Varias familias jugaban al minigolf cerca del castillo, rodeadas por la luz del atardecer y los alegres sonidos de las conversaciones que incitaban a unirse a la diversión. Scandia Golfland tenía varias atracciones al aire libre y otras en espacios cerrados como la sala de juegos Arcade.
Brad estaba tan emocionado como un crío de cinco años. Tras bajarse de la moto en el estacionamiento, faltó poco para que se pusiera a dar saltitos y gritar lleno de efusividad. Lo primero que hicimos fue comer pizza en el café y de postre un par de helados, mientras recordábamos las cosas que habían sucedido a lo largo del día. El plan para reunir a los señores Friedman monopolizó nuestra charla, y nos hizo reír al recordar unas cuantas anécdotas. Aunque lo mejor llegó cuando nos dirigimos al circuito de los autos de choque.
—¿Todavía estoy a tiempo de arrepentirme? —pregunté, mirando el compacto aparato con desconfianza.
—Te prometo que no seré demasiado duro contigo. —Brad me dedicó otra de sus sonrisas arrebatadoras; de esas que me dejaban sin respiración.
—Me conformo con que al terminar todavía conserve todos los dientes y no me haya roto ninguna pierna. —Sin estar completamente convencida, introduje los pies en el vehículo y tomé asiento.
En ningún momento confesé que era una nulidad al volante. Es más, ni siquiera tenía carnet de conducir. Sí, lo sé, ¿cómo es posible que una chica de california como yo —una antisocial que además posee todo el tiempo del mundo—, no se haya examinado todavía? Pues sencillo, la cuenta bancaria de mi familia estaba en números rojos y teníamos que hacer malabares para llegar a final de mes. Con que cara podía pedirle a mi hermana que me diera lecciones de conducir cuando se pasaba todo el día fuera de casa trabajando, y cada lección privada costaba casi cien dólares.
—Ahora, hay que ponerse el cinturón de seguridad. —Brad se inclinó sobre mí y percibí su aroma a limpio mezclado con un suave toque a madera. Sus manos se movieron con rapidez asegurando las cintas, mientras mis ojos observaban de cerca aquel rostro perfecto. No se podía negar que era realmente guapo.
—¿Cómo se enciende esta cosa? —tartamudeé, cuando su intensa mirada se fijó en la mía. De repente, hacía mucho calor a pesar de estar a quince grados.
—Solo tienes que darle gas con suavidad. —Su voz fue como una caricia para mis oídos. Tenía un tono tan profundo que casi me ahogo al tragar saliva. ¡Menuda ñoñería que tenía encima!
Hice lo que me había indicado y aquel cacharro comenzó a moverse a trompicones.
—¡Esto es pan comido! —mentí, pisando el freno en lugar del acelerador.
—Se nota... —Brad se estaba partiendo de risa al subirse a su auto de choque.
Tardé algo más de un minuto en cogerle el tranquillo. Cuando mi compañero de instituto pasó a mi lado cagando leches, se desató en mí un espíritu competitivo y me lancé a la carrera decidida a darle un golpe por detrás. Pero terminé estampándome contra el quitamiedos y soltando un ridículo gritito.
—¡Vamos, tortuguita! —gritó él, después de dar una vuelta completa, impactando con el lateral de mi coche.
—¡Te vas a enterar, so' cretino! —Pisé a fondo y el coche salió disparado por la pista, chocando con otro vehículo que era conducido con precaución por una señora de cincuenta años—. ¡Disculpe!
—No pasa nada —respondió ella, girando el volante—. Si ves a un chico de quince años con el pelo rubio oscuro, una camiseta azul y subido en un coche verde, amarillo y rojo, dale un buen golpe de mi parte. Es mi hijo, y por su culpa estoy aquí metida.
ESTÁS LEYENDO
LA CHICA DE LOS VIERNES ·ϿʘϾ·
Teen FictionBrad Owens es el eterno segundón. A pesar de ser alto, guapo, carismático e inteligente, nunca ha conseguido destacar por encima de Oliver Sullivan, su mejor amigo, el popular quarterback del equipo de fútbol de la preparatoria Saint Therese of Lisi...