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Los años pasaron rápidamente en la Fortaleza Roja, y los mellizos Rhaegar y Rhaenyra Targaryen crecieron bajo la atenta mirada de su familia y sus dragones. A la edad de seis años, ambos niños habían desarrollado personalidades muy distintas pero complementarias, que los hacían inseparables.

Rhaegar, el mayor de los dos, se había convertido en un niño muy revoltoso. Su energía parecía inagotable y siempre estaba en busca de nuevas aventuras y travesuras por los vastos pasillos y jardines de la Fortaleza Roja. A menudo se le veía correteando detrás de su dragona Valkyria, quien, a pesar de su imponente tamaño y aspecto, se mostraba increíblemente paciente y protectora con el niño. Valkyria era una dragona impresionante, de escamas negras con un pecho que reflejaba todos los colores del arcoíris y alas que brillaban con tonos iridiscentes bajo el sol. Su presencia era majestuosa, y a menudo, cuando Rhaegar estaba cerca de ella, se sentía como el príncipe más afortunado del mundo.

"Rhaegar, ¡no subas tan alto!" solía gritarle Aemma desde una ventana, mientras veía a su hijo trepar a algún árbol o escalar una de las murallas del castillo.

"¡No te preocupes, madre! ¡Valkyria me cuida!" respondía Rhaegar con una sonrisa traviesa antes de continuar con su escalada.

A pesar de su naturaleza inquieta, Rhaegar tenía un corazón bondadoso y era profundamente amoroso con su madre y su hermana. Pasaba horas cuidando de Rhaenyra, jugando con ella y protegiéndola de cualquier peligro, real o imaginario. A menudo se les veía tomados de la mano, recorriendo juntos los jardines o jugando con sus dragones. Rhaegar adoraba mostrarle nuevos lugares a Rhaenyra, y sus aventuras juntos eran la envidia de todos los niños de la corte.

Por su parte, Rhaenyra era una niña caprichosa, siempre obteniendo lo que quería gracias al amor incondicional de su padre, el rey Viserys. Desde pequeña, Rhaenyra había aprendido que bastaba con un puchero o una sonrisa encantadora para que su padre cumpliera todos sus deseos. Syrax, su dragona dorada, siempre estaba cerca, brillando con su resplandor celestial y reflejando la luz del sol. Las escamas doradas de Syrax la hacían parecer un ser de leyenda, y Rhaenyra estaba muy orgullosa de su dragona.

"Padre, quiero un vestido nuevo," decía Rhaenyra con un tono dulce, sabiendo que su deseo sería concedido sin demora.

"Claro, mi princesa," respondía Viserys, sonriendo con indulgencia. "Tendrás los vestidos que desees."

Sin embargo, a pesar de su inclinación por los caprichos, Rhaenyra era profundamente amorosa con su familia. Especialmente con su hermano Rhaegar, a quien adoraba. Siempre juntos, los mellizos compartían un vínculo inquebrantable. Rhaenyra también demostraba un cariño especial por su padre, siempre corriendo hacia él con los brazos abiertos cada vez que lo veía.

"¡Padre, ven a ver a Syrax! ¡Ha aprendido un nuevo truco!" exclamaba Rhaenyra, tirando de la mano de su padre para llevarlo al patio donde Syrax estaba descansando.

Los días en la Fortaleza Roja estaban llenos de risas y travesuras, pero también de momentos de aprendizaje. Viserys y Aemma se aseguraban de que sus hijos recibieran la mejor educación posible, tanto en las artes de la guerra como en las letras. Rhaegar, a pesar de su naturaleza inquieta, demostraba una gran aptitud para la espada y la estrategia. Disfrutaba de sus lecciones con Ser Harrold Westerling, quien lo entrenaba en los patios de la fortaleza.

"Recuerda, Rhaegar," le decía Ser Harrold mientras practicaban. "Un buen guerrero no solo pelea con su fuerza, sino con su mente."

Rhaenyra, por otro lado, mostraba una gran pasión por la historia y la política. Cuando no estaba con su hermano se la veía en la biblioteca, devorando libros sobre las grandes casas de Poniente y las hazañas de sus ancestros. La princesa siempre tenía preguntas para los maestres, quienes estaban encantados con su curiosidad.

Dragón BloodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora