LAS PALOMAS DEMONIO NOS ATACAN

60 13 2
                                    

La mañana de la carrera hacía calor y había mucha humedad

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

La mañana de la carrera hacía calor y había mucha humedad. Una niebla baja se deslizaba pegada al suelo como vapor de sauna. En los árboles se habían posado miles de pájaros: gruesas palomas blanco y gris, aunque no emitían el arrullo típico de su especie, sino una especie de chirrido metálico que recordaba al sonar de un submarino. La pista de la carrera había sido trazada en un prado de hierba situado entre el campo de tiro y los bosques.

La cabaña de Hefesto había utilizado los toros de bronce, configurados por completo desde que les habían machacado la cabeza, para aplanar una pista oval en cuestión de minutos. Había gradas de piedra para los espectadores: Tántalo, los sátiros, algunas ninfas y todos los campistas que no participaban. El señor D no apareció. Nunca se levantaba antes de las diez de la mañana.

—¡Muy bien! —anunció Tántalo cuando los equipos empezaron a congregarse en la pista. Una náyade le había traído un gran plato de pasteles de hojaldre y, mientras hablaba, su mano derecha perseguía un palo de nata y chocolate por la mesa de los jueces— Ya conocen las reglas: una pista de cuatrocientos metros, dos vueltas para ganar y dos caballos por carro. Cada equipo consta de un conductor y un guerrero. Las armas están permitidas y es de esperar que haya juego sucio. ¡Pero tratad de no matar a nadie! —Tántalo les sonrió como si fuéramos unos chicos travieso— Cualquier muerte tendrá un severo castigo. ¡Una semana sin malvaviscos con chocolate en la hoguera del campamento! ¡Y ahora, a los carros!

Beckendorf, el líder del equipo de Hefesto, se dirigió a la pista. El suyo era un prototipo hecho de hierro y bronce, incluidos los caballos, que eran autómatas mágicos como los toros de Cólquide. No tenía la menor duda de que aquel carro albergaba toda clase de trampas mecánicas y más prestaciones que un Maserati con todos sus complementos.

Del carro de Ares, color rojo sangre, tiraban dos horripilantes esqueletos de caballo. Clarisse subió con jabalinas, bolas con púas, abrojos metálicos, de esos que siempre caen con la punta hacia arriba, y un montón más de cacharros muy chungos.

El carro de Apolo, elegante y en perfecto estado, era todo de oro y lo tiraban dos hermosos palominos de pelaje dorado, cola y crin blanca. Su guerrero estaba armado con un arco, aunque había prometido que no dispararía flechas normales a los conductores rivales

El carro de Hermes era verde y tenía un aire anticuado, como si no hubiese salido del garaje en años. No parecía tener nada de especial, pero lo manejaban los hermanos Stoll y el temblaba sólo de pensar en las jugarretas que debían de haber planeado.

Quedaban dos carros: uno conducido por Annabeth y otro por el. Antes de empezar la carrera, se acerco ella y empezó a contarle su sueño. Pareció animarse cuando menciono a Grover, pero en cuanto le explico lo que me había dicho, volvió a mostrarse distante y suspicaz.

—Lo que quieres es distraerme —decidió al fin.

—¡De ninguna manera!

—¡Ya, claro! Como si Grover tuviese que ir a tropezar precisamente con lo único que podría salvar al campamento.

MESTIZOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora