire y no pudiera respirar.

April y yo retrocedimos un paso, dejando que la pareja de octogenarios disfrutara de su reencuentro sin más interrupciones. Ambos intercambiamos una mirada tan cómplice como emocionada; saltarse las reglas del hospital había valido la pena.

—¿Cómo has llegado hasta aquí, Zechariah? —La señora Friedman miró a su alrededor, intentando identificar donde se encontraba.

—Esta amable parejita me ha ayudado. ¿Te acuerdas de April? —La mujer me observó y afirmó con la cabeza algo dubitativa—. Él es su novio, Brad. Los dos me recuerdan mucho a nosotros cuando estábamos pelando la pava.

Mi sonrisa se ensanchó ante el comentario, mientras el rostro de mi compañera de instituto empalidecía. Era evidente que estaba haciendo un esfuerzo titánico para mantenerse callada y no estropear el momento. Regodeándome en su incomodidad, alcé una ceja y la observé de manera burlona. Ella, con aquel disfraz tan simpático de payaso, puso un mohín de haber comido pepinillos amargos a las tres de la mañana, se cruzó de brazos y soltó un resoplido.

—La veo un poco alterada, señorita Storm —murmuré con sorna, decidido a molestarla un poquito más.

—No estoy alterada. —April habló entre dientes—. Simplemente, no quiero que se corra la voz por todo el hospital de que tengo novio.

—¿Te preocupa que tu amiguito William se entere?... —respondí en tono mordaz, sin poder contener mi lengua.

No hubo tiempo para una respuesta, pues la puerta de la habitación se abrió de golpe y entró un doctor de oncología igual que un ciclón. Se dirigió hacia nosotros con paso firme y una mirada que no presagiaba nada bueno. Mi intuición me gritaba que el recién llegado sabía de la delicada condición del anciano o, por lo menos, así lo evidenciaba su expresión de desaprobación.

—Un celador me ha comentado que creía haber visto al señor Friedman en la planta de traumatología. No sé quién ha tenido esta brillante idea, pero en su estado de salud no debería moverse de la cama —comentó con severidad; su tono no dejaba lugar a dudas de que estábamos en problemas—. Soy el doctor Smith, y voy a llevarlo a su habitación.

Justo cuando el hombre se disponía a sujetar los mangos de empuje de la silla de ruedas, ocurrió un pequeño milagro. El señor Friedman, con una fuerza inesperada, tal vez surgida de su espíritu indomable, más que de su cuerpo enfermo, se puso en pie trabajosamente. Tambaleándose, pero con decisión, se inclinó sobre su esposa y, con un esfuerzo que parecía sobrehumano, le dio un cálido beso en los labios.

—Te amo, Ruth —dijo con un amor tan profundo como el océano.

—Y yo a ti también, Zach. —Ahora fue la señora Friedman quien se incorporó en la cama para devolverle el beso al hombre con quien había compartido más de media vida.

El doctor Smith, que había estado a punto de intervenir, se detuvo en seco al contemplar la dulce despedida de la pareja, medio avergonzado. Finalmente, se dirigió hacia ellos con una actitud más relajada.

—Por favor, tome asiento, señor Friedman. En su estado es preferible que evite permanecer de pie por mucho rato. No queremos que le abandonen las fuerzas.

Sentí una mezcla de alivio y felicidad por el repentino cambio de actitud del doctor Smith, quien debía haberse conmovido por lo sucedido.

—Supongo que eso debe ser el amor verdadero —comenté sin pensar, envidiando un poco a esa pareja de ancianos.

LA CHICA DE LOS VIERNES ·ϿʘϾ·Donde viven las historias. Descúbrelo ahora