LAS CARRERAS DE CARROS REGRESAN

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El sol se estaba poniendo tras el pabellón del comedor cuando los campistas salieron de sus cabañas y se encaminaron hacia allí

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El sol se estaba poniendo tras el pabellón del comedor cuando los
campistas salieron de sus cabañas y se encaminaron hacia allí. Ellos los miramos desfilar mientras permanecíamos apoyados contra una columna de mármol.

Annabeth se hallaba aún muy
afectada, pero prometió que más tarde vendría a hablar con nosotros y
fue a reunirse con sus hermanos de la cabaña de Atenea: una docena
de chicos y chicas de pelo oscuro y ojos verdes como ella. Annabeth no
era la mayor, pero llevaba en el campamento más veranos que la mayoria;  eso podías deducirlo mirando su collar: una cuenta por cada verano, y
ella tenía seis. Así pues, nadie discutía su derecho a ser la primera de la fila.

Luego pasó Clarisse, encabezando el grupo de la cabaña de Ares.
Llevaba un brazo en cabestrillo y se le veía un corte muy feo en la
mejilla, pero aparte de eso su enfrentamiento con los toros de bronce
no parecía haberla intimidado.

Después del grupo de Ares venían los de la cabaña de Hefesto: seis muchachos encabezados por Charles Beckendorf, un enorme
afroamericano de quince años que tenía las manos del tamaño de un
guante de béisbol y un rostro endurecido, de ojos entornados, sin duda porque se pasaba el día mirando la forja del herrero. Era bastante buen tipo cuando llegabas a conocerlo, pero nadie se había atrevido nunca a llamarle Charlie, Chuck o Charles; la mayoría lo llamaba Beckendorf a secas.

Según se decía, era capaz de forjar ñ prácticamente cualquier cosa; le dabas un trozo de metal y él te hacía una afiladísima espada o un robot-guerrero, o un bebedero para pájaros musical para el jardín de tu madre; cualquier cosa que se te ocurriera.

Siguieron desfilando las demás cabañas: Deméter, Apolo,Afrodita, Dioniso. Llegaron también las náyades del lago de las canoas; las ninfas del bosque, que iban surgiendo de los árboles; y una docena de sátiros que venían del prado y que les recordaron dolorosamente a Grover.

Después de los sátiros, cerraba la marcha la cabaña de Hermes, siempre la más numerosa.

Ahora, los líderes de la cabaña de Hermes eran Travis y Connor Stoll. No eran gemelos, pero se parecían como si lo fueran. Nunca recordaba cuál era el mayor. Ambos eran altos y flacos, y ambos lucían una mata de pelo castaño que casi les cubría los ojos; la camiseta naranja del Campamento Mestizo la llevaban por fuera de un short muy holgado, y sus rasgos de elfo eran los típicos de todos los hijos de Hermes: cejas arqueadas, sonrisa sarcástica y un destello muy
particular en los ojos, cuando te miraban, como si estuviesen a punto de deslizarte un petardo por la camisa.

Siempre le había parecido divertido que el dios de los ladrones hubiera tenido hijos con el
apellido Stoll (se pronuncia igual que stole, pretérito del verbo steal, «robar»), pero la única vez que se le ocurrió decírselo a Travis y
Connor lo miraron de un modo inexpresivo, sin captar el chiste.

Cuando hubo desfilado todo el mundo, entraron con Tyson en el pabellón y lo guiaron entre las mesas. Las conversaciones se apagaron al instante y todas las cabezas se volvían a su paso.

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