Guerra de dioses

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Largos bancos de madera se disponían a su derecha y a su izquierda. Frente a él, el altar.

La luz que se colaba por las coloridas vidrieras del templo daban un halo fantasmagórico al lugar. No había nadie más que él. El silencio del vacío, el silencio de la muerte.

Sobre el altar de mármol blanco rectangular, cubierta de flores blancas, una mujer rubia. De cabellos largos y ondulados con los ojos cerrados y las manos enlazadas sobre el vientre. Vestida con un impoluto vestido blanco, descalza.

Solomon miró el cuerpo sin vida de su madre.

Había tenido tantas veces aquel sueño que ya no se molestaba ni en luchar contra él. Estaba solo en el templo, frente al cuerpo de su madre, trazas de un recuerdo que eliminaba a los asistentes al funeral, dejándolos completamente solos. En un momento íntimo de despedida, el último recuerdo que tenía de ella.

Como cada noche que lo soñaba, Solomon alzó una mano y acarició el frío rostro de su madre.

— Te echo tanto de menos. — Le susurró.

Siempre era lo mismo. El silencio, la vigilia del cuerpo. Hasta que en algún momento su cuerpo decidiera despertarse.

— Hay tantas cosas que me gustaría contarte. — No obtendría respuesta. El sueño nunca se alteraba. Su madre nunca respondía.

Solomon cerró los ojos por un instante, dejando que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas. La recordaba feliz, recordaba su abrazo protector, su risa, sus sonoros besos en la mejilla. Pero jamás volvería a verla.

Jamás volvería a oír su voz.

La noche daba paso a un nuevo día. Repleto de esperanzas y promesas. Día tras día, el invierno en la capital les dejaba a expensas de una primavera que amenazaba con altas temperaturas. El invierno no solía ser extremadamente frío en la capital, las temperaturas suaves y las lluvias eran lo más habitual.

Y así pasaron los días, convirtiéndose en semanas. Ryo atendía a la academia cada día desde la mañana hasta bien entrada la tarde. El joven jinete, tras sobrevivir a los primeros días, parecía haberse establecido un cómodo grupo de gente a su alrededor. En el cual se encontraban su primo Alexander y ese tal Hugo. Simon ya le había hablado de él.

Era el becado del año. Un diamante sin pulir que podía convertirse en uno de los mejores soldados tras pasar por la academia. Sin duda todo un descubrimiento.

Aún así había algo en él que no le daba buena espina.

— Estás celoso. — Le dijo Simon un día tras una reunión en palacio con Tristan y él.

Solomon arrugó el ceño mientras levantaba la vista de sus documentos. Las palabras de su amigo le parecían un disparate. Él nunca había estado celoso de nada ni de nadie.

— ¿Qué dices? — Le contestó algo molesto por la acusación.

Simon, quien se había servido una copa de vino tras la reunión, aprovechando que Tristan debía volver al trabajo y no iba a regañarle por ello, dio un trago a su copa y bufó cansado.

— Ryo tiene un nuevo amigo y es un buen chico. — Siguió Simon. — Hugo es un alfa, sí, pero ¿Qué vas a hacer? ¿prohibirle que se relacione con alfas?

Solomon tiró los documentos sobre su mesa con un gesto de desdén.

— No estoy celoso. — Le aseguró y se levantó para servirse una copa él también.

— Solomon ¿Te repito tu pregunta para que te oigas? — Hizo referencia a la pregunta que había empezado aquella conversación. — Simon,¿Qué sabes de ese tal Hugo?

La Marca del Dragón  {omegaverse}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora